«En el mundo real, la maternidad no es un estigma. La antimaternidad radical solo existe en las fantasías anti-sesentayochistas de conservadores atrapados en los años setenta. La izquierda de hoy no es antinatalista»
«Ser padre es tan egoísta como no serlo. Y además los hijos pueden convertirse en un escaparate de nuestras virtudes, ‘sparring’ de nuestras frustraciones, explicaciones de nuestros fracasos, o, lo peor, nuestro proyecto vital»
«Yo no tengo ningún mérito. Las madres no lo tenemos, a no ser que consideremos nuestra mitad genética como un logro personal»
«Frente a una cultura que se escuda en palabras ostentosas como libertad y autonomía, la maternidad nos confronta con lo que fuimos, somos y seremos, en mayúsculas y sin aditivos»
Ayer se desató un nuevo desastre en el aula y me veo obligada a hablar con mi hijo de 11 años, una vez más, de la odisea:
«Todos los padres sabemos que revivimos el pasado en nuestros hijos y, por ello, me pregunto hasta qué punto somos capaces de verlos como realmente son»
Mis hijos me dan mis mejores ideas, tanto, que siento que soy mucho más lista desde que tengo niños. Bueno, no lo siento, lo sé. Pienso mejor, enfoco mejor la imagen del lugar al que quiero llegar, estoy más inspirada, tengo más determinación, paciencia, aprovecho cada segundo de tiempo como si el tiempo fueran billetes que voy recogiendo por la calle y el multitasking no tiene secretos para mí. Así que hoy me dio por preguntarme cómo conforman los hijos el cerebro de los adultos. Es bien conocido que los taxistas de Londres funcionan de conejillos de indias para muchos estudios científicos sobre la memoria, por aquello de que tienen que aprenderse 25.000 calles para pasar su examen, y se ha descubierto ya más de una vez (y de tres y de cuatro), que tienen el hipocampo de un hipopótamo, puesto que esta es la zona del cerebro en la que se almacenan toda esa barbaridad de información del callejero. Abundan también los artículos -favoritos de las redes- en los que se habla de la neuroplasticidad del cerebro, de las neuronas que nacen y mueren, de las dendritas y las sinapsis, y de cómo leer cambia físicamente la cualidad de nuestro órgano más importante. Gracias a unos señores muy listos de la universidad de Leipzig, sabemos que el cerebro consume más oxígeno mientras desciframos la letra impresa (cosa que era de cajón, pero no está de más demostrarlo). También abundan los artículos sobre otras ocurrencias espectaculares de la ciencia, como uno que les leí ayer a mis hijos sobre los metales que reaccionan a campos eléctricos para cambiar de forma o que sirven como “sangre electrónica” para futuros ordenadores basados en el funcionamiento cerebral. Sí, un líquido metálico que es, literalmente, sangre electrónica para ordenadores, fabricado a imagen y semejanza de la sangre que circula por el cerebro, que es al mismo tiempo la portadora de energía (oxígeno y nutrientes) y el líquido refrigerante del órgano más alucinante de la naturaleza. Otros muchos artículos fascinadores hablan de la terapia optométrica, es decir, el uso de gafas para corregir problemas en el cerebro y es que hoy sabemos que los cerebros tienen neuroplasticidad, esto es un hecho. Problemas en la visión pueden hacer que el cerebro funcione de maneras poco eficaces y, además, tras un trauma y una lesión, podemos reentrenarlo, redirigir los caminos del pensamiento poniéndonos nada menos que gafas.
En España cada vez nacen menos niños. Somos un país viejo en el que ni siquiera se garantiza la tasa de reposición. Tener hijos da pereza y es normal. Dan mucho trabajo, suponen un gran esfuerzo económico, personal y suelen venir acompañados de un sacrificio de las carreras profesionales de las mujeres –cada vez más, también de los hombres–. Normalmente quienes tienen hijos no lo hacen pensando en levantar la natalidad de su país. Lo hacen para satisfacer un deseo personal, por repetir un modelo y, en parte, por cierta ignorancia, o inocencia. Quiero decir que no hay épica en la decisión de ser padres, hay inconsciencia. Y es más fácil dejarse llevar por el lado inconsciente en un arrebato que si hay que empezar un proceso de inseminación artificial o de adopción. En eso, las mujeres heterosexuales con pareja llevamos ventaja sobre el resto. Pero no en mucho más. No es que no suponga un coste para nuestras carreras o que siempre hayamos alcanzado la estabilidad cuando decidimos tener hijos. A veces, es solo que nos dejamos llevar por un momento de pasión. También puede ser una decisión muy consciente y meditada y sopesada, claro. No debería haber nada heroico en el hecho de tener hijos. Y sin embargo, yo también miro con cierta admiración (a veces con envidia) a otros padres y madres: ¿cómo lo hacen?, me pregunto. ¿Tendrán familia en Madrid? ¿Podrán ir al cine algún día juntos? ¿Irá alguien a recoger al colegio a sus hijos? ¿Cómo resuelven los dos meses y medio de vacaciones de verano? La respuesta pasa por el dinero.
Tuve una comida hace poco con la directora de una de las publicaciones para las que escribo. Conversábamos sobre la vida, la rutina de madre monoparental, los hijos con sus deberes y el kilometraje de idas y venidas al colegio, eje de mis planes de diario. En un momento dado, me dijo: “¿Y cuándo tienes tiempo para ti? Necesitas tiempo para ti”. Lo primero que pensé fue… ¿Para mí? ¿Para qué quiero tiempo para mí? Después, me pregunté a qué se refería exactamente: ¿ir al cine con un amigo? ¿Salir a bailar? ¿Comprarme un vestido nuevo? ¿Leer un libro? ¿Viajar sola? Imaginé que eso era lo que se entiende por “tiempo para ti” y me acordé del terrible personaje de Julianne Moore en “Las horas”, que superada por su rol de madre y esposa perfecta que ha de hacer una tarta, deja a su hijo con la vecina y se va a una habitación de un motel dispuesta a suicidarse. Luego no se suicida, regresa, hace la tarta, pero pronto abandona a la familia porque es inmensamente infeliz. Me dije que la literatura y el cine están llenos de relatos de mujeres así, atoradas, infelices, que una vez a la semana desaparecen de sus labores absorbentes como abnegadas madres y esposas para pasar la tarde en una habitación de hotel siendo ellas mismas, pensando, leyendo o teniendo tiempo para sentir algo propio.