«Es temprano y las playas están vacías. Hay una poética del día de verano que ya da luz pero al que la gente aún no responde»
Habíamos ido a pasar unos días cerca del faro de Trafalgar. Un amigo nos prestaba su casa –esos son los amigos que hay que conservar, me dijo una amiga cuando supo dónde pasaría el puente de mayo–, mi novio nunca había estado en el sur y yo quería tener un recuerdo encapsulado de una cierta felicidad a la que volver de vez en cuando ahora que mi baja de maternidad se ha acabado.
Yo siempre odié el verano. “El sol brillaba, no teniendo otra alternativa, sobre lo nada nuevo”, así arranca el primer párrafo de Murphy —de Samuel Beckett, y con la pesadumbre de quien tan solo encuentra cobijo bajo la sombra y algún otoño, aquel adolescente que yo era observaba con pavor los primeros latigazos del estío: ya están aquí las hordas de madrileños tomando las playas de nuestra Normandía (que es el Mediterráneo de nuestra infancia: las calas de Xàbia o Dénia, el pulpo seco y las gambas roja del Faralló). Ya están aquí las trolleys atestadas de promesas y toda la tristeza del secano, amontonaditas en los vagones del AVE. Yo soy aquella niña repelente de Poltergeist: ya están aquí.
Tengo la incómoda sensación de llegar tarde al debate, pero no querría abusar del privilegio del último conferenciante. No voy, por lo tanto, a resumir ni repetir lo que tanto y tan bien se ha dicho, también en este periódico, sobre la cuestión del burkini. Voy a limitarme a decir algunas cosas que no he leído o sobre las que creo que no he leído lo suficiente estos días.
La mejor definición de liberal que conozco la leí en algún lugar atribuida a Stendhal: “Un liberal es alguien que no se enfada por las manías de los demás”. Pues bien, en las últimas semanas un bañador que cubre de la cabeza a los pies, el llamado burkini, que algunas mujeres musulmanas portan como atuendo a la playa, ha puesto a prueba el liberalismo de los europeos.
Se trata de una tradición que cada año reúne a centenares de personas a orillas del río Soca. Viajamos hasta Eslovenia, a un pequeño pueblo llamado Kanal ob Soci que cada mes de agosto adquiere notoriedad por su concurso de saltos.
Las bendiciones de la vida de soltero en Madrid son tan dulces para el alma como desastrosas para el hígado
Disfruten de sus fiestas, convivan con sus amigos y conocidos para que el mes de hecatombeon (julio/agosto) ayude a cargar las pilas para afrontar un nuevo año laboral y el curso escolar que está a la vuelta de la esquina.
¿Madrugar cuando uno podría estar en la cama hasta las tantas? ¿Por qué se sigue poniendo el despertador, uno de los monstruos más infames de toda la historia de la humanidad, cuando no hay ninguna necesidad?