«I doubt that our gender sensitivity is ready for this new masculinity, but perhaps it is ready to wonder how many male victims have fallen to the famous patriarchy»
«Dudo que nuestra sensibilidad de género esté preparada para esta nueva masculinidad, pero quizá sí para preguntarse cuántas víctimas masculinas se cobra el famoso patriarcado»
Cada intento de censura impone el deber de la relectura. Y así ahora con la Caperucita Roja, que unos padres concienciados han apartado de la sección infantil de la biblioteca escolar para sorpresa, supongo, de quien recuerde al menos superficialmente el cuento. Porque en este recuerdo la moraleja es clara: pasan cosas terribles cuando te fías de extraños y desobedeces a los padres.
Para escribir este artículo feminista, podría adentrarme en intelectuales derroteros, o simplemente, ser una feminista banal, como banal es el forofo de un equipo de fútbol que se pone a dar saltos y gritos cuando gana su equipo. A mí, en este momento, en el que a Esther García le dan el premio nacional de cinematografía y de paso, en el festival de San Sebastián se firma la carta por la paridad promovida por CIMA, me salen solo los saltos y gritos forofos de la feminista banal.
“Quien parte y reparte, se lleva la mejor parte.” Esto lo decía mi madre, con un guiño, al cortar una tarta. Cuando se habla de igualdad entre hombres y mujeres en el mundo de las letras, siempre pienso en esto, y mi mente desbarra hasta imaginar a la mujer que dio a conocer al mundo las tartas gráficas: Florence Nightingale, pues solo a una mujer podía ocurrírsele la ideaza de dibujar en gajos de la tarta los porcentajes de una encuesta, de un estudio o de un muestreo, para que sus teorías sean comprendidas de un golpe de vista por los golosos varones. Florence, enfermera y genia, quiso introducir en 1885 las normas de higiene en los hospitales, al ver que los soldados de Crimea caían como chinches a causa de la disentería y apenas morían por culpa de un balazo. Para demostrar sus observaciones ante los incrédulos varones del ministerio de la guerra, se inventó esto de las tartas y las porciones y la imagen tan brutal que vieron los convenció, pues ya sabemos lo de las mil palabras inútiles ante una imagen demoledora. Los hospitales comenzaron a poner azulejos en las paredes, a limpiar, a usar lejía para los suelos. Las sábanas se lavaron con alegría, las aguas fecales se separaron de las trincheras y la mortalidad cayó drásticamente.
Para esa mitad aproximada de la población que dispone de uno, tener pene puede parecer algo más o menos trivial. En realidad no lo es. Tener pene es importante. O, mejor dicho, no tenerlo lo es. Cuando empecé a relacionarme con politólogos e intelectuales en seguida noté algo extraño: era como si no existiera. Los corros siempre se cerraban ante mis narices, casi nadie prestaba atención si me atrevía a decir algo y con frecuencia no llegaba a terminar mi excurso porque alguien me interrumpía antes.
Estoy hasta los ovarios de ver imágenes como ésta en eventos deportivos, ferias comerciales y demás. Me desagrada esta foto porque ellas son dos cosas sin alma y ellos una panda de tontos ilusionados por aparecer en una foto con dos rubias pechugonas.