“Las niñas bonitas no pagan dinero”: ¿qué cantan los niños y niñas hoy en día?
La editorial Renacimiento recupera la edición facsimilar de ‘Canciones infantiles’, de Elena Fortún y María Rodrigo, una recopilación de coplas tradicionales que se publicó en 1934 con el fin de que no cayeran en el olvido ni en el anquilosamiento.
La editorial Renacimiento recupera la edición facsimilar de Canciones infantiles, de Elena Fortún y María Rodrigo, una lograda recopilación de coplas tradicionales que se publicó en 1934 con el fin de que no cayeran en el olvido ni en el anquilosamiento
“¡Bellas canciones infantiles, próximas a perderse para siempre o a quedar fosilizadas entre las páginas de libros sabios! ¡Hermosas canciones españolas! Dos mujeres del siglo pasado han temblado por vosotras”. Eran ellas la pianista María Rodrigo (1888-1967) y la escritora Elena Fortún (1886-1952), dos de las más destacadas figuras de la Edad de Plata que, a principios de los años treinta, decidieron no desoír lo que otros creían fútil: prestaron atención a lo que por entonces cantaban niños y niñas -aunque Fortún se dirige directamente a las segundas en el prólogo- en sus sitios de recreo para después recopilar las coplillas en un cancionero que publicó la editorial Aguilar en 1934. Sabían de la importancia de su tarea: “el caudal, más o menos grande, de poesía que todos llevamos en el corazón, fue alumbrado allá, en los días remotos de la más extrema infancia, y hasta la última hora de nuestra vida, la luz que iluminará el obscuro pasaje de los días amargos será aquella que se encendió en el alma cándida del niño la primera vez que llegó a él, en el huerto, el perfume de los jazmines, o en la tarde que oyó cantar, sin comprender aún, una suave canción de coro”, escribe Fortún.
No es de extrañar en absoluto que la autora de la serie de libros de Celia reparase en lo que los más pequeños entonaban al jugar, pero es que además tuvo una aliada que supo entender el valor de la propuesta: María Rodrigo fue una niña prodigio de la música española, estudió piano, armonía y composición. Becada en Alemania por la Institución Libre de Enseñanza, residió allí desde 1912 a 1915. A su regreso participó activamente en el asociacionismo femenino anterior a la guerra civil. Vivió de la música y trabajó en el Teatro Real, siendo la primera mujer española que estrenó una ópera. En el año 1936 partió a un largo exilio, del que ya no regresaría y tras el que caería en el olvido. Conoció a Fortún -que igualmente se exilió en 1939 y no volvió a España hasta pasados nueve años- a finales de los años veinte, probablemente en el entorno del Lyceum Club, donde Rodrigo se encargaba de la sección de música. La editorial Renacimiento recupera así Canciones infantiles, para más inri en su versión facsimilar, que incluye las ilustraciones originales del genial Gori Muñoz.
Conviene seguir atentos casi un siglo después. Los tiempos han cambiado -ni siquiera hay ya tantos chavales en la calle y no faltan los padres que se quejan de que cantan canciones no aptas para su edad-, pero no tanto. Existirán refugios -patios, parques, barrios, calles peatonales- donde niños y niñas jueguen todavía al ritmo de canciones más o menos viejas, más o menos nuevas, aprendidas por el boca a boca, por la televisión o por YouTube. ¿Será ahora más sencillo localizar su origen, su tránsito y sus canales? Fortún y Rodrigo encontraban el valor de estas canciones en su viaje oral: “nacidas no se sabe dónde, que han rodado de boca en boca, puliéndose, gastando sus aristas, adaptándose a los tiempos, adquiriendo nuevos reflejos, llegando a nosotros como piedras preciosas, imposibles de imitar con bisutería”. Aunque bien es cierto que se aventuran a adivinar el origen de algunas de ellas: “¿Quién puso en romance y cantó por primera vez estas vidas humildes de mujeres españolas? ¿Un juglar? Nosotras juraríamos que fue a una mujer a quien se le ocurrió lamentarse de la triste suerte de sus hermanas en desgracia…”.
Más allá de los cuentos: cambiando las letras machistas
Las canciones que María Rodrigo y Elena Fortún recopilaron van desde “los romances viejos y romancillos del siglo XV hasta las canciones zarzueleras del XIX”; desde “el romance ciego” hasta “la galante canción dieciochesca, pasando por las adaptaciones francesas, las pueriles letrillas y la invocación ingenua”, todas ellas con partitura incluida. También tienen su hueco las canciones regionales -y, por cierto, hay una mención especial en el prólogo a Carmen Baroja, importante intelectual y etnóloga, a su vez hermana de Pío y Ricardo Baroja y madre de Julio y Pío Caro Baroja, que colaboró con ellas: ¡cuántas mujeres valiosísimas perdidas en prólogos de otras mujeres valiosísimas!-. Muchas de estas letrillas siguen casi intactas y muy vivas: Quisiera ser tan alta como la luna, El barquero, La rana, La muñeca, El patio de mi casa, Mambrú se fue a la guerra, ¡Que llueva!, La Tarara... ¿Cómo se cantan ahora? ¿Se cantan ahora? ¿Qué se canta ahora?
Y otro asunto notable: si a Fortún y Rodrigo ya les preocupaba “la modificación absurda hecha por las buenas monjas de un colegio” a La bella viudita del conde Laurel, y que la generación “educada en conventos” hubiese “olvidado nuestra pícara Musa, que asustó a los reverendos y avergonzó a las buenas madres francesas”, ¿qué pensarían de la revisión feminista de muchos de los productos culturales de las últimas décadas? ¿Pasarían estas canciones el test? ¿Habrían de pasarlo, acaso? Lo que es seguro es que algunas lo tendrían difícil: “Si algún teniente/te hace el amor,/dile al momento/que sí, señor/que sí, señor/Porque un teniente/puede llegar/con sus estrellas/a general,/a general” (estrofa extraída de Consejos). Según señala Fortún en el prólogo, “ninguna faceta de la vida sentimental femenina ha quedado olvidada en estas canciones”. “Al pasar la barca,/ me dijo el barquero:/“Las niñas bonitas no pagan dinero”/Al volver la barca,/me volvió a decir:/Las niñas bonitas no pagan aquí” (la que escribe recuerda una variante: “Yo no soy bonita,/ni lo quiero ser/Allá va la barca/Una, dos y tres”).
Sole lleva 41 años trabajando con niños y niñas -39 de ellos en guarderías, ahora lo hace en un colegio infantil- y admite que cambia “muchos finales de cuentos y letras de canciones”. Por ejemplo: “hay una canción clásica de un pollito que se pierde y que después de buscarlo por todos lados lo encuentran en el arroz. Yo cambio el final”. Por eso dice que, aunque las cantamos “por inercia”, quizás “habría que plantearse algunos cambios”. Es un tema controvertido que ya había oído aplicado a los cuentos -“no solo por machistas, sino por violentos y crueles”, explica- pero no a las canciones. Con todo, aunque dice haber crecido “feliz” y sin “ningún mal”, quiere estar al día, revisarse: “intento adaptarme a los cambios y a lo que me cuesta trabajo entender”. ¿Por qué con ellos, los párvulos de hoy, nos tomamos estas molestias? “Bueno, creo que a estas ‘molestias’ se les puede llamar evolución”, contesta.
Canciones más “elementales”, “repetitivas” y que “no cuentan nada”
A pesar de todo, afirma que “las canciones clásicas no han pasado de moda”. “Las clásicas –A mi burro, Tengo, tengo, tengo, La vaquita de Martín, El patio de mi casa…- siguen teniendo mucho tirón”. “Se siguen cantando y a los niños les gustan mucho. Están un poco adaptadas, con algo más de ritmo y mímica, pero siguen siendo las mismas. La educación infantil ha ido evolucionando, como todo, y hay cosas nuevas”. Por ejemplo, YouTube, que “influye mucho en el gusto de los niños”.
Julia, que aún no llega a los treinta y ya ha tenido experiencia laboral y extralaboral con alumnos, primos y sobrinos, cree que están “completamente absorbidos por YouTube”. “Cantajuegos son las nuevas canciones populares”, asegura. “Incluso los abuelos y los padres, que deberían ser los encargados de transmitir esas canciones, se saben las de YouTube”, cuenta. A diferencia de las tradicionales -que “tenían alguna moraleja o te contaban alguna historia”-, opina que las que los niños escuchan -y ven- en YouTube “son canciones muy infantiles que le dan más importancia a la parte visual, a los colores, los dibujos, o el movimiento que a la canción en sí porque son repetitivas y no cuentan nada”. “No es como el Mambrú”, ejemplifica Julia, rememorando al que se fue a la guerra -qué dolor, qué dolor, qué pena-. “Normalmente las canciones que yo veo son sobre todo para entretener, para darle de comer al niño sin que te monte un pollo”, concluye.
En parte está de acuerdo Sole, que también las percibe “más elementales”. “Las tradicionales son más profundas, por llamarlo de alguna manera”, cuenta. Julia tiene una teoría: “es que hoy en día todo el mundo se ofende con todo. Todos los vídeos están orientados a recibir más y más visitas, entonces son cosas light, que vayan a gustar a todos, sin ofender y sin meterse en materia”, reflexiona.
Marta sí que le canta a Río, su bebé, canciones que le enseñaron sus padres y sus abuelos. Dice que le sirven “como vehículo entre generaciones”: “él nunca conocerá a mi abuelo Miguel y a mi abuela Carmen, pero, a través de las canciones que me cantaban a mí, mantendrá un vínculo con ellos y con muchísimos niños a lo largo de la historia”. No obstante, sí que hace una selección: “no le canto canciones que tengan un mensaje machista o que denigren literalmente a un colectivo. Por ejemplo: ‘Al pasar por el cuartel se me cayó un botón y vino un coronel a pegarme un bofetón/qué bofetón me dio el cacho de animal que estuve quince días sin ponerme levantar/Las niñas bonitas no van al cuartel porque los soldados les pisan los pies…’”. Río no escucha Cantajuegos ni grupos infantiles como Yo soy ratón, pero no le falta música. Su madre no solo le canta La tarara o Los patitos en el agua, también “temas de programas o películas de cuando era pequeña”, como “la banda sonora de Aladdín, de Isidoro y de Los payasos de la tele”. “Le encanta la música, eso sí -baila hasta al oír el ruido de la Thermomix- y constantemente escucha lo que escuchamos nosotros”, cuenta Marta.
Padres ‘indies’ luchando contra YouTube
Daniela tiene ya siete años y vive entre tres sintonías: las “canciones de los juegos”, las que oye por YouTube, por la radio y por la tele y, por último, las que sus padres se empeñan en que escuche. Estas primeras -las que más nos interesan aquí- son “las mismas” que cantaba Israel, “las mismas” que cantaba su madre mientras jugaba al “elástico, la comba, las palmas…”. “Todo tiene un eco de antes, poético, simple, a veces cacofónico y repetitivo… y les encanta”, comenta Israel, refiriéndose a su hija y a sus amigos, aunque admite una verdad indiscutible: “es cierto que las canciones que cantan como tal tienen un origen ‘youtubero’ absoluto que comparten y copian entre ellos hasta la saciedad. Lo que oyen aquí y allí. Hay momentos de… What? ¿Qué está cantando Daniela? ¿Y dónde ha oído eso?”. Cuenta que él y Antonia, su madre, siguen con su “adoctrinamiento en el rock and roll, el indie, los clásicos modernos y los incunables”.
De eso sabe mucho Cristina. A Mariona -a sabiendas de que “lo infantil siempre va a estar a través de los dibujos de la tele, las pelis, el cole”- le pusieron durante los dos primeros años de vida -ahora tiene cinco- “mucha música, desde Bowie hasta José González, pasando por Elton John y George Michael; desde Miqui Puig hasta La Casa Azul”. Recurría en momentos críticos de insomnio, en busca de “ese estado de equilibrio”, a Ólafur Arnalds y Agnes Obel, pero también Morrissey (The more you ignore me, the closer I get) para los primeros meses de vida -de demanda continua e identidad perdida-, Bowie (Starman, Heroes, los clásicos) o Christina Rosenvinge (Tú por mí), aunque sus preferidas, conforme ha ido creciendo, son las más pegadizas: Mi gran noche, de Raphael, y Chandelier, de Sia. El objetivo es intentar “que ame la música desde pequeña, que la vincule a momentos fundamentales de la experiencia de la vida como hacemos nosotros”.
En esas anda Francisco Daniel. Su hijo Leo “es aún muy pequeño y apenas habla y, por tanto, tampoco canta pero eso no impide que oiga mucha música”, que “proviene fundamentalmente de YouTube y de Spotify”. “En YouTube acostumbramos a ponerle una serie de animación en 3D llamada Cocomelon y también un clásico de toda la vida como Barrio Sésamo donde la música tiene un peso específico e invitan a artistas reconocidos a hacer colaboraciones”, explica. Pero además, Sandra y Francisco Daniel le ponen la misma música que escuchan ellos: Leo se emociona con la música de Barrio Sésamo pero también baila y hace aspavientos con Florence and the Machine, Little Dragon o Devendra Banhart. ¿Qué cantará en unos años -pocos- con sus amigos y amigas? Quizás el barquero de la canción, para entonces, ya le cobre dinero a la niña, sea bonita o no.