Los mediocres dominan el mundo y tú (también) tienes la culpa
En ‘Mediocracia’, Alain Deneault expone las vergüenzas del sistema y señala a su gran cómplice. ¿Una pista? No te vayas muy lejos.
La madrugada del 6 de julio del 2013 un tren de mercancías cargado con toneladas de crudo se salió de la vía a su paso por un pueblecito canadiense llamado Lac-Mégantic. El descarrilamiento dejó un incendio monumental, medio centenar de muertos, un millar de evacuados y la sospecha de que aquello no había sido exactamente un accidente; al cabo de unos días la gente comenzó a intuir que la tragedia era consecuencia de una serie de negligencias por parte de la compañía ferroviaria y de las autoridades competentes.
Un mes después esas mismas autoridades, supuestamente arrepentidas, decidieron montar en el pueblo unos conciertos gratuitos con el objetivo de alegrar los corazones de los vecinos. Además, como los artistas invitados eran famosetes se vaticinó la llegada de hordas de fans procedentes de las vecinas Montreal y Quebec con el consiguiente desembolso económico para el pueblo. Ese dinero podía servir para volver a poner en marcha los comercios afectados por el desastre y colaborar de alguna manera en la reconstrucción de las zonas arrasadas por el fuego.
Así contada parece la típica historia cargada de empatía muy made in Canada, ¿verdad?
No para todos; al filósofo Alain Deneault todo aquello le estaba poniendo del color de las ciruelas. “No contaban –dice refiriéndose a los artistas– con la distancia crítica necesaria para preguntarse: ¿me están manipulando? ¿Cuál es mi papel dentro de un sistema que me contrata para consolar a las víctimas de un desastre del que dicho sistema es responsable? Acudiendo raudo a ayudar a una población que supuestamente solo quiere que la consuelen, ¿acaso no estaré legitimando el argumento de que esto no fue más que un accidente? ¿Es posible que mi arte no sea más que una forma de anestesia?”
Según cuenta en su ensayo Mediocracia. Cuando los mediocres llegan al poder (Turner), que aterrizó en las librerías españolas hace un par de semanas, al convocar a los músicos de moda los expertos en gestión de crisis del gobierno canadiense lograron que lo ocurrido en Lac-Mégantic pasase de ser una tragedia nacional a ser otro chascarrillo con el que entretener a los lectores de la revista People. “De repente –sentencia Deneault– el asunto dejó de ser político: ahora solo iba de sentir lo que había que sentir”. Un cambiazo que no se habría conseguido sin la inestimable colaboración ciudadana.
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Los sucesos de Lac-Mégantic animaron a Deneault a escribir un ensayo contra el conformismo que domina nuestras vidas y que, en última instancia, ha puesto el destino del mundo en manos de unas altas esferas que tienden a conducirse con una avaricia cargada de estulticia. Mala hierba y peor combinación. Una mezcla explosiva. Literalmente.
Pero aquella pila de muertos carbonizados y la consiguiente performance de la farándula pensada para aplacar la ira del paisanaje no es el único ejemplo al que recurre el filósofo para concluir que, como sociedad, llevamos tiempo chapoteando en el guano. En las páginas de Mediocracia también aparece Willie Soon, un prestigioso científico del Centro de Astrofísica Harvard-Smithsonian que se hizo famoso por decir que el calentamiento global es cosa del sol y no del ser humano y que se hizo todavía más famoso cuando se supo que la industria del petróleo le había soltado unos cuantos billetes; circunstancia, ésta, que Soon olvidó explicar mientras hacía proselitismo negacionista.
El caso de Soon le sirve a Deneault para cargar contra la corrupción que lleva tiempo gobernando el sistema universitario. Dice el filósofo que los académicos se han convertido en seres que no quieren pensar; seres que prefieren echarse en los brazos de una cómoda inercia cuya única aportación al planeta consiste en arrojar investigaciones ininteligibles y poco originales escritas para satisfacer a pagadores externos.
Tampoco escapan a la crítica las ONG –la cara simpática en procesos de “saqueo por control remoto” como el llevado a cabo por la industria minera en Haití–, los sindicatos –convertidos en los tontos útiles de las élites neoliberales–, los socialdemócratas –más tontos útiles que salvaguardan “las estructuras de producción y el capital financiero” al plantear pulsos anecdóticos–, la comunidad artística –otros que han optado por la tutela de la gestión empresarial– y… las llamadas políticas de identidad.
Sin embargo, hay que esperar hasta el final, hasta la página 203 en la edición de Turner, para ver cómo el filósofo canadiense se lanza a una piscina en la que estudiosos marxistas como Walter Benn Michaels llevan nadando más de una década. Es cierto que Deneault hace algún amago antes de llegar al epílogo (página 185: “La consigna ahora tiene que ver con ‘mis derechos’ y con ‘lo que yo quiero’, ¿a quién le puede importar cualquier otra cosa?”) mas no termina de zambullirse. Sugiere, deja caer que puede existir un problema, pero hasta que no ve que se le termina el espacio no critica abiertamente esa tendencia que persigue diferenciarse de los demás mientras sacrifica las razones para aglutinarse.
No sería del todo sorprendente leer algunas objeciones al respecto, porque habrá quienes consideren que una advertencia contra la parálisis mental de una sociedad que está siendo esquilmada por algoritmos financieros diseñados en oficinas con moqueta debería incidir más en un asunto que no por espinoso es baladí. A fin de cuentas, hablamos de una corriente de pensamiento que (por citar el último ejemplo) tilda de racista a un tipo que se disfrazó de Aladino durante una fiesta temática sobre Las mil y una noches y que además tiene el poder de convertir la anécdota en un debate de alcance internacional.
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El pensador quebequés también utiliza las últimas páginas de Mediocracia para dibujar las cinco clases de persona que, a su juicio, subsisten en la tesitura actual.
En primer lugar se encontrarían las clases minoritarias. El hombre que duerme, un tipo que se resiste a participar en la sociedad no tanto por convicciones políticas como por un repudio instintivo a una realidad desmoralizadora, y el temerario exaltado; alguien que denuncia los movimientos de la oligarquía y que se convierte en azote del sistema.
Las tres clases restantes –el mediocre por defecto que se cree todo lo que le cuentan, el mediocre entusiasta que se pasa la vida intrigando para medrar y el mediocre a su pesar que sabiendo lo que hay aguanta estoicamente por culpa de la hipoteca– tienen más parecidos que diferencias y son las que, en conjunto, justifican el subtítulo del ensayo: Cuando los mediocres toman el poder.
Porque los mediocres no son los mandamases. Mejor dicho: no son sólo los mandases. La mediocridad, dice Deneault, es cosa de los de arriba pero también de los de abajo. Es un mal que se retroalimenta hasta abarcarlo absolutamente todo. Cuando una mayoría apuesta por el conformismo, cuando persigue una existencia sin sobresaltos salpicada por estímulos menores como la escapadita a Cancún o el match de Tinder, en lugar de abrazar el escepticismo, la objeción de conciencia y la resistencia, la mediocridad se extiende sin contemplaciones contaminando lo que se ponga por delante: el enfado de los habitantes de Lac-Mégantic, el buen hacer del Consejo de la FIFA o la altura de miras que se le presupone a todo un Congreso de los Diputados.
¿Qué esperábamos? Claro que nos representan.