La historia de Drácula: sangre y vampiros de Bram Stoker a Netflix
¿Por qué ha permanecido en nuestra memoria colectiva el imborrable y terrorífico personaje de ficción creado en 1897?
La vida después del gótico nos ha enseñado a amar de otra forma, a desear, a cuestionar la identidad y a entender la muerte pero, sobre todo, a hacer todo esto a través de los mitos que ha creado la literatura.
Mary Shelley creó a Frankenstein, Bram Stoker a Drácula. Las historias victorianas más famosas nos persiguen en el siglo XXI, se reformulan, nos muerden poco a poco hasta transformarse, transformarnos. No es casual que en 2019 varios libros hayan ahondado en el pensamiento de Shelley y su obra maestra. En 2020 se revive a Stoker y a su nosferatu, ese no muerto al que le encanta la sangre y la vida. Nos obsesionamos por un personaje que han desarrollado otros, que evoca al gótico y puede representarnos en la actualidad.
La historia del vampiro y los inicios del conde Drácula
Drácula es el vampiro más conocido por todos, no solo por la verdadera locura que hemos estado desde el siglo XVIII, sino que es, de hecho, uno de los personajes más reconocibles en la historia literaria y más filmado que ningún otro ser fantástico.
Junto con Scrooge, Sherlock Holmes y Frankenstein, el conde Drácula ha superado las páginas de la novela de Stoker y ahora puede reclamar un estatus mítico. Para uno de los estudiosos de la novela de Stoker, como Clive Leatherdale, muchas de las revisiones del mito creadas por la literatura, el cine o la televisión están hechas de un “pastiche sensacionalista de sangre, colmillos y capas negras”. En su libro La historia de Drácula, escrito en 1985 y publicado por Arpa Editorial hace poco en España, intenta explicar por qué Drácula es la novela gótica por excelencia y posiblemente la más exquisita de la era victoriana.
Para el autor, la Europa cristiana y su obsesión por la sangre fue el hilo que forjó el nacimiento del mito en conjunto con el celo proselitista que acompañaba la expansión política y territorial. La guerra espiritual entre turcos y cristianos hizo que la Iglesia católica sacara provecho a la historia del miedo al diablo en “la incredulidad del populacho”. El vampiro era ideal para este propósito así como todas las leyendas y ritos que conllevó: “las víctimas de homicidios no vengados estaban en peligro de convertirse en vampiros hasta no aplacar la sed de sangre de sus verdugos” y “la incapacidad del demonio de tentar a lo que lo rechaza” (el cristianismo no sabe de amores tóxicos). Además, no poseer una cruz, ajo, agua salada del mar o agua bendita, espinas o estacas puntiagudas, claves para ahuyentar o hacer desaparecer al no muerto, estaba mal visto, así como intentar curarse una anemia o la pérdida de sangre eran síntomas claros de la aparición de un vampiro.
Durante la época victoriana, el primero en recrear a los vampiros fue Polidori, quien en una villa en el lago de Ginebra en 1816 junto con Lord Byron, Mary Shelley y Percy Bysshe Shelley, durante una noche leyendo cuentos de fantasmas idearon tanto Frankestein como El vampiro: un cuento. En la narración de Polidori este villano no muerto –algunos dicen que basado en Byron– es un aristócrata orgulloso y guapo, fatal para las mujeres. A Polidori solo le interesan las vírgenes, les chupa el cuello; ellas mueren mientras él vive. Con el cuento de Polidori nace el vampiro literario.
Luego de Polidori, llegó Abraham (Bram) Stoker y la dominación completa de la imagen pública de los vampiros, con el personaje mejor descrito en hábitos como en representación física: el conde Drácula es un hombre de mente aguda, “intrépido, implacable, un líder astuto, un soldado ingenioso” que puede exhibir profundas emociones desde el odio hasta la pasión, la ira o el desdén y, por su puesto, una maldad desconcertante.
El conde Drácula es un hombre de mente aguda, “intrépido, implacable, un líder astuto, un soldado ingenioso”
Se piensa que la figura de Drácula está basada en la historia de Vlad el Empalador pero cuando Stoker describe al conde en su vida prevampirica, Leatherdale afirma que nuestro mítico vampiro se asemeja más a Mefistófeles en el Fausto de Goethe que a ningún empalador. “Vlad no era demasiado alto, sino robusto y fuerte. Tenía una apariencia fría y horrenda”. Inclusive, otros críticos estudiados por el autor han llegado a conseguir parecidos físicos entre el viejo Drácula y Walt Whitman: un hombre, viejo, alto, de cabello y bigote largos.
Sangre, vida, muerte y erotismo
Su sed de sangre es insaciable para el vampiro, pero no es cualquier sangre. Drácula busca la vitalidad. También el vampiro la busca para reclamar las posesiones terrenales de la víctima y usarlas en el más allá.
“La sangre son vidas”, dice el relanzado Drácula de Netflix. Los nosferatus tenían necesidades físicas, por eso la creencia generalizada de que los muertos pueden mantenerse la vida absorbiendo sangre de los vivos y que la pérdida de sangre era una acción perversa en el mundo de los espíritus que mantenían la imagen generalizada del vampirismo. El poder rejuvenecedor de la sangre y la suposición de la vida después de la muerte está en todas las culturas.
La sangre no solo nos da la vitalidad a los vivos, se encuentra en todos nuestros fluidos, pasa por todo nuestro cuerpo y uno de los puntos más abyectos para cuidarnos de no perderla o de que un vampiro encuentre el goce y su revitalización es el cuello. Ahí donde la carótida late a simple vista cuando nos emocionamos, nos asustamos o nos excitamos. Por eso también Drácula contiene un componente sexual revitalizante que Stoker supo manejar muy bien para no ser censurado en la era victoriana. “Tan solo hay que sustituir el coito por los besos y el semen por la sangre para obtener la novela más explícita de la época desde le punto de vista sexual”, transcribe Leatherdale a James Twichell en Vampire Mith.
“Tan solo hay que sustituir el coito por los besos y el semen por la sangre para obtener la novela más explícita de la época desde le punto de vista sexual” – James Twichell
No es de extrañar que la escena más memorable del Drácula de Francis Ford Coppola sea cuando Mina sorbe, desde el pecho de Drácula, su sangre. Algo que en enfoque y encuadre pornográfico sería asistir a una felación. Tampoco hay que dejar de lado las fantasías de Jonathan Harker durante su visita al castillo de Drácula o la irresistible presencia de Drácula ante Lucy o Mina. La tentación del vampiro hace expresar ante los labios rojos de Mina: “No quería resistirme a él”. Más que el acto de amor romántico de entrega es el summum del amor erótico, por eso el vampirismo siempre vence los preceptos cristianos al tentar y perder la incapacidad de rechazo. Por eso el Drácula de Coppola entra a su habitación al sucumbir Lucy a sus encantos, y en la versión de Netflix Drácula entra a un convento lleno de monjas guerreras lideradas por Agatha Van Helsing luego de que ellas mismas lo retarán a no poder entrar, pero sin contar con la presencia de un poseído nosferatu llamado Jonathan Harker.
Gran parte de la atracción hipnótica del chupasangre de Transilvania para los guionistas y el público del cine es aceptar que la mayoría de los que reconocen su nombre nunca habrán leído la novela. Y ahí reside el mito: en el misterio que vamos recreando desde 1897. Aunque Stoker casi se sale del gótico y de la era victoriana, lo tiene todo, aglutinó toda la era. Aunque el autor no inventó a los vampiros y podemos quejarnos de sus pasajes con monstruos sueltos y holgados y de que sus poemas eran locos e inacabados, deja sin aliento con lo que dice: la verdad.
Cada una de las ediciones de Drácula ha tenido su reclamo de atención: la saga de Anne Rice (que cumplió 40 años), el multimillonario fandom Crepúsculo de Stephanie Mayer y las novelas de Charlaine Harris sobre Sookie Stackhouse, comprada por seis millones de personas, y que generó la serie de HBO True Blood. Drácula nos sigue chupando la sangre y está más vivo que nunca, si no que lo diga Netflix con la nueva miniserie que acaba de estrenar.