THE OBJECTIVE
Cultura

Desde mi ventana: Tempus Fugit

Delirios, aforismos y microrrelatos inspirados por el confinamiento

Desde mi ventana: Tempus Fugit

En The Objective tenemos el placer de publicar en exclusiva los primeros capítulos del nuevo proyecto literario del novelista Álvaro del Castaño, Desde mi ventana, escritos en Londres durante los días de cuarentena.

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“Hoy declaro solemnemente que el tiempo se ha detenido. La cronostasis se ha instalado en nuestras vidas truncadas por el virus”

 

La casa victoriana de ladrillos rojos que jalona Sloane Street se perfila desde mi ventana. El jardín que habita entre ambos hace de escudo protector de la habitual curiosidad de sus habitantes. Bajo mi ventana observo cómo fluye la nada.

El tiempo hasta hace un par de semanas era un bien escaso, pero despreciado en su valor esencial. Era como intentar contener los granos de arena de la playa en mi mano, manteniendo los dedos entreabiertos. Los miles de granitos se perdían, anónimos, totalmente desconocidos. Minutos y segundos inconscientes que nunca tuvieron su oportunidad. Eran abortos temporales, asesinados por un padre al que la vida vertiginosa le tenía cegado. El tiempo habitaba siempre en el maldito futuro, nunca en el presente. Todo eran planes, presupuestos, hipótesis y estrategias. Muerte al Carpe Diem. 

Sed fugit interea, fugit, irreparabile tempus (pero huye entre tanto, huye irreparablemente el tiempo).

Pero hoy declaro solemnemente que el tiempo se ha detenido. La cronostasis se ha instalado en nuestras vidas truncadas por el virus. Einstein ya nos avisó de que el tiempo no era constante, que depende de la velocidad a la que se mueve en el espacio el observador. Y yo me he parado, estático, inmóvil. Stop. Tampoco es constante nuestra percepción del tiempo. He pasado de una espiral cronológica que me abrumaba, una cascada de lapsos infinita que se desbordaba, al aburrimiento más absoluto. El hastío solo aligerado por el vicio de la instantaneidad, del “pio” o el “quetal” tecnológico, que hunde mi mente en el abismo de la nada, anestesiado en un entretenimiento vacuo que ocupa el espacio temporal de mi atolondrada mente. Creo estar activo, presente, alerta, pero estoy muerto. Asco.

Hay que romper con esta esclavitud virtual que nos tiene anonadados. Hay que redescubrir la capacidad de asombrarse con los detalles del universo, de la naturaleza, la literatura, la cocina, la música y el arte. Volvamos a ser niños y dejemos caer los muros que nos separan de la felicidad. Seamos humildes. Expongámonos al dolor de la sorpresa. Esto solo se alcanza rompiendo nuestras ideas preconcebidas, resquebrajando nuestra propio código de experiencias. Tropecemos dos veces en la misma piedra. Ralenticemos nuestro cronos, rompamos las cadenas que nos esclavizan a las pantallas, que narcotizan nuestra propia retina. Redescubramos ahora nuestro abreviado alrededor. Estemos alerta a un total abandono a los sentidos, que no requiere de absolutamente nada más que nuestra máxima atención. Despertemos nuestra capacidad de analizar la belleza, la complejidad de la creación y el equilibrio biológico. Respiremos despacio. Contemos hasta seis para inspirar, tres para albergar el oxígeno en nuestros pulmones, y nueve para expirar. Disfrutemos de estar vivos.

Nos podemos abandonar a la simple belleza de los pequeños detalles que habitan a nuestro alrededor. 

Desde mi ventana disfruto de la espontánea naturaleza que explota en el reducido parque londinense al que tengo acceso. Pero más allá de este, donde antes solo estaban los edificios rojizos de la calle, ahora habita la belleza infinita de los pequeños detalles. 

Aquella gárgola en forma de águila, atenazando bajo sus garra el año 1896, vigila con solemnidad mi desvelo. Juro que nunca estuvo allí. Hasta que la descubrí. 

La esfera que corona sus chimeneas desafía el equilibrio, frágilmente mantenida por un pedestal de piedra que la ancla sin remedio. A su lado, el capitel neoclásico, enroscado por una hiedra pétrea, dialoga con el viento que lo azota descaradamente sin misericordia. 

Una mujer se mira en el espejo que la esconde tras la ventana. Lentamente. Concienzudamente. Metódicamente se peina el cabello. Dos, quince minutos o quizá fue solo un segundo. Ella deposita su peine con tristeza en el quicio de la ventana, y de repente me clava los ojos, como puñales. No parpadea, yo tampoco. 

Abro los ojos. Todos estaban allí desde hace casi un siglo y medio, o desde hace solamente un instante, pero yo nunca los vi. Estaban escondidos de mis sentidos, yacían opacos a la propia fragilidad de mi desgana.

Una flor vive, estalla de color e irradia felicidad. El ladrillo ladra bajo la lluvia, y la gárgola, en silencio, vigila mi nuevo despertar. La mujer me recuerda que estoy vivo.

 

***

 

ÍNDICE

Capítulo 1: Tempus Fugit

Capítulo 2: Mi casa es mi castillo

Capítulo 3: La belleza de la amistad se encuentra levemente implícita

Capítulo 4: Mirada furtiva. Un cuento

Capítulo 5: El gran desnivel

Capítulo 6: Inés

Capítulo 7: Una idea original

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