El bar que se tragó a todos los españoles: Un road play emotivo con un personaje entrañable
La obra es un relato de solidaridad, de lucha, de liberación que mira al pasado a los ojos
Un espectáculo total. Ni tragedia ni comedia, y ambas a la vez. Es posible encontrar escenografías ampulosas, brillantes textos, interpretaciones descollantes, entretenimiento puro, pero pocas ocasiones donde se asista a todos ellos al unísono en un espectáculo total, como el que el Centro Dramático Nacional (CDN) acaba de estrenar. Después de La ternura, la obra que cosechó premios y elogios, Alfredo Sanzol regresa, como director y autor, con una auténtica celebración que recoge precisamente el espíritu del título previo, tan escaso sobre y debajo de los escenarios.
Tierna, desopilante, dinámica, profunda, romántica y brillante, El bar que se tragó a todos los españoles bucea en la identidad y en el pasado reciente de una sociedad a través de un personaje entrañable.
«Por qué resulta un problema para mí escribir la frase: ‘Yo soy española’», cuestiona su propia esencia un personaje al inicio de la obra. Una joven dramaturga explora este obstáculo y, en un bar, advertirá que es a partir de varias incógnitas de su propio pasado el punto de partida para crear un libreto tan original como colectivo a la vez. Comienza así un relato íntimo que se hunde en la génesis de este personaje: la historia de su padre.
El espectador es trasladado a Navarra, en 1942, cuando un niño es enviado por sus padres al seminario con la ilusión de que allí recibirá educación y un futuro mejor. Luego volveremos a encontrar a Jorge Arizmendi en 1963, año donde transcurrirá la mayor parte de la acción de El bar que se tragó a todos los españoles. Aquí comienza la odisea de este un sacerdote navarro que logra sincerarse y expresar su deseo de abandonar los hábitos. Este hombre de 33 años se marcha de España y parte hacia los Estados Unidos, en busca del sueño americano, mientras espera la dispensa papal, aquel permiso donde será reconocido el fin de su vida eclesiástica.
Arizmendi, interpretado por Francesco Carril, como Ulises, se aleja de su pueblo para conocer el mundo, un mundo muy diferente al que se vivía por entonces en España. Texas, Las Cruces, San Francisco, y luego Roma y Dinamarca, en cada sitio, un bar, una isla y una posta donde vivirá una nueva aventura que lo irá transformando.
Arizmendi es un hombre noble, lleno de sueños, inocente, incapaz de dañar, alguien que carga con un pasado doloroso («No hay peor lastre que un secreto que quiere ser contado», lo abrazan) que busca encontrar su identidad («No hace falta decir quién eres porque ni tú mismo lo sabes», lo consuelan). En las casi tres horas que dura la obra, salvo en los primeros minutos, Carril está sobre el escenario. Brilla con su destreza única para darle vida a una criatura que se topará con sirenas y cíclopes. Ítaca, aquel destino al que busca llegar, es una familia, porque ha comprendido, después de haber leído las Sagradas Escrituras tantas veces y de haber rezado durante tantos años que «la eternidad son los hijos».
Más de 50 personajes integran este espectáculo que en el segundo acto se vuelve vertiginoso. Una camarera filósofa (aplaudido personaje, en la piel de Nuria Mencía), Martin Luther King, Margaret Millar, un músico apodado ‘El Pájaro’, camareros con buen corazón, un delicioso sacerdote llamado Chistorro (maravilloso trabajo de David Lorente) y la intrépida e independiente Carmen (interpretada por Natalia Huarte) pueblan este universo sanzoliano. Elena González, Jesús Noguero, Albert Ribalta, Jimmy Roca y Camila Viyuela completan este gran elenco.
El título elegido por Sanzol destaca a otro personaje de esta épica: el bar. Gracias al logrado trabajo escenográfico de Alejandro Andújar (quien también diseñó el vestuario), el espectador asiste a la transformación y creación de distintos bares, todos ellos con su barra, sus mesas y sillas, su estantería con licores y bebidas espirituosas y su máquina de café. En esta narración el bar es testigo silencioso y privilegiado de los hechos, es refugio, confesor y hogar de seres que, como dice el texto al comienzo, se acude para ahogar el dolor. El Frontón, Blue Moon o un sitio chic en El Pardo, no importa la decoración ni el menú porque hay una esencia en todos ellos. El bar es también un espacio de diálogo y de catarsis. Un templo laico donde se celebra un rito diario que trasciende las necesidades alimenticias.
El bar que se tragó a todos los españoles, en el Centro Dramático Nacional, es también el homenaje de Sanzol hacia su padre. De modo especular, como el personaje de la joven dramaturga que conducirá al espectador a su pasado y al pasado de un país, el padre del realizador dejó el sacerdocio, un hecho sobre el cual admitía en la rueda de prensa, no se hablaba en su casa. «Esta obra es una manera de restituir su silencio», expresó Sanzol quien aludió al tópico quevediano «dolor de España». Sanzol, también director del CDN, quien admitió que escribió la obra sin pensar en la puesta en escena, un complejo engranaje, logró cincelar una emotiva road play.
¿Qué une o desata el amor entre dos personas? ¿Qué esperamos encontrar en el otro? ¿De qué modo se puede construir sin resentimiento a pesar de las heridas? ¿En qué momento elegimos ser quien somos? ¿Qué cadenas arrastramos? ¿En cuántas cárceles vivimos? Esta es una historia sobre un país «que vivió con una pistola en la nuca», pero es también un relato de solidaridad, de lucha, de liberación que mira al pasado a los ojos. El bar que se tragó a todos los españoles partirá de gira después de su temporada en la sala Valle-Inclán del CDN (hasta el 4 de abril).