James Suzman: «¿Por qué formamos a la gente para que su motivación sea ganar dinero?»
El antropólogo sudafricano explora la historia de la humanidad en ‘Trabajo’ (Debate) para preguntarse a qué estamos entregando nuestro tiempo
Estamos hartos y de los nervios, la mayoría; con el trabajo, con la ciudad y con la vida. El trabajo escasea y el que existe, bueno, no llena. Y ocupa, eso sí, una tercera parte, cuando menos, de nuestro tiempo: eso sí lo llena. ¿Por qué trabajamos tanto y tan duro? ¿Acaso fue así siempre? James Suzman vive ahora en Cambridge (Reino Unido), pero ha vivido durante treinta años entre cazadores-recolectores, en el desierto del Kalahari; allí la vida sucede de otra manera: sin avances sanitarios ni tecnológicos, sin comida envasada, sin Spotify y sin Netflix; pero con tiempo para el aburrimiento, para vivir con lo justo y sin sobresaltos, bajo el sol y al raso.
—Creo que el motivo del mal humor de los ingleses es el mal tiempo. ¡Me apuesto lo que quieras a que el mal tiempo tiene la culpa del Brexit!
Así no te sientes tan mal por quedarte en casa…
Durante tres meses he ido engordando y engordando. He hecho yoga en la oficina, pero con eso no me basta. En absoluto.
¿Te has salvado del contagio?
Sí, y ya me han puesto la primera dosis de la vacuna. Han sido rápidos por aquí. Es la suerte de haber cumplido los 50 años. Eso me sitúa en la categoría de los suficientemente mayores. La mayor parte de mis amigos están en sus cuarenta y todavía no la tienen.
Los que nos quedamos en Europa vamos mucho más despacio.
Pero me preocupa más la gente que tengo en Namibia y Botsuana. No sé cuándo les va a llegar. Los ju/’hoansi [a media palabra se hace un chasquido de lengua] tienen suerte de haberse librado, o eso pensamos –no les han hecho pruebas–. Creo que o bien no les ha llegado, o bien tienen cierta inmunidad porque han convivido con animales durante generaciones y generaciones. Pero, si les llega la variante sudafricana, será terrible. Muchos de ellos son diabéticos. Muchos de ellos están castigados por fumar y beber, como cualquier comunidad indígena del mundo. Y no creo que lleguen las vacunas para ellos… nunca. Hay que olvidarse un poco de esta estúpida guerra por las vacunas de Reino Unido y la Unión Europea y preguntarse qué hacemos con Nigeria y otros países enormes de África.
Tenemos ese debate aquí mismo: si entregar vacunas a países que también las necesitan mientras seguimos tan mal abastecidos.
Hay que entender que no se puede aplacar el virus si no vacunamos a todo el mundo. Y hay una cuestión que incluso trato en el libro: el asunto del copyright. Tenemos la capacidad de liberar las patentes y ayudar a todo el mundo, tenemos la riqueza y tenemos los conocimientos; pero habitamos un sistema con un extraño concepto de la propiedad que es ridículo y no beneficia a nadie. Porque nadie se beneficia de que no haya una vacuna universal que llegue a todos y evite más sufrimiento.
Este antropólogo tiene una vida fascinante. Acaba de publicar Trabajo. Una historia de cómo empleamos el tiempo (Debate) en castellano –con Bruegel el Viejo en la cubierta– y ha visto lo que muy pocos en Occidente. Suzman habla con un amor genuino sobre los ju/’hoansi, con admiración y curiosidad, sobre su forma tranquila de estar aquí y ahora: trabajan unas quince horas a la semana, el tiempo que les lleva cazar y transportar la presa; a veces les lleva más, es cierto. Pero, se mire por donde se mire, trabajan menos que nosotros porque ¿qué necesidad hay de hacerlo? ¡Viven satisfechos! Suzman analiza el contraste con la visión occidental o confuciana y se adentra en la irrupción de la agricultura, en el modo en que la agricultura nos convirtió en lo que somos y cómo ese ser como somos despertó los monstruos del estrés, la ansiedad y la adicción al trabajo.
No hay nada de malo en aburrirse. Todo lo contrario.
Es un asunto que me interesa mucho. En Occidente tenemos un relato –particularmente fuerte en Estados Unidos y Reino Unido– que rechaza el ingreso vital porque invita a la gente a tocarse las narices. Pero ¡no pasaría eso! Somos una especie que necesita estar ocupada, no podemos vivir en el aburrimiento. Así es como castigamos a los presos. Este libro es la historia de cómo evolucionamos para hacer, para crear. Por supuesto, nos gusta descansar. Pero, si no trabajamos, nos sentimos vacíos. Tenemos depresión, desarrollamos enfermedades. El aburrimiento nos obliga a levantar el culo y hacer algo al respecto.
Y hablas de los ju/’hoansi, a los que conoces bien.
Los ju/’hoansi tienen épocas del año en las que trabajan muy duro, no siempre es fácil; pero durante la mayor parte del año están bien. Y sucede una cosa curiosa. Hay gente que paga 50.000 dólares por matar un elefante, como vuestro rey Juan Carlos. Ellos no lo entienden. Para ellos, la caza es un trabajo. Piensan que deben estar muy aburridos con su vida para hacer algo así. Y, para ellos, el trabajo es físicamente satisfactorio, intelectualmente satisfactorio –estás dejando trampas y pensando estrategias– y emocionalmente satisfactorio. “Hunting makes my heart happy, my belly full and my legs tired” (La caza hace que mi corazón esté feliz; mi estómago, lleno; y mis piernas, cansadas). Y eso explica por qué es fácil descansar cuando trabajas. Si no haces ese trabajo, te aburres y se hace imposible descansar. Si lo haces y te satisface, consigues relajarte.
Pero la insatisfacción es la regla.
Muchos tendemos a pensar que tendríamos que hacer más, sí. Tal vez en el Sur de Europa lidiáis mejor con eso, no sé. Me parece curioso que, lo que nosotros hacemos como afición, ellos lo hacen por trabajo: cazar, pescar, cultivar, lo que sea. Y, tras hacerlo, nos sentimos estupendamente. Los cazadores, a lo mejor, dedican dos días a la caza y el resto no trabajan. Eso nos interesa mucho a los antropólogos. Y fíjate: encontramos, en lugares de muy difícil acceso, pinturas hermosas. Pintan en estos lugares en los momentos en que no tienen que trabajar y se sienten bien de fuerzas. Y tienen tradición musical. Y son contadores de historias. Los ju/’hoansi, cuando se hacen viejos, se dedican a contar historias. La gente se reúne para charlar mientras los niños corretean alrededor.
«Estuve en Botsuana y Namibia y me sentí a gusto. Ya ves, una pequeña decisión terminó por marcar mi vida»
¿Qué hay de esas historias?
Me fascinan. Hablan de cómo ven el mundo, de la relación de los humanos con los animales, y las historias de los ju/’hoansi son extrañísimas. Para mí, claro. No siguen nuestros patrones. En nuestra tradición, tenemos siete tipos de tramas y estructuras. Sus historias son más parecidas a canciones de jazz. Y siempre están ambientadas en una época donde los humanos y los animales eran lo mismo. Tienes animales casándose con humanos, humanos casándose con animales y todos cambiando de forma.
¡Sus propios mitos!
Hay una serie de historias que son básicas. Puede que cien. Pero, cada vez que alguien cuenta la historia, es distinta. Es como partir de un riff de jazz o de blues para luego improvisar. Las historias son una forma de comprender la vida cotidiana, aunque de una manera muy abstracta. Cuando vives con una comunidad de cazadores-recolectores, la cosa consiste en entender algunas normas de comportamiento. Salvo en el mundo de las historias, donde se rompen todo el tiempo. Es casi como un universo paralelo donde la locura tiene lugar. Hay incestos, canibalismo, violencia. Todas estas cosas que las personas reprimen en el día a día. En otro libro que no está en castellano escribo mucho sobre esto. Sobre estas criaturas mitológicas. Ellos hablan mucho sobre la caza. Y sobre convertirse en el animal que cazas. De algún modo, las dos almas se combinan y ves el mundo desde los ojos del animal. Son fantásticas.
La pasión por la antropología te vendría de niño, imagino.
Sinceramente, no estoy seguro. La vida tiene sus propias reglas. De hecho uso una metáfora de los ju/’hoansi. Ellos se van guiando de un árbol al siguiente. Viajan adonde les lleva el viaje. Eso es para mí la investigación. Comienzo con una pregunta y, conforme me muevo, voy dando con respuestas: eso me lleva a nuevos caminos. Cuando viajé al Kalahari, sentí una conexión con la gente que conocí. Hay lugares a los que llego y de los que me enamoro inmediatamente. Pero ponme en Washington y lo odio inmediatamente.
Te pongo en Dubái.
¡Argh! (Ríe). Ponme en el Kalahari. Con este libro quería seguir algunas ideas, de modo que un árbol me llevara al siguiente. Cada paso abría un nuevo set de preguntas. Por ejemplo, sobre el trabajo. ¿Por qué los ju/’hoansi y los cazadores-recolectores, en general, tienen una visión tan distinta de la escasez? Cada respuesta me lleva a nuevas preguntas. Y hay otra respuesta posible: trato de encontrar el sentido de todo esto.
Pero ¿cómo acaba uno en el Kalahari?
Por accidente. De niño, cuando estudiaba en una escuela de Sudáfrica, sentía mucha curiosidad por la vida en la naturaleza. Piensa que crecí en pleno apartheid. Me interesaban las razones de esta separación racial. Quería saber qué ocurría al otro lado. Cuando terminé el colegio, me fui del país porque me solicitaban en el ejército. Y yo no estaba preparado para luchar por el apartheid. De haber luchado, lo habría hecho en el otro bando. Fui a la universidad en Reino Unido y escogí antropología por error. Ni siquiera estaba seguro de qué era. Pero sabía que, al tercer año de carrera, podría irme un semestre entero de viaje. Me pareció estupendo. Después de unos años en Escocia, donde hace mucho frío, quise ir al lugar más caluroso del mundo. El Kalahari me pareció una buena opción. Estuve en Botsuana y Namibia y me sentí a gusto. Ya ves, una pequeña decisión terminó por marcar mi vida.
Me da la impresión de que el libro, en realidad, va de eso: de buscar un propósito.
¡Yo pienso lo mismo! Hay muchos libros que dan respuestas. Yo no quería eso. Yo quería que el libro fuera, en cierto modo, como una galería de arte, que expone una serie de viñetas de la historia. Recuerdo que el editor de mi primer libro me dijo: “Show. Don’t tell” (No digas, muestra). Eso me propuse. Eso y que surgiera de manera orgánica, como quien va de un árbol al siguiente. Al final tiene un mensaje muy fuerte sobre el crecimiento sostenible y la desigualdad, sí; pero yo no tengo respuestas, simplemente traslado preguntas, muestro dónde están los problemas, para que podamos encontrar esas respuestas juntos.
Invitas al debate.
Primero tenemos que poner en común cuáles son los problemas. Las respuestas no son tan sencillas. Mucha gente se las pide a los políticos y los políticos las tienen. Respuestas muy estúpidas, por supuesto. Levantar un muro para mantener a los mexicanos al otro lado, que eso hará América mejor. Sacar a Gran Bretaña de la Unión Europea, que así nos irá mejor. Primero deberíamos comprender el problema, asumir que podemos corregirlo y, después, ponernos de acuerdo para experimentar con una solución. Creo que tenemos los recursos para hacer estos experimentos.
La jornada de cuatro días, por ejemplo.
En España se está haciendo un experimento así. Podemos aprender de eso. Saber si funciona o no. Podemos hacer algo parecido con un ingreso mínimo vital. Comprobar si funciona o no. Pero, al fin y al cabo, nuestro trabajo como escritores es encontrar las palabras para describir lo que los lectores piensan.
«Me tengo que enfocar en lo bueno del mundo. De lo contrario, ¿cuál sería la razón para hacer nada?»
Hay algo absurdo en la forma de vivir de tantos, que sólo piensan en ganar más dinero para un coche más rápido, un restaurante más caro…
Mira, cuando tuve a mi hija hice el experimento. Me fui a trabajar para una empresa que tenía la sostenibilidad por bandera y ese tipo de cosas. Claro, tenía que pensar en mi hija. No tenía ni casa, ni dinero. Todo lo que tenía era un camión en Namibia. Y, en la parte trasera, hachas y espadas y trastos para acampar. No sabía qué hacer. Me dije que, tal vez, había llegado el momento de madurar. ¡Estaba madurando! Me pagaban muy bien y era una empresa bastante ética. Lo que hacía era interesante. Pero, después de siete años, me dije: «Esto es espantoso…». Consumía mi energía. ¡Me consumía! El mundo de los negocios es demasiado extraño para mí. Me preguntaba por qué nuestra sociedad se organiza de este modo. ¿Por qué formamos a la gente para que su motivación sea ganar dinero?
El engaño del dinero.
Lo hablo con estudiantes y recién graduados que son antropólogos extraordinarios, brillantes, y se van a trabajar a puestos donde lo más importante es el dinero que ganan. Lo veo autodestructivo. Y, a la vez, veo que hay mucha insatisfacción dentro de las carreras vocacionales, dentro de los médicos, enfermeros o profesores de escuela, por ejemplo. Sienten que están mal remunerados, poco reconocidos socialmente. Vivimos en una sociedad donde se producen estos desajustes.
Qué hay de tus hijos: ¿están siguiendo tus pasos?
Hmm, no. No. No lo sé. A lo mejor mi hija, que está muy interesada en Japón. Pero sólo tiene 14 años. Está enseñándose japonés. Le gustó cuando la llevé al Kalahari. Estaba relajada. Tal vez ella. Veremos cómo reacciona mi hijo cuando vayamos después del covid.
Y respecto a la humanidad, ¿mantienes la esperanza?
No te creas (Ríe). A menudo me desespera. Pero te diré una cosa: cuando empecé a trabajar con los ju/’hoansi, descubrí lo mucho que habían perdido. En mis primeros tres o cuatro primeros años de trabajo allí, conviví con tipos que eran, básicamente, esclavos. Abusaban de ellos. Les quitaban las tierras. Estando con ellos me decía: si ellos pueden lidiar con el sufrimiento y con esta terrible injusticia, si ellos pueden hacerlo y vivir bien, ¿por qué no voy a esforzarme por ver el mundo con más optimismo? Me tengo que enfocar en lo bueno del mundo. De lo contrario, ¿cuál sería la razón para hacer nada?