Turquía en la encrucijada: la purga social de Erdogan desde las cenizas otomanas
Las protestas estudiantiles contra la selección impuesta de rectores universitarios no son el primer signo de rebelión contra la opresión gubernamental
Inexorablemente se va difuminando la barrera que separa la vida política de la vida general en Turquía y las acciones del poder se endurecen con el paso de los años, en una especie de intento por reconquistar el ideal otomano. Como el cielo antes de dar paso a la noche, el Gobierno turco va cubriendo con su sombra cada una de las esferas de una sociedad dividida. La representación más reciente en este sentido ha sucedido con las protestas estudiantiles que se han prendido a lo largo y ancho de la llamada capital económica, Estambul.
No dudó ni un segundo el presidente Recep Tayyip Erdogan en dar un latigazo a la libertad educativa y sustituir a los rectores de cinco universidades diferentes por representantes simpatizantes con su administración. Aunque la mayoría de los centros educativos no habían emitido reproches, la prestigiosa Universidad del Bósforo no ha vacilado en alzar el puño ante el nombramiento del nuevo rector, Melih Bulu, quien había sido candidato del partido islamista AKP (en el Gobierno) y cuya elección no ha sido votada por el claustro.
Como respuesta a este control forzado, desde el 4 de enero se ha puesto en marcha un despliegue de manifestaciones pacíficas, en las que los profesores se plantaban de espaldas frente al edificio del rectorado, armados únicamente con sus togas, como muestra de su disconformidad. «El hecho de tener un rector que sabemos que no va a proteger los valores de la universidad y la libertad académica sino que va a proteger lo que le viene impuesto desde arriba, es contra lo que nos manifestamos. Lo que queremos es que dimita», ha contado a este diario María Álvarez, catedrática de esta misma universidad.
Por su parte, los alumnos cantaban y gritaban para hacer oír su mensaje, sin violencia. Sin embargo, las fuerzas policiales han respondido con brutalidad a la iniciativa de los jóvenes disidentes, pues Enes Gözüküçük, un estudiante de la Universidad del Bósforo, ha contado a The Objective que «han sido muy estrictos, han utilizado la violencia en el campus y han arrestado mientras gritaban y pateaban. También nos han pegado a muchos de nosotros». Asimismo, en una de las últimas manifestaciones en el barrio asiático de Kadiköy, hicieron uso de gas lacrimógeno, balas de goma y de sus porras. «Algunos amigos míos que ni siquiera estaban allí decían que no podían ver el cielo a causa del gas».
Hasta ahora, ya van más de 528 detenciones e incluso se ha dado la persecución de algunos de los estudiantes hasta sus propias casas, pues Erdogan ha declarado que los implicados no son meros alumnos, sino «personas afiliadas a grupos terroristas». Asimismo, el dirigente turco ha asegurado en el canal nacional TRT Haber que dichas acciones «no tienen nada que ver con la democracia, la persecución de los derechos o libertad de expresión y opinión». En este sentido, las autoridades acusan a los estudiantes de estar en contra de la unidad del país y del islam, pero al mismo tiempo resuenan en las calles casos como el de Şeyma Altunbaş, una estudiante musulmana a la que, esposada y llevada a juicio, le han negado el uso del velo entre amenazas y violencia.
Por su parte, los miles de jóvenes que ya se mueven en varias ciudades del país euroasiático con gestos de apoyo hacia los manifestantes, han emitido, por activa y por pasiva, su intención de actuar únicamente en favor de la democracia y la libertad de expresión, así como por la autonomía educativa. La única respuesta que se ha perpetrado hasta el momento ha sido emprendida a base de golpes y violencia. En este sentido, como primera línea de expresión de los altos cargos, los cuerpos de policía no son sino un mero reflejo del Gobierno turco; y la coerción académica es tan solo una pieza más del complicado castillo de naipes de Erdogan.
Una argolla más en la cadena represiva del Gobierno
Las protestas de la Universidad del Bósforo no son ni el inicio ni una muestra aislada de la censura gubernamental, sino que son una más de las cuentas de un collar muy largo. «Es la gota que ha colmado el vaso» mantiene Álvarez respecto a los sucesos acaecidos. «No es la primera vez que nos sentimos oprimidos por las fuerzas policiales», dice por su parte Gözüküçük.
Después de todo, el intento por dominar la cúpula académica no es reciente, sino que ya desde 2016 Erdogan ha luchado por imponer dirigentes a su antojo. Así, la catedrática de la Universidad del Bósforo ha informado en este medio de que la anterior rectoría fue seleccionada por el presidente, si bien en ese momento sí se tuvo en consideración los valores académicos y la voz de los profesores, quienes estuvieron de acuerdo con la decisión tomada. Por ello, se trata de un proceso que «ha ido poco a poco», dice María Álvarez.
Por lo pronto, esta no es la única iniciativa emprendida por Erdogan que obliga a la comunidad internacional a llevarse las manos a la cabeza. A finales de enero, se recrudecían las limitaciones legales para que las redes sociales operasen en el país de herencia otomana. En este sentido, se obligó a plataformas como Twitter, Periscope o Facebook a designar un representante local, quien tendría la potestad de eliminar publicaciones de acuerdo a los intereses de los tribunales. Aunque lo cierto es que el Gobierno ya se ha tomado libertades en el pasado al respecto, llegando incluso a bloquear los accesos a redes cuando alguna crisis golpeaba sus cimientos.
Igualmente, en diciembre de 2020 se recortó de la misma manera la autonomía de las organizaciones sociales, con la emisión de una ley que permitía al Ejecutivo sustituir a los dirigentes de las ONG, así como cancelar sus actividades. Como consecuencia de este tipo de decretos, resulta sencillo seguir el rastro de los intereses del presidente, que busca, por todos los medios, sentar a dedo en los cargos de autoridad a personas simpatizantes con sus preceptos.
Y no sólo controlar la esfera de toma de decisiones, sino también la libertad ideológica de su pueblo. Como un ejemplo conductor de los hechos, las protestas del parque Gezi, en el centro de Estambul, supusieron en 2013 otro de los muchos polvorines sociales reprendidos por el Gobierno. Los turcos se manifestaron contra la sustitución de un parque por un centro comercial, y como resultado tras los disturbios, 11 personas murieron y más de 8.000 resultaron heridas.
La pugna ideológica de Erdogan
En la carrera por unificar de nuevo su dominio social, se oye hablar en las televisiones nacionales de unidad, de luchar contra los grupos que atentan con la seguridad ciudadana. En el lado contrario, contemplamos ejemplos que verdaderamente ponen en jaque el respeto y la libertad, como que «Twitter ha restringido la cuenta del ministro de interior por su llamada al odio, por los mensajes contra el colectivo LGTBI[contexto id=»383891″]», evidencia María Álvarez.
Esto no es más que una representación tangible de la profunda división social en la que se encuentra el pueblo turco: por una parte, los jóvenes precursores de ideas progresistas y liberales, que en su mayoría se oponen a los principios radicales de Erdogan. Por otra, una mayoría más adulta que se aferra a los ascuas ardientes de un Gobierno integrado profundamente por valores islamistas.
Como consecuencia, se ha puesto en marcha una irónica táctica para mantener los intereses políticos, en la que se utilizan acusaciones de terrorismo para restringir el derecho de libertad de expresión. En la que la crisis sanitaria por coronavirus[contexto id=»460724″] es utilizada como excusa para prohibir las protestas pacíficas y en la que todavía se ahoga con soga a la oposición.
Al fin y al cabo, Turquía ha aterrizado sobre una república en la que el dirigente ostenta el poder, antes dividido, de presidente y primer ministro; y puede emitir decretos sin necesidad de aprobación parlamentaria. Asimismo, la ideología dominante se intenta imponer en casi todas las esferas de la vida, dando la espalda constantemente a los principios kemalistas que dieron inicio a la democracia. Todo ello sobre un escenario de miedo ante la pérdida del control interno, pues Erdogan ya no ostenta las alcaldías de Ankara y Estambul, las ciudades más importantes del país, que han quedado en manos de la oposición.
Pero más profundamente yace el núcleo principal de esta hoja de ruta y que representa la verdadera pugna a la que se enfrenta el pueblo turco: la implantación de un islamismo creciente sin parangón. Pedazo a pedazo, como una hormiga, Erdogan levanta de nuevo la artillería pesada contra la secularización del país euroasiático. El padre de la democracia turca, Atatürk, ya sentó las bases para la «occidentalización» de Anatolia en la primera mitad del siglo XX. Sin embargo, gestos como la reconversión de la Basílica de Santa Sofía al Islam, la construcción incesante de mezquitas, las restricciones sobre el consumo del alcohol o la represión contra colectivos como el LGTBI, entre otras cosas, rompen con todo crecimiento liberal.
Contra todo pronóstico, movimientos sociales como los vividos en las últimas semanas en el país intercontinental, crean una fuerte barricada contra los planes ideológicos gubernamentales. De hecho, algunos estudios como el publicado por Konda, demuestran que en la última década el número de religiosos ha disminuido del 55% al 51% y el número de ateos se ha triplicado hasta representar el 5% de la población.