Jordi Amat: “No conviene escribir el pasado en blanco y negro; eso solo existe en las películas antiguas de Walt Disney”
Borja Bauzá conversa con Jordi Amat a raíz de su libro Largo proceso, amargo sueño que ha llegado esta primavera a las librerías de la mano de Tusquets.
Largo proceso, amargo sueño (Tusquets) ha llegado esta primavera a las librerías. Es un ensayo de historia intelectual que no debería pasar desapercibido. Lo que Jordi Amat (Barcelona, 1978) cuenta en sus más de 400 páginas es importante: cómo y cuándo se reactiva el catalanismo que cayó fulminado en la Guerra Civil. Un catalanismo que, con el paso del tiempo, ha mutado hasta convertirse en el movimiento independentista que mantiene en jaque al Estado de 1978. Resumiendo: Amat nos explica dónde empieza el presente.
El libro es, en realidad, la versión revisada –revisadísima– y en castellano de El llarg procès (Tusquets), una obra que generó bastante polémica cuando se publicó por primera vez en Cataluña, allá por el 2015. Porque a Jordi Amat, que pasa gran parte del día buceando en archivos, investigando la correspondencia privada de autores como Josep Pla o Jaume Vicens Vives y reflexionando sobre lo que se va encontrando, no se le ocurrió otra cosa que cuestionar el relato oficial del procès. Ese que presenta la Guerra Civil como una guerra de España contra Cataluña y ese que considera que no hubo un solo intelectual catalanista que comulgase con el franquismo. Nada más lejos de la realidad, según el investigador barcelonés.
Amat, que está especializado en analizar las relaciones entre cultura y política en el siglo XX, también ha escrito Els laberints de la llibertat. Vida de Ramon Trias Fargas (La Magrana), que fue galardonado con el Premi Gaziel 2009, Com una pàtria (Edicions 62), que fue galardonado con el Premio Octavi Pellissa, y La primavera de Munich (Tusquets), que fue galardonado con el Premio Comillas de Historia, Biografía y Memorias. Es, además, el autor de La conjura de los irresponsables (Anagrama), una crónica de la crisis constitucional que atraviesa España en la que señala quiénes son sus principales hacedores, qué debieron no hacer e hicieron y viceversa. Spoiler: hay para todos.
Fuera de las librerías se le puede leer regularmente en La Vanguardia y The Objective.
Pese a todo lo sucedido en los últimos meses –sesiones del Parlament de septiembre, referéndum de octubre, elecciones de diciembre, encarcelamiento de líderes políticos independentistas, etcétera…– observo que Barcelona está muy tranquila. ¿Qué clima se respira actualmente en Cataluña?
Yo diría que actualmente vivimos instalados en una extraña normalidad. Es decir, el día a día parece transcurrir con normalidad pese a estar sumergidos en una situación muy anómala, sobre todo en términos políticos e institucionales. El día de Sant Jordi es un buen ejemplo: fue una jornada espléndida, tan espléndida como lo ha sido otros años, pero es cierto que se podía ver a gente luciendo la rosa amarilla y se podía escuchar a escritores solidarizándose con los políticos represaliados.
En términos estrictamente políticos, la sociedad catalana se encuentra en el mismo punto desde hace tiempo: entre un 47% y un 48% de las personas que votan apuestan por la independencia. Lo que sucede es que, a partir de otoño, los bloques –el independentista y el no independentista– han ido cerrándose cada vez más. Hay menos porosidad. El otro día una encuesta arrojaba un dato preocupante: el apoyo a los partidos contrarios a la independencia se correspondía, sobre todo, con la gente castellanohablante mientras que el apoyo a los partidos independentistas se reducía, sobre todo, al entorno catalanohablante. Dicho en otras palabras: parece que el consenso alcanzado por la sociedad catalana durante la última etapa del franquismo se está resquebrajando. Pero la clase política no parece darse cuenta.
Situémonos en el 1-O. Estoy seguro de que, cuando los historiadores estudien el conflicto catalán, ocupará un lugar destacado en las crónicas. ¿Te sorprendió lo que pasó ese día?
Ese día tenía que llegar. Digamos que tuvo cierta naturaleza catártica tras años y años de acumulación de emociones. Mucha gente llevaba mucho tiempo queriendo votar, queriendo ser consultada. Eso por un lado. Y, por el otro, Mariano Rajoy y su gobierno llevaban años intentando impedir que un día así llegase. Todos los actores implicados fueron creando, en los últimos tiempos, las condiciones oportunas para que el 1-O tuviese la intensidad emocional tan brutal que tuvo. Y ojo, que todavía no sabemos cuáles van a ser las consecuencias de ese día. Es más: yo todavía no sé definir muy bien qué fue exactamente el 1-O.
Una semana antes de aquel día, durante las fiestas de La Mercè, publiqué un artículo en La Vanguardia titulado “Un fracaso colosal” –que es, por cierto, la frase con la que cierro La conjura de los irresponsables– en el que argumentaba que ya nadie tenía la capacidad para alterar una dinámica que iba a desembocar, sí o sí, en una jornada conflictiva. Es lo que ocurrió.
Si no estoy mal informado, tú decidiste ir a votar pese a que, en un principio, no querías hacerlo. ¿Qué significó para ti esa jornada?
Mira, yo siempre he sido muy crítico con el desarrollo del procès. Lo sigo siendo. Pero ese día, gustase más o gustase menos, todo el mundo entró en el torbellino informativo y emocional. Cuando sabes que tu sobrina está en un colegio electoral, cuando te dicen que tu hermano ha decidido, esa mañana, constituir una mesa y escuchas que le puede caer una multa tremenda, cuando ves que al lado de tu casa están pegando a gente que solo quiere votar porque la policía ha recibido órdenes de impedir ese voto y la única forma que tiene de impedirlo es golpeando a las personas… nada de eso te puede dejar indiferente. Fue un día de locura. El teléfono hervía. Y, finalmente, decidí bajar a votar. Lo hice no solo por la llamada de un amigo de Mallorca que me pidió que votase en su nombre, aunque fuese en blanco; también porque sentí la necesidad de hacer algo. El 1-O fue un día en el que no podías quedarte en casa. Voté sumamente entristecido, eso sí, y me obligué a repensar mi posición no ya en torno a la cuestión de la independencia, sino en torno a ese movimiento civil del que no formaba –ni formo– parte pero que de alguna manera ha resultado ser poderosísimo. Los pocos minutos que estuve en el colegio electoral percibí un sentimiento de comunidad muy denso. En fin: no me llevo un buen recuerdo del 1-O, pero no tengo ninguna duda de que para miles de catalanes supone un día importantísimo en su biografía política.
En los días posteriores al referéndum se podía saborear la euforia, mal disimulada en algunos casos, del independentismo; medio planeta abrió telediarios con las cargas policiales de Barcelona. Y en la derecha española muchos aplaudieron la actuación de la policía; su única queja, dirigida al gobierno de Rajoy, era que no se habían dado suficientes palos. Pero hubo un tercer grupo de personas que tampoco hizo demasiado esfuerzo por distanciarse emocionalmente de lo ocurrido: los periodistas extranjeros.
Para la prensa internacional Cataluña se convirtió, de repente, en un parque de atracciones.
¿Cómo valoras su cobertura?
Hubo un momento en que dije que no quería entrevistarme con más corresponsales. Pero antes de tomar esa decisión participé en un documental que producía la cadena ARTE y tuve una conversación muy interesante con una de las periodistas que trabajaban en él. Resulta que en ese documental lo que hacían era entrevistarte y luego, hacia el final de la entrevista, te ponían unas imágenes de lo sucedido el 1-O y tú las comentabas, si querías. Bien. Pues esta periodista me contó que la persona del PP a la que llamaron para participar, cuando llegó esa última parte, en lugar de decir nada o de quedarse en silencio, se quitó el micrófono, se levantó y se fue. Tiene su lógica: el PP no tenía ningún discurso preparado para explicar lo sucedido ante una audiencia internacional.
Eso es algo que acusaron los corresponsales extranjeros. El gobierno no se molestó en explicarles qué estaba pasando. En mi opinión, adoptó una mentalidad muy del mundo de ayer: pensó que si se cerraba en banda el problema pasaría de largo. Decidió que la opinión pública europea daba igual. Pero esa mentalidad generó un vacío. Un vacío que chocó con el episodio épico que se estaba desarrollando enfrente: una ciudad global como Barcelona en la que miles de personas se organizan al margen del Estado para intentar ejercer el derecho a voto, y que son reprimidas por la policía, firmando así la derrota del propio Estado. Porque ese día el Estado perdió la batalla. Es cierto que conforme fueron pasando los días hubo algunos editoriales que entraron a analizar la calidad democrática del referéndum. Pero al principio los corresponsales solo contaban con una secuencia de imágenes poderosísimas que no tenían manera de contrastar con el gobierno porque éste guardaba silencio.
La falta de contexto también fue un denominador común. Daba la sensación de que algunos enviados especiales no sabían muy bien cómo se había llegado al 1-O.
Muchos de los periodistas extranjeros que llegaron a Barcelona no tenían ni idea de lo que se estaba cociendo en Cataluña hasta poco antes de plantarse en la ciudad. De lo cual se deduce que no existe un espacio europeo real a la hora de informar. Aquí, en Cataluña, en medio de Europa, estaba pasando una cosa muy gorda y la gran mayoría de europeos no tenía ni la más remota idea del conflicto al margen de cuatro brochazos mal tirados.
Antes has dicho que el Estado perdió la batalla el día del referéndum. ¿Puedes explicarte más?
El 1-O la mitad de los ciudadanos de Cataluña –la parte de la ciudadanía que ha estado movilizada durante años– se plantó y escenificó un referéndum sin el permiso del Estado. Es decir: vimos algo muy parecido a un empoderamiento real. Lo que no sabemos es si esa performance, tan épica y tan fascinante, podrá convertirse en algo constructivo a medio plazo. Podría quedarse en éxito estéril; una performance sin mayor recorrido.
En ese sentido el 1-O no deja de ser una variante de lo que ocurrió hace no tantos años en Grecia. Los griegos se convocaron a sí mismos para decir que no estaban de acuerdo con determinadas propuestas, pero al statu quo le dio absolutamente igual. Tenía la fuerza necesaria como para imponer su criterio. Eso lo único que consigue es acrecentar el divorcio entre una ciudadanía descontenta y unas estructuras de poder que no encuentran la manera de soldarse nuevamente. Creo que ahora mismo en Cataluña estamos atravesando algo parecido.
Es decir, que pese a la “extraña normalidad” que mencionabas antes, la frustración va en aumento.
Sí, la frustración va en aumento. Sigue habiendo miles de personas movilizadas y estoy seguro de que si se repitiesen las elecciones pasado mañana el resultado no sería muy diferente al de diciembre. Además, hay picos de intensidad relacionados con las decisiones judiciales. Cuando meten a alguien en la cárcel o cuando a alguien le rechazan un recurso algo se mueve. Son jornadas convulsas en las que se palpa una tristeza cada vez más enrabiada.
Tristeza enrabiada. Eso no invita al optimismo…
No, no, claro que no.
Pero los independentistas van consiguiendo cosas. Por ejemplo: han conseguido poner a Cataluña en el mapamundi.
Bueno, sí, está la idea de la internacionalización del conflicto, de que fuera se sepa que Cataluña es algo más que sol, playa y la Sagrada Familia. Es una de las consecuencias políticas del 1-O. Aunque permíteme una comparación: las consecuencias políticas de Mayo del 68 son regresivas, pero ninguno de los que participaron en aquello desprecia el episodio. Todos esos viejos estudiantes sostienen, todavía hoy, que aquello fue determinante en sus biografías. Que Mayo del 68 los transformó individualmente.
¿Qué quieres decir?
Quienes se manifestaron en Mayo del 68 no consiguieron los objetivos políticos que perseguían. No obstante, esa experiencia, esa vivencia, los convirtió en sujetos de su tiempo. Y eso puede tener consecuencias sobre la idea de sociedad que estás construyendo. En Cataluña quizás hayamos alcanzado un punto parecido: las movilizaciones y el referéndum puede que no sirvan para alterar el statu quo, pero puede que sí sirvan para iniciar una dinámica dentro de la sociedad catalana. Date cuenta de que muchos de los que participaron en la organización de la consulta se sentían parte de un movimiento clandestino. Puede que nadie les estuviese persiguiendo a ellos en concreto, pero la percepción general era que se la estaban jugando, y en consecuencia fueron abrazados como héroes locales. Lo que yo me pregunto es: ¿cómo se ha interiorizado eso en la construcción de la ciudadanía catalana? Puede que las consecuencias políticas del 1-O, al margen de lo de situar a Cataluña en el mapa, sean negativas para el independentismo. Pero hay otros enfoques. Para el que participó en la consulta, la vivencia puede resultar transformadora.
Algo que contar a sus nietos.
Exacto. El clásico “yo estuve allí”. Y pasarán los años y los nietos empezarán a preguntar no ya solo si estuvieron allí sino también lo que hicieron allí.
¿Crees que lo ocurrido en el último año tendrá como consecuencia generaciones futuras más radicales?
Hace poco mis editores organizaron una presentación del libro a la que siguió un coloquio que, por cierto, grabó Netflix para incluirlo en un documental que están preparando sobre el tema. El caso es que en ese coloquio participaron varios políticos, y, en un momento dado, uno de ellos dijo algo muy interesante: que hay una generación de catalanes que ha madurado políticamente socializándose en un ambiente de conflicto.
¿El famoso adoctrinamiento?
Bueno, a mí lo del adoctrinamiento me parece una idea equivocada a la hora de explicar lo que ha ocurrido.
Entonces, ¿qué ha ocurrido?
Pues que ha existido, y existe, la voluntad de construir un marco nacional de comprensión de la realidad. Un marco nacional en clave estrictamente catalana. Y nadie ha contrarrestado ese marco presentando otro; un marco nacional español atractivo para las nuevas generaciones de catalanes, por ejemplo. Es decir: el marco nacional catalán ha ganado por incomparecencia de alternativas. ¡No ha tenido competencia! Durante décadas ha sido posible crecer en Cataluña viviendo lo español como algo completamente ajeno. Nunca ha existido una propuesta atractiva por parte de la llamada “españolidad”. Y ese es, para mí, uno de los grandes déficits del Estado del 78: no haber asumido como una necesidad democrática la creación de un marco nacional que haga énfasis en la pluralidad cultural del territorio. Eso habría permitido contrarrestar los discursos de los nacionalismos periféricos. ¿Me explico?
Sí, sí. Perfectamente.
Te pongo un ejemplo práctico: el libro Largo proceso, amargo sueño cuenta cómo, durante el franquismo, se reformulan distintas propuestas del catalanismo desde la oposición. Pues bien: ese es un legado de cultura intelectual y de cultura política que convendría asumir en el resto de España como parte del patrimonio compartido. Ayudaría a entender lo que está pasando, desde luego. Ha sido necesaria la crisis de otoño –las sesiones del 6 y 7 de septiembre en el Parlament, caso claro de autoritarismo parlamentario, y luego el referéndum– para que muchos comprendan el calado del problema. Un problema que requiere una respuesta activa. Una respuesta activa que pasa por una determinada decisión gubernamental, por supuesto, pero que también pasa por comprender que si tú desprecias la cultura política de esos compatriotas tuyos, los catalanes, difícilmente vas a llegar a buen puerto.
Es una queja que también he escuchado enunciar a algunos intelectuales independentistas. Sostienen que en el resto de España no existe ningún afán por comprenderles. Que nadie quiere conversar con ellos.
Siempre he pensado que la consolidación de la democracia en España pasa por un reconocimiento de la diferencia cultural; por la necesidad de crear espacios donde esa pluralidad se articule con normalidad y no como una prótesis extraña que se tiene que sufrir. Y, al margen de la responsabilidad democrática que encerraría una actitud semejante, es que te estás perdiendo un capital cultural interesantísimo. Un capital cultural que el Estado no debe percibir como algo ajeno. Porque si no ocurrirá, como de hecho ha ocurrido, lo de la profecía autocumplida: como esta gente no nos hace caso –piensan muchos catalanes– y no sabe cómo somos, pues no queremos estar con ellos. Es un silogismo tramposo, claro, pero si tú has sido capaz de construir una esfera cultural al margen de la esfera cultural española, y los vasos comunicantes brillan por su ausencia, lo que te encuentras son dos campos culturales completamente autónomos.
Hay un episodio muy interesante en el libro: cuando, en pleno franquismo, se publica la correspondencia que mantuvieron Miguel de Unamuno y Joan Maragall. Eso parece abrir los ojos de Dionisio Ridruejo, entre otros, y a partir de ahí se montan las conferencias de Segovia que buscan reconocer España como un ente culturalmente plural o, como dirían algunos después de la dictadura, plurinacional…
Para mí no es relevante plantearlo en términos de nación, porque además eso genera muchas discusiones. Me basta con plantearlo como una convivencia enriquecedora de tradiciones culturales que, en ocasiones, entran en conflicto. Pero es que el conflicto no me parece mal, siempre y cuando se desarrolle en el campo del discurso.
Ya que hemos entrado a comentar aspectos de tu libro, te quería preguntar: ¿por qué decidiste escribirlo?
A mí siempre me ha interesado mucho la historia cultural, la historia intelectual. Y, dentro de esa especialidad, hace tiempo comenzó a fascinarme la idea de repensar la cultura durante el franquismo; comprobar que, durante la dictadura, reapareció una corriente intelectual que apostaba por la democracia y cuestionaba el orden establecido por Franco. Así que me puse a estudiar el tema y me topé, claro, con la revista Destino y la figura de Josep Pla. Tanto la revista como el cronista catalán resultaron ser elementos intelectuales ambiguos, con un largo recorrido en el tiempo, y precisamente por eso muy difíciles de ubicar. En esas estaba cuando, casi por inercia, comencé a revisar el relato que ha construido el catalanismo dominante sobre la historia cultural de Cataluña durante el franquismo. En resumidas cuentas: el libro replantea la visión canónica que ha establecido el catalanismo hegemónico.
De ahí la polémica cuando salió publicado en catalán…
La polémica surge por varios motivos. En primer lugar, por una escena del libro en la que critico a todos esos intelectuales catalanes que, lejos de conducirse con sentido crítico, le hacen el juego a la clase política construyendo un relato donde los matices, los tonos grises y la complejidad brillan por su ausencia; véase el famoso simposio “España contra Catalunya”. En segundo lugar, porque soy yo quien hace la crítica; y es que es una crítica que se hace mucho desde ‘fuera’, desde el españolismo, pero muy pocas veces desde ‘dentro’, desde el catalanismo. Y, en tercer lugar, la polémica también viene porque el libro intenta poner de manifiesto que la retórica de “todos los catalanes, independientemente del bando, perdimos la guerra” es una retórica tramposa. Hubo catalanes que ganaron la guerra y hubo catalanes franquistas que, aun siendo franquistas, buscaron formas de reactivar el catalanismo democrático. Sucede que muchos, debido a su ambigüedad política, fueron posteriormente silenciados por el catalanismo hegemónico. A mí, sin embargo, me parece que vale la pena mostrar a esas personas y situarlas en su justo contexto; un contexto, el de la reactivación del catalanismo, en el que había intelectuales de la “resistencia”, pero, también, intelectuales colaboracionistas.
Como Gaziel o el propio Pla.
El personaje de Gaziel es interesantísimo; el corresponsal de guerra, el analista político y, por último, el intelectual que tiene que vivir medio escondido durante la posguerra. Además, es el ejemplo típico de alguien que podría pasar por un intelectual ‘puro’ del catalanismo de no ser por su performance durante la Guerra Civil, cuando trabajó para los franquistas. Como digo, Gaziel es un caso francamente interesante, y más interesante todavía es contrastar lo que se atrevía a decir él desde dentro de España y lo que se podía decir en el exilio. En el exilio existía un gran campo de libertad para opinar. El problema era que la opinión de los exiliados tenía muy poca importancia dentro de España. Por eso la gente del interior es la que más me interesa; gente que estaba condicionada por la dictadura pero que no obstante intervenía de una determinada manera en el debate intelectual que intentaba construir una nueva cultura política. La revista que he citado antes, Destino, o la propia iglesia catalana, que desde muy temprano apostó por un regionalismo que más tarde mutó en nacionalismo y resistencia antifranquista. No conviene escribir el pasado en blanco y negro; el blanco y negro solo existe en las películas antiguas de Walt Disney. En la historia suele haber muchísimos grises, y son esos grises los que a mí me interesan. La ambigüedad.
¿Es cierto que, a raíz de la publicación del libro, se publicó un artículo en el que te llamaban falangista?
Sí. Ese artículo me lo dedicaron después de la entrevista que me hizo Carles Geli para El País. En un momento dado, Geli me preguntó si una de las tesis del libro se podía resumir en que la revista Destino, que habían fundado unos falangistas catalanes en Burgos durante la Guerra Civil, hizo más por el catalanismo que la revista Serra d’Or, publicada a partir de 1960 por la Abadía de Montserrat. Contesté que, en mi opinión, sí. Entonces me dedicaron ese artículo.
Pero es que ahí, precisamente ahí, se concentra la impugnación del mito que la ortodoxia del catalanismo ha construido sobre qué ocurrió durante la posguerra en Cataluña. En la revista Destino. Y es un ejemplo muy doloroso para el catalanismo hegemónico porque también toca a la figura de Josep Pla; alguien que fue un colaboracionista de Franco y que por eso no ha sido reconocido oficialmente como alguien que colaboró en la restitución de la catalanidad. Pla jamás será galardonado con el Premi d’Honor de les Lletres Catalanes porque se desenvolvió fuera de ese espacio que nunca se dejó contaminar por la dictadura franquista. A fin de cuentas, es un premio que no solo reconoce la labor literaria sino también una determinada conducta política. Premia la pureza. Una pureza que sí existió, ojo, y por la que yo siento un enorme respeto. Sí hubo gente que decidió no colaborar bajo ningún concepto con Franco. La “resistencia” a la que me he referido antes.
Como el poeta Carles Riba, por ejemplo, a quien también dedicas unas cuantas páginas en el libro.
Justo. Carles Riba, a diferencia de Josep Pla y otros, decidió guardar silencio durante la posguerra. Ello le reportó una legitimidad tanto moral como intelectual. En mi opinión, todo sumó: sumó Carles Riba y sumó Josep Pla. Pero también creo que Josep Pla sumó más que Riba; Pla, con su ambigüedad política, fue más influyente y capaz de llegar a muchísima más gente. Hay que tener en cuenta que en aquellos años la mayoría de los españoles no eran especialmente franquistas, pero tampoco especialmente antifranquistas. Riba interactuaba con una minoría muy concienciada políticamente. Pla, en cambio, interactuaba con cientos de miles de personas que no tenían un criterio político definido. Su labor, o la del historiador Jaume Vicens Vives, fue mucho más sutil. Y probablemente también mucho más eficiente y constructiva.
Hay algo que me resulta curioso: todo ese análisis pormenorizado del pasado de determinados intelectuales para ver si se les encuentra alguna vergüenza no se da en el caso del abad Escarré; todo un símbolo de la resistencia catalanista durante el franquismo pese a que al principio su relación con la dictadura no fue mala.
Escarré empieza teniendo una relación muy fluida con Franco. Pero luego, a lo largo de la década de los 50, él y Montserrat en su conjunto pasan de abrazar el regionalismo a abrazar el nacionalismo. A partir de ahí el distanciamiento va a más hasta que, en 1963, Escarré concede una entrevista a Le Monde. En ella critica la dictadura sin pelos en la lengua. Las reacciones son tremendas y finalmente se tiene que marchar de España. Esa fue la performance que blanqueó su biografía. Una biografía interesantísima, por cierto.
Y es precisamente en Montserrat donde surge Jordi Pujol.
En 1946 un joven de 16 años solo tenía dos marcos de actuación posibles: la Iglesia Católica y Falange Española. Si el joven buscaba activismo en clave catalana, Falange Española quedaba descartada. En Madrid era otra historia; en la división madrileña de Falange sí surgió disidencia. Pero en Barcelona era muy complicado, sobre todo si esa disidencia salía por la tangente catalanista. Así que un jovencísimo Jordi Pujol decidió involucrarse en grupos juveniles católicos, donde muy pronto empezó a despuntar. De ahí pasó a llevar a cabo acciones de oposición política; redacción de panfletos, conferencias, etcétera.
¿Cuándo pasa de actor a símbolo del catalanismo político?
El punto de inflexión es una campaña contra Luis de Galinsoga, el director de La Vanguardia que a finales de los 50 exclamó “todos los catalanes son una mierda” en público. Es cuando Jordi Pujol pasa de ser un actor a ser un símbolo. Aunque no fue algo improvisado; he tenido acceso a las cartas que demuestran que toda la campaña, y el rol de Pujol en ella, respondía a una estrategia pensada por un tipo llamado Josep Benet al que yo he dedicado diez años de mi vida académica. Benet es quien dice qué hacer y cuándo hacerlo; es él quien ve la importancia de presentar en sociedad a alguien que ejerza de símbolo para poder presionar al gobernador civil y es él quien sugiere el perfil de un joven católico para que los tecnócratas franquistas del Opus Dei tengan dudas a la hora de pedir represalias. Benet fue la eminencia gris del catalanismo católico y una figura trascendental en toda esta historia.
Antes te he preguntado por las razones que te llevaron a escribir Largo proceso, amargo sueño. Ahora me gustaría preguntarte por lo que esperas conseguir con el libro.
Me considero un equidistante militante y las historias que cuento, los textos que escribo, pretenden tender puentes que fomenten la interrelación entre los diferentes campos culturales españoles. Por ejemplo, entre el campo cultural castellano y el catalán. Porque si los equidistantes no intentamos construir puentes, esos puentes no van a existir. Otra cosa es que los puentes ya no interesen; siempre pensé que sería un mediador quien tendría la solución a toda esta crisis, pero ahora estoy convencido de que no. En cualquier caso, me gustaría recuperar un espacio para el diálogo. No un espacio de negociación, sino de reconocimiento mutuo. Nos hace falta de manera urgente.
Última cuestión: antes has dicho que en otoño tomaste la decisión de no hablar con más corresponsales extranjeros. ¿Por qué?
Porque entendí que solo estaban aquí, en Cataluña, por el espectáculo. No estaban aquí ni por mí ni por los míos. Que no es que me parezca mal; su trabajo es, a fin de cuentas, informar del espectáculo que tienen delante. Pero en cuanto comprendí que no me iban a ayudar llegué a la conclusión de que era una pérdida de tiempo tratar con ellos.
¿A qué querías que te ayudasen?
A tender puentes.