Cocina de primavera... ¿de verdad?
Muchos productos silvestres adquieren en la primavera sus cualidades más gloriosas y delectables. Merece la pena ir en su busca.
Son demasiados los barcos cargados de espárragos peruanos, son muchos miles de kilómetros de plástico cubriendo invernaderos en el sureste español, es creciente el predominio de las cadenas de supermercados -con su clara preferencia por una oferta uniforme a lo largo del año- sobre los tradicionales mercados cubiertos, se han generalizado los congelados de casi todo… Son, en fin, muchas las circunstancias que para el consumidor medio han vaciado de sentido el concepto de ‘cocina de temporada’, porque da la impresión de que podemos comer de todo en todo momento.
Pues todo eso es cierto… o casi. Y la primavera es, junto al otoño, el mejor momento de comprobar que aún hay diferencias. Este año, por cierto, es una primavera que puede parecer ya tardía, pero que está en plena sazón porque el frío y la lluvia nos han acompañado hasta hace bien poco.
Las diferencias: algunos productos silvestres, los que no han podido aún ser cultivados de manera comercial, solamente -o mayoritariamente- o muy primordialmente, fructifican en primavera, y otros adquieren en esta temporada sus cualidades más gloriosas y delectables. Merece la pena ir en su busca.
Un ejemplo claro es el de algunos tipos de hongos que veremos, frescos -y no es lo mismo que uno seco y rehidratado- en esta temporada más que en ninguna otra: el caso de la colmenilla (Morchella esculenta) es el más notable, pero tampoco es mucho más larga la temporada del rebozuelo (Cantharellus cibarius), «chantarela», para los afrancesados. Otros, como la seta de cardo (Pleurotus eryngii) o los miembros nobles de la gran familia de los hongos Boletus, tienen fases de crecimiento mucho más largas.
Siguiendo con los vegetales -las setas, aunque también hijas de la tierra, no lo son-, es el momento de olvidarse del bote y la lata y de comprobar el tenue dulzor y el aroma de unos espárragos blancos navarros o riojanos recién cosechados, o de unos espárragos verdes de ésos que seguimos llamando «trigueros» aunque, desde que los trigales se laborean con tractor hayan desaparecido de ellos.
Igual de sorprendentes, si aún podemos encontrar algunos -¡y pagarlos!-, que su temporada es brevísima, son los guisantes lágrima, ya sean de Guipúzcoa o del Maresme, tan etéreos y a la vez intensamente sabrosos que, francamente, parecen otra especie diferente de la que el resto del año conocemos como «guisante».
Los invernaderos han igualado casi todo lo demás, pero si aún encontramos unas fresitas del bosque sí que tendremos, también ahí, el sabor de la primavera.
Dando el salto a lo que los cocineros modernos gustan de llamar «proteína animal», las grandes diferencias estacionales están en los pescados, o al menos en las especies que aún no han conseguido estabular en la llamada acuicultura, como son las doradas, las lubinas, los rodaballos… Es, sobre todo, la temporada de los pescados azules.
Las todavía baratas sardinas y las repentinamente caras y escasas anchoas (boquerones o bocartes, según dónde los busquen ustedes) encabezan la lista. Pero ahora en mayo empieza el mejor momento de los túnidos y el del gran bocado que -hasta que la cosa japonesa y el culto por el atún rojo nos invadieron- fue siempre, en España, el de esta época del año: la ventresca (o ventrisca) del que, también según los lugares de su pesca, llamamos bonito del Norte, atún blanco o albacora.
En las carnes las diferencias se han atenuado tanto que es casi inútil insistir en su temporalidad: el ciclo natural del cordero, por ejemplo, era el invierno para el lechal y la primavera para el justamente llamado «pascual». Pero las técnicas de reproducción modernas han avanzado que es una barbaridad, y la diferencia de calidad entre un lechal de enero y otro de mayo apenas es distinguible para el común de los mortales, incluidos los llamados expertos.