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Medio Ambiente

Chernóbil: el desastre nuclear que, tres décadas después, mantiene enfrentada a la comunidad científica

En esta entrega de Otras Fronteras explicamos el conflicto universal que no deja de crecer a causa de lo ocurrido en un lugar hoy inhabitado: Chernóbil.

Chernóbil: el desastre nuclear que, tres décadas después, mantiene enfrentada a la comunidad científica

Siempre que tiene ocasión Svetlana Alexievich, la escritora bielorrusa que ganó el Nobel de Literatura en 2015, comparte una anécdota de lo más curiosa: aunque su libro sobre Chernóbil –Voces de Chernóbil (Debolsillo)– le llevó más de diez años de trabajo fue, sin embargo, el más fácil de sacar adelante. Quien esté familiarizado con el estilo de Alexievich sabe que sus obras se sostienen sobre las entrevistas que realiza a cientos de personas normales y corrientes sobre episodios históricos que les han pasado por encima: la Segunda Guerra Mundial, la cruzada soviética en Afganistán, la caída de la Unión Soviética, etcétera. Ella acude a un lugar que le parece pertinente, enchufa la grabadora y se pone a preguntar. Qué opina de esto, cómo vivió aquello, qué notó cuando sucedió tal cosa, qué pasó entonces. Y así, poco a poco, va haciéndose una idea del sentir colectivo. Cuando cree que ya tiene suficientes testimonios regresa a su pequeño apartamento de Minsk y se pone a escribir. Su intención es trasladar al lector qué pensaron, sintieron y padecieron los protagonistas anónimos de las grandes historias.

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Imagen: Superminimaps para The Objective.

¿Por qué su investigación sobre Chernóbil resultó más fácil que otras? “La razón es que ninguno de sus interlocutores –personas que vivieron en el área afectada por el desastre– sabía cómo tenía que hablar del tema”, explica la periodista rusa Masha Gessen, que pasó un tiempo entrevistando a Alexievich para un perfil que luego publicaría la revista The New Yorker. En los demás libros, cuando la escritora preguntaba sobre otros eventos de la historia de la Unión Soviética, se topaba con una narrativa ya establecida; con el relato ‘oficial’. Las personas interrogadas, aunque no tuviesen cargo político o responsabilidad alguna, tendían a dar la versión de los hechos comúnmente aceptada en lugar de compartir sus experiencias e impresiones personales. “Pero cuando se puso a preguntar sobre Chernóbil –prosigue Gessen– descubrió que era muy fácil acceder a las historias de la gente porque no existía un relato oficial. La prensa soviética ofreció poquísima información sobre el desastre y tampoco había libros, películas o canciones al respecto; existía un vacío”.

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«Incluso ante el fin del mundo, el hombre seguirá siendo el mismo, igual que es ahora. Siempre.» Frase del libro ‘Voces de Chernóbil’ | Imagen vía Editorial Debate.

En realidad ese vacío ha existido hasta hace muy poco tiempo. Y no sólo en las antiguas repúblicas soviéticas. También en Europa, Estados Unidos y otros lugares ha imperado el desconocimiento. Sí, hay expertos –científicos, activistas, periodistas y algún divulgador– que han tratado de arrojar luz a lo ocurrido aquella madrugada del 26 de abril de 1986 en la central nuclear Vladímir Ilich Lenin, pero sus artículos, documentales y exposiciones rara vez escapaban del reducido grupo de interesados en el desastre nuclear. Las pocas noticias que trascendían lo hacían o porque abordaban alguna excentricidad –turistas dándose una vuelta por la vieja central– o porque informaban del progreso en las labores de confinamiento del reactor que voló por los aires.

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Reactor 4 de Chernóbil. | Imagen vía Wikipedia vía Autoridades Soviéticas.

El libro de Alexievich también sufrió este vacío. Aunque se publicó en Rusia en 1997 los lectores estadounidenses no pudieron disfrutarlo hasta la década siguiente, cuando en 2005 una pequeña editorial independiente llamada Dalkey Archive Press decidió traducirlo. Una tendencia que continuó en otros idiomas; salvo excepciones, quienes recogieron el testigo fueron editoriales pequeñas. Hasta que la llegada del Nobel de Literatura lo cambió todo. Hoy su trabajo se puede encontrar en cualquier librería. También desde entonces, en gran parte gracias a Voces de Chernóbil, el interés por el desastre nuclear ha aumentado exponencialmente. Y con él las preguntas, la polémica y los enfrentamientos.

 

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El principal debate en torno al desastre de Chernóbil tiene que ver con la muerte: ¿cuántas víctimas mortales ha dejado el pepinazo? Las cifras van desde el medio centenar arrojado por un informe del Comité Científico sobre los Efectos de la Radiación Atómica, un número admitido como válido por las autoridades del lugar, hasta las 800.000 víctimas mortales que sostiene el experto medioambiental ruso Alexey Yablokov. Entre medias uno puede encontrar de todo: la Organización Mundial de la Salud ha estimado que los muertos causados por Chernóbil son unos 9.000, expertos de la Agencia Internacional para la Investigación del Cáncer sostienen que antes de que termine el presente siglo aquel desastre habrá dejado 16.000 cadáveres sobre la mesa y un estudio llevado a cabo por los activistas medioambientales Ian Fairlie y David Sumner argumenta que hay entre 30.000 y 60.000 personas destinadas a morir por culpa del cáncer que habría generado Chernóbil. Greenpeace también tiene su cifra, por supuesto: la ONG cree que ya hay 200.000 personas fallecidas y otras 100.000 que perecerán en las décadas siguientes.

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Turista haciendo fotos de las máscaras abandonadas en una base soviética cerca de la Central Nuclear | Foto: Valentyn Ogirenko | Reuters

Aunque el periodista científico Antonio Villarreal ha detallado en un artículo los cálculos detrás de las diferentes cifras podría decirse, resumiendo mucho, que la discusión principal gira en torno a qué efectos secundarios ha generado la explosión del reactor nuclear. El problema reside en la naturaleza del enfrentamiento, porque resulta que no se está enfrentando la comunidad científica contra la creencia infundada de ciertas personas. Al contrario: el enfrentamiento es, precisamente, entre expertos en la materia. Y, claro, ¿a quién creer?

Valga, a modo de ejemplo, la polémica que ha levantado un ensayo publicado hace apenas unos meses por la académica Kate Brown, experta en historia nuclear, y titulado Manual for Survival (Manual de Supervivencia). El libro no sólo está escrito por una profesora del MIT que ha tenido acceso a archivos hasta ahora sellados; además ha sido aplaudido por la revista Nature y otros expertos como John R. McNeill, un historiador de Georgetown especializado en cuestiones medioambientales, y Alison MacFarlane, científica de la Universidad George Washington y ex directora de la Comisión Reguladora Nuclear. Pero es que también ha tenido a muchos colegas enfrente. Los más destacados serían Jim Smith, científico de la Universidad de Portsmouth especializado en analizar los efectos de la radiactividad, y Geraldine Thomas, catedrática de Patología Molecular en el Departamento de Cirugía y Cáncer del Imperial College de Londres.

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Imagen vía kobo.com

En su ensayo Kate Brown, que viajó a la famosa zona de exclusión y realizó entrevistas sobre el terreno a la población ucraniana y bielorrusa que continúa viviendo en los alrededores, analiza los efectos a largo plazo de la explosión nuclear y concluye que muchos científicos, animados por las autoridades de las principales potencias del mundo, alteraron las estadísticas relativas a la mortandad ocasionada por el desastre para que la población mundial no se echara a la calle a obligar a sus respectivos gobiernos a renunciar al armamento nuclear. Brown argumenta que la nube tóxica liberada tras la explosión causó y sigue causando todo tipo de enfermedades más allá del cáncer de tiroides.

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La Central Nuclear Vladimir Ilych Lenin en 2013, al fondo se observa el nuevo domo de contención (New Safe Confinement) en construcción. | Foto: Ingmar Runge | Wikipedia

Los detractores del ensayo –recordemos: científicos que también llevan estudiando el accidente de Chernóbil y sus efectos desde hace varias décadas– dicen que buena parte de los problemas de salud que sufrió la población de Ucrania y Bielorrusia expuesta a los efluvios de la central nuclear en los años siguientes tenía su origen en las condiciones de pobreza que trajo consigo la caída de la Unión Soviética. En cuanto al aumento de enfermedades mentales, la razón no sería tanto la radiación de Chernóbil como el histerismo provocado a raíz del accidente y la sensación de ya estamos condenados, vamos a morir que mucha gente asumió como una certeza impepinable.

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Casa de un poblado abandonado cerca de Pripyat, Ucrania. | Foto: slawojar 小山 vía Wikipedia bajo Licencia Creative Commons.

“El quid de la cuestión es la atribución”, declaró Geraldine Thomas a la revista Forbes. “Para atribuir un determinado efecto a una determinada exposición debes tener una referencia con la que poder comparar, y además tener en cuenta el método que se utiliza para verificar esa comparación”. Los detractores de Brown no niegan que lo sucedido en Chernóbil ha tenido efectos en la salud de las personas, sobre todo en la salud de las personas que estuvieron directamente expuestas al desastre, pero sí discuten conclusiones y cifras que consideran alarmistas. Es el caso del cáncer de tiroides. Existe evidencia bastante fuerte de que la explosión aumentó las posibilidades de desarrollar esta enfermedad, pero ahora se sabe que de todos los casos registrados en la región “sólo el 25% puede atribuirse a la radiación”, según Thomas.

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Edificio abandonado en la ciudad de Pripyat | Foto: Valentyn Ogirenko | Reuters

Si uno indaga un poco puede observar cierto choque ideológico detrás de la polémica. Muchas de las fuentes que utiliza Brown en su libro pertenecen al campo del activismo antinuclear. Es el caso del científico Wladimir Wertelecki, a quien Brown cita en varias ocasiones. Wertelecki ha colaborado con la activista antinuclear australiana Helen Caldicott en algunos proyectos. “Kate parece haber recurrido a la versión de los ‘sospechosos habituales’ al tiempo que desprecia estudios que han pasado los filtros de exigencia impuestos por la comunidad científica. Los ‘sospechosos habituales’ siempre cuentan buenas historias, pero no suelen tener una pizca de evidencia. Desgraciadamente la ciencia, cuando se investiga como es debido, suele ser aburrida. Puede que ese sea el problema”, sentencia Thomas.

Esta discusión tiene su variante ecológica, también. Son muchos los informes, artículos y documentos audiovisuales que han mostrado cómo la fauna y flora de la zona de exclusión –una zona de 2.600 kilómetros cuadrados alrededor de Chernóbil en donde, teóricamente, no puede haber presencia humana– lleva desde 1986 experimentando un progreso extraordinario.

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Zorro aparentemente no radioactivo posa para los turistas que visitan la ciudad abandonada de Pripyat| Foto: Valentyn Ogirenko | Reuters

Según los informes de los científicos medioambientalistas que se han dedicado a analizar la evolución de la naturaleza en un lugar tan radioactivo, los primeros efectos fueron claramente perniciosos. Se detectó, por ejemplo, una menor presencia de animales (muchos habrían muerto por culpa de la radiación) o, incluso, animales con malformaciones. Asimismo, un área hasta entonces habitada por gran cantidad de pinos escoceses cambió de color –los pinos escoceses, al morir, adquirieron una tonalidad anaranjada– y fue rebautizada como “el bosque rojo”. Los biólogos que examinaron el lugar concluyeron que aquella era una de las zonas más radioactivas del planeta. Tiempo después las autoridades ordenaron la tala y posterior quema de todos aquellos árboles.

En los últimos años, sin embargo, las cosas parecen haber cambiado. Los expertos llevan tiempo notando cómo la población de mamíferos –y en especial de lobos, jabalíes y ciervos– no para de aumentar. Es más: se han registrado avistamientos de un tipo de lince característico de esa región y de osos pardos; animales que ya se daban por desaparecidos del territorio.

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Visitantes alrededor del radar soviético OTH (Over the Horizon) llamado ‘Duga’, cerca de la Central Nuclear de Chernóbil. | Foto: Valentyn Ogirenko | Reuters

¿Qué conclusión sacar de todo esto? Quizás la respuesta más famosa la haya dado el biólogo estadounidense Robert J. Baker cuando aseguró que “podría decirse que el peor accidente nuclear de la historia no ha sido tan destructivo para la vida salvaje como la actividad humana”. En otras palabras: la zona de exclusión –y los animales y plantas que la habitan– estaría mejor sin respirar el aire que respira pero, en cualquier caso, estaría todavía peor si el lugar estuviese plagado de personas. De todas formas, el propio Baker aseguró en un paper académico publicado en el año 2011 que a pesar del tiempo transcurrido la comunidad científica todavía “no ha podido explicar con claridad el abanico de efectos ecológicos causados por el desastre radiológico”.

 

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Voces de Chernóbil, el libro de Alexievich, fue el texto en el que se inspiró el director y guionista estadounidense Craig Mazin para producir la serie de televisión más aplaudida de los últimos años: Chernobyl (HBO/Sky). Le ha gustado incluso al irreverente Carlos Boyero, azote del postureo cinematográfico y hombre que no tiene complejos en nadar contracorriente cuando procede. Pero no todo han sido alabanzas. Precisamente por el vacío informativo que citaba Masha Gessen muchos han asumido que la serie es un documental bien narrado y han decidido que su visionado equivale a comprender qué sucedió aquella noche de 1986, por qué sucedió lo que sucedió y qué se hizo al respecto.

Esto ha molestado a quienes sí se han molestado en estudiar lo ocurrido.

La propia Gessen escribió una crítica en The New Yorker donde explica que Mazin y su equipo han tratado de reproducir las dinámicas de la sociedad soviética de los años 80 y sus relaciones de poder… fallando estrepitosamente en el intento. “La serie tiende a moverse entre la caricatura y la estupidez”, dice la periodista rusa. Un ejemplo de caricatura: cuando el vicepresidente del Consejo de Ministros soviético, Boris Sherbina, amenaza con ejecutar a Valery Legásov, prominente químico de la Universidad de Moscú, si este no le explica cómo funciona un reactor nuclear.

“Hay mucha gente, en la serie, que actúa como por miedo a recibir un disparo. Esto es impreciso: las ejecuciones sumarias, o incluso las condenas a ser ejecutado por capricho de un miembro del apparatchik, no se estilaban en la Unión Soviética posterior a los años 30. En líneas generales, el ciudadano soviético hacía lo que le decían sin necesidad de amenazas”, explica Gessen.

¿Y un ejemplo de estupidez? Según la periodista rusa hay unos cuantos. Por ejemplo: cuando Legásov se sorprende de la corrupción que recorre las entrañas del sistema y se pregunta, retóricamente, si es que ha pasado demasiado tiempo en un laboratorio. “No, no ha pasado en un laboratorio tanto tiempo como para no saber cómo funciona el sistema. De hecho: si no hubiese sabido manejarse dentro de ese sistema, nunca habría tenido un laboratorio”.

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Ulyana, la valiente (e inexistente) paladina de la verdad. | Imagen vía HBO.

Gessen reserva su mayor salva para el personaje de Ulyana Khomyuk, una científica bielorrusa completamente ficticia creada para representar a todos aquellos científicos que sí existieron y ayudaron a Legasov a gestionar la crisis de Chernóbil. El problema de Gessen no es tanto que el personaje sea inventado –una licencia sin más– como la actitud que despliega: sabe lo que sucede desde el primer minuto y se dedica, incansable, a intentar demostrar la verdad jugándose la carrera y posiblemente la libertad. El clásico personaje –añade Gessen– sacado de la factoría Hollywood que en la vida real ni existe ni se le espera.

En fin: “Ante la ausencia de una narrativa sólida sobre Chernóbil, los creadores de la serie han recurrido al esquema de una película de catástrofes. Un puñado de personas provoca el desastre y luego hay otro puñado de personas, valientes y sabelotodo, que termina salvando Europa y que, de paso, le cuentan al mundo la verdad”. Y remata: “Es cierto que Europa sobrevivió; pero no es cierto que alguien supiese la verdad, o la contase”.

No opina muy diferente Rafael Poch, el veterano corresponsal de La Vanguardia en Moscú y el Este de Europa. La explosión de Chernóbil le cogió en Hamburgo, trabajando para la Agencia de Prensa Alemana (DPA). En un artículo publicado en CTXT explica el histerismo imperante en Alemania después de lo ocurrido y comparte un par de anécdotas sobre los viajes que realizó en los meses siguientes a Rumanía y Bielorrusia. En su opinión, la serie recrea muy bien los escenarios pero no tan bien la psicología soviética. “Los personajes centrales –asegura Poch– han sido caricaturizados para que encajen en la habitual estructura maniquea de la industria del entretenimiento gringa, alérgica por definición a las realidades de tonos grises, precisamente las que dominaban en la URSS y en la humidad en general”.

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Imagen del reporte de RTVE vía RTVE.

Tampoco podía faltar la crítica procedente de la comunidad científica. Un artículo firmado por Michael Shellenberger (uno de los principales representantes del ecomodernismo) en Forbes pasa por alto la recreación de la mentalidad de la época en ese lugar del mundo y tampoco se detiene a analizar si las relaciones de poder entre oficiales y científicos soviéticos están bien o mal traídos. Lo que hace, en cambio, es atacar la forma de presentar los efectos que la radiación tuvo en la población de Prípiat y contrastar lo que se ve, o se insinúa, en la serie con datos médicos aportados por Naciones Unidas y por diversos expertos. La conclusión viene a ser que la serie exagera determinadas consecuencias para alimentar el pavor que ya de por sí despierta la energía nuclear.

La serie de Craig Mazin, como antes el libro de Kate Brown, se ha convertido en un ring al que la comunidad científica sube para ampliar sus diferencias.

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