Una aproximación a la cocina silvestre
En el libro ‘Silvestre’ se condensan investigaciones científicas recientes y toda la sabiduría ancestral sobre la influencia de las plantas en la gastronomía occidental
Permítanme, por una vez, arrancar con una anécdota familiar. Hará 50 años, teníamos en casa una sirvienta entrañable que, cada vez que veía a mi padre comer espinacas, exclamaba impresionada: «¡Caray con el señorito! Siempre comiendo verde, como las vacas».
En su visión simplista de la alimentación de posguerra, aquellas hojas no eran dignas (y menos tras tantas hambrunas) de ser ingeridas por un hombre hecho y derecho, urbano, ilustrado y bien situado. Tal era el desconocimiento o el desprecio –los dibujos animados de Popeye se encargarían de hacernos cambiar de opinión– que había entonces en algunos estratos de la España rural desplazada respecto a determinadas verduras.
Viene al caso esta historia porque, poco antes de las vacaciones estivales, cayó en mis manos el libro Silvestre (Planeta Gastro, 2022), un proyecto del Basque Culinary Institute (BCI) en el que se condensan investigaciones científicas recientes y toda la sabiduría ancestral sobre la influencia de las plantas en la gastronomía occidental. Una obra coral, dirigida por Sasha Correa y Raúl Nagore, que ni cuenta con firmas mediáticas ni se perfila como súper-ventas, pero que merece sin duda ocupar un espacio destacado en la biblioteca de cualquier gourmet leído –foodies abstenerse–, ya que es el trabajo más riguroso y documentado que se ha publicado hasta ahora en nuestro país sobre el tema.
El Basque Culinary Center, huelga presentarlo, es una institución académica y de investigación, con sede en San Sebastián, que está integrada por dos centros: la Facultad de Ciencias Gastronómicas, adscrita a la Universidad de Mondragón, que imparte un grado en Gastronomía y Artes Culinarias –con sus consiguientes másters–, y el centro de investigación BCC Innovation. Este último trabaja relacionando la cocina con la ciencia y el emprendimiento, además de desarrollar proyectos como este libro, que incluye –junto a consejos de recolección y algunas recetas– un extenso catálogo de 180 plantas y hierbas silvestres de la península ibérica, «analizadas desde la mirada y el conocimiento compartido de botánicos y cocineros, fruto de años de investigación, con el que invita tanto a curiosos como a profesionales de la restauración a salir a la naturaleza a buscar tesoros en una despensa insospechada».
Por supuesto, existen manuales previos sobre el tema bastante aceptables, como Cocinar con hierbas de muchas maneras de Karin Leiz (RBA, 2013) o Herbarium de Caz Hildebrand (Thames & Hudson, 2017), que se alejaban del estilo de los herbarios decimonónicos para modernizar el discurso con simpáticos platillos y trucos. También profeso un gran respeto por la vocación investigadora de Rodrigo de la Calle, el chef de la revolución verde, que ha plasmado sus hallazgos en recetarios tan interesantes como Gastrobotánica (Temas de Hoy, 2010), Cocina verde (Planeta Gastro, 2017) o Amor por la tierra (Primaflor, 2020).
Y qué decir de las varias publicaciones de Andoni Luis Aduriz, desde Clorofilia (Cuadernos Mugaritz, 2005) hasta el Diccionario botánico para cocineros (Libros del Atajo, 2007), en colaboración con el fitólogo François-Luc Gauthier, que han contribuido, en tiempos oscuros, a ensanchar la mente de muchos aprendices de guisanderos verdes que no llegaban más allá de echar perejil a todos los platos, al más puro estilo Arguiñano. ¡Chapeau por visión precursora y su dedicación! Pero este libro es otra cosa puesto que se centra en las plantas más indómitas, desde el abedul hasta el zumaque.
En palabras de Joxe Mari Aizega, «desde el comienzo de su andadura, en el Basque Culinary Center nos esforzamos por estar al tanto de las tendencias que van pautando el devenir de la gastronomía y por ser parte de esa evolución, por promoverla e impulsarla». Por eso, hará unos seis años, viendo la relevancia que había adquirido el mundo de las plantas silvestres, se pusieron manos a la obra para explorar sus aplicaciones culinarias y las técnicas más adecuadas para sacar partido a cada una de ellas, lo que ha desembocado en este libro.
«Esa investigación, que sigue abierta actualmente, está dando lugar a un conocimiento que no se queda en el laboratorio, sino que también ha entrado en nuestras aulas», explica el director del BCI en el prólogo de Silvestre. «Estamos convencidos de que la mejor manera de contribuir a la evolución de esta corriente es educar en ella a las futuras generaciones. Este libro aspira a brindar una herramienta útil para todos aquellos que se animen a internarse en el mundo de las plantas silvestres, bien de forma activa, saliendo al monte a recoger hierbas sobre las que poner en práctica los usos y las técnicas que aquí se explican, bien como fuente de información para comprender el verdadero potencial que ofrecen los paisajes que nos rodean».
Comparto con el director del BCI la fascinación por una actividad, la de la recolección de plantas para su consumo, «que nos había acompañado desde la noche de los tiempos y se está convirtiendo en un todo un emblema de la innovación y la vanguardia». Ahí está, para demostrarlo, la labor constante de chefs de influencia planetaria como Michel Bras, Andoni Luis Aduriz (Mugaritz), René Redzepi (Noma) o Virgilio Martínez (Central), que han demostrado a lo largo de las últimas décadas cómo el empleo de las hierbas salvajes en cocina resulta, no solo un elemento diferenciador, sino el reflejo fiel de un paisaje y de su cultura botánica, además de una prueba incuestionable de sensibilidad con el medio ambiente y conexión con el entorno.
«Hubo un tiempo en el que nuestros mayores no distinguían entre gastronomía, farmacopea y magia. Pusieron nombre a todo aquello que les era útil para la vida incluidas las plantas que por sus cualidades eran curativas, terribles venenos o simplemente deliciosas. La domesticación de las plantas mediante la agricultura ha destruido en parte esta relación tan íntima entre el hombre y la naturaleza», apunta el prefacio del libro Clorofilia, donde Andoni y su equipo quisieron reivindicar una selección de variedades silvestres para entablar un nuevo diálogo con la clorofila. Y de eso trata una de las corrientes coquinarias que más satisfacciones me han dado desde finales del siglo pasado, surgida paralelamente a la cocina molecular pero más apegada al suelo.
Aún recuerdo mi primer encuentro con ella, primavera de 2000, en un pueblito perdido de la Provenza interior. En la villa de Lourmarin, en esa fascinante zona del Luberon que el novelista británico Peter Mayle se encargó de poner de moda a través de numerosos libros de vivencias. No había cumplido 30 años y Edouard Loubet ya era el más joven dos estrellas Michelin de Francia, oficiando en la cocina de Le Moulin de Lourmarin. Probamos el foie con sirope de pino y el cordero servido en una cacerola de cobre sobre un nido de tomillo de monte. Y aquello fue una revelación. Al día siguiente, recorrimos con Edouard el campo circundante y su huerto, confirmándose el encantamiento al probar diversos brotes in situ: sabores salvajes y penetrantes que poco o nada tenían que ver con las hierbas domesticadas de producción masiva que llegaban a los supermercados de nuestra ciudad. ¿De dónde venía todo eso?
Supe luego que Loubet había sido alumno aventajado del conflictivo Marc Veyrat, en la montañosa Saboya. El cual, a su vez, debía algo de enseñanza y complicidad –hasta que se enemistaron por una cuestión de egos– a Michel Bras, el filósofo ermitaño residente en la célebre población navajera de Laguiole. Y fui tirando de la manta, visitando y conociendo a ambos, como impulsado por una cruzada en pos del conocimiento botánico, sin más objetivo que el propio disfrute.
«Loubet es sólo un copión, me imita hasta en el sombrero», me espetó un día Veyrat, en un arranque de sinceridad y bravuconería. «Yo llevo estudiando el campo toda mi vida y creo que no he asimilado ni un 20 por ciento de las posibilidades culinarias que nos ofrece. Hay que leer, ser humilde, pasear, observar». Atendiendo a las palabras del pendenciero Veyrat, en mi siguiente viaje a Provenza opté por recalar en otras maisons, lo cual me permitió descubrir dos de mis direcciones favoritas de la región, ambas con cultivos propios y una soleada cuisine du potager que conquista a cualquiera: La Fenière (Lourmarin) y La Chassagnette (Le Sambuc), dos templos del productos hortícola donde quizá no realicen destilaciones de bulbos –ni falta que hace–, pero sí que son capaces de proponer una docena de variantes antiguas de tomate y otro tanto de albahacas que creíamos perdidas. O sea, amor por el terruño y empeño en la recuperación de una flora en peligro de extinción.
Me decidí luego a estudiar un poco y compré el Herbier gourmand (Hachette, 1997), tratado de plantas que Veyrat había escrito junto al científico François Couplan. Ahí descubrí los asombrosos usos de la artemisa, el salsifis, la acémila y otras maravillas. Prosiguiendo en mi investigación, leí después La cuisine vagabonde (Fayard, 1999), de Jean Philippe Derenne, un profesor de medicina, amigo de Bras y de Alain Passard, que logra reflejar en sus páginas la ensoñación de recorrer los prados mirando hacia abajo. Y por fin, visité a Bras en su santuario minimalista y zen.
Cuenta la leyenda que nuestro hombre recolectaba sus vegetales más asilvestrados durante sus sesiones diarias de jogging por el Aubrac. Y probablemente, en sus orígenes, fuera verdad. El caso es que se inspiraba en el paisaje regional hasta para hacer un rape pochado en aceite de olivas negras –«reflejo de los cielos nublados de mi valle», solía narrar–; mientras que su obra cumbre, piedra filosofal del movimiento, la famosa gargouillou, combinaba en total libertad, según las estaciones, verduras, hierbas, hojas, flores, frutas, granos germinados… «Sólo tienes que confiar en la inspiración para jugar con las tonalidades», sentenciaba. El resultado es un plato casi espiritual, que nunca sabe igual, pero que siempre transmite la misma sensación de reencuentro.
Después, las ganas de seguir aprendiendo me llevaron a recorrer algunos países más, tras la pista naturalista, visitando a mesoneros escandinavos tan mediáticos como Rasmus Kofoed (Geranium), Magnus Nillson (Fäviken) o el citado René Redzepi (Noma), hasta estadounidenses como Dan Barber (Blue Hill at Stone Barns), con el mayor huerto que he visto jamás a disposición de un chef, o el chicaguense Charlie Trotter (RIP), el cual acababa de lanzar en 2003 el movimiento raw, (crudo), con un recetario iconoclasta firmado en comandita con Roxanne Klein. «Se trata de crear platos con verduras, hojas, raíces, frutos secos… servidos en crudo. A partir de cierta temperatura, la cocción rompe las enzimas y resta gran parte de los nutrientes a los alimentos. Por eso, en vez de cocinarlos, resulta mejor laminarlos, deshidratarlos o incluso licuarlos», me aclaró entonces.
«Hace 15 años que las verduras son el alimento que más disfruto cocinando porque ofrecen complejidad, profundidad, sabor, texturas, por no mencionar una extraordinaria gama de colores y formas. En cualquier restaurante del siglo XXI, se tendría que prestar atención a esta corriente», añadía Trotter. ¡Qué gran visionario y cuánto echamos de menos su rigor y su compromiso en estos tiempos ridículos de postureo innecesario y quinoa transgénica!
Aproveché igualmente los años que viví en París para entrar en el círculo Alain Passard, el famoso chef que, en plena crisis de las vacas locas, anunció que dejaba de servir carne para consagrar su menú a los productos de la huerta. Fue «la revolución de las verduras», como proclamaba en un titular el periódico parisino Libération. «Quiero ser el primer tres estrellas que sólo sirva hortalizas en su restaurante», anunciaba el cocinero en una entrevista.
En enero de 2001, aquella declaración de intenciones marcó el inicio de algo mucho mayor. Y, aunque nuestro hombre ha vuelto a servir un poco de carne en sus menús, es constante la presencia de los productos que le llegan diariamente desde sus magníficos viveros en el Château du Gros Chesnay: dos hectáreas de terreno en Fillé-sur-Sarthe, a 220 kilómetros de París. Cada día, de madrugada, según la leyenda, un empleado de L’Arpège acude en tren de alta velocidad hasta este vergel del valle del Loira para traer a la rue de Varenne los productos de temporada recién cortados y en sazón. ¿Se imaginan poder visitar dichas instalaciones con su propietario y darse luego un pequeño banquete informal en el propio château, en compañía de amigotes comunes descorchando algunos vinos gluglú? Pues, bien, también lo hice. Pero no daré detalles para no avivar las envidias.
Desde hace ya dos décadas, dos jardineros se ocupan a tiempo completo de las 16 parcelas simétricas del Gros Chesnay, siguiendo un sistema de rotaciones. Agricultura ecológica y respetuosa con la biodiversidad. Nada de productos químicos de síntesis, nada de tractores. Sí, en cambio, pesticidas e insecticidas de origen vegetal y caballos para arar sus tierras, que acogen alrededor de 150 tipos de vegetales, frutas y hortalizas, así como una treintena de plantas aromáticas y flores comestibles, con las que el chef hace maravillas.
«En las hierbas y verduras –me instruía– he descubierto una paleta de colores y sabores fascinante. Pretendo hacer de ellas un producto noble, realzar su finura gustativa con cocciones muy simples. En ese sentido, el trabajo del fuego es crucial para no perjudicar la textura de los vegetales y evitar que se evaporen sus esencias, jugar con el calor para que las hortalizas conserven su luminosidad y su transparencia».
Por fin, un día llegué a visitar a un émulo de druida como es el suizo Stefan Wiesner (Gasthof Rössli), que aún oficia en la casa en la cual nació en el centro del pueblo de Escholzmatt, mientras recolecta hojas, brotes y tallos en la Reserva de la Biosfera de Entlebuch, a los pies de los Alpes. Y allí tuve una revelación en forma de plato: sopa de nieve al humo de la hoguera. Un bocado atávico con aroma a agujas y brotes de abeto, aderezado con espuma de leche y caldo de rebeco, que te trasladaba muy lejos de lo que entendemos en la era actual por un restaurante sofisticado de alta cocina de vanguardia. Un maldito mesón pueblerino pleno de au-ten-ti-ci-dad.
Luego, el carnet de ruta me conduciría por tierras españolas, donde pude descubrir la influencia de todos los maestros antes citados en las nuevas generaciones de cocineros españoles comprometidos con el entorno; desde Aduriz hasta Rodrigo de la Calle, pasando por Fernando del Cerro (Casa José, Aranjuez), Dani Ochoa (Montia, San Lorenzo de El Escorial), Oriol Rovira (Els Casals, Sagàs), Nando Jubany (Can Jubany, Calldetenes), Miguel Ángel de la Cruz (La Botica, Matapozuelos), Lucía Freitas (A Tafona, Santiago de Compostela) y tantísimos otros. ¡Qué maravilla haber visto crecer y desarrollarse –cual planta– esta tendencia vegetal en nuestro país!
Hoy se cuentan por docenas los restauradores de la piel de toro que cultivan su propio huerto y le dan el consiguiente protagonismo en sus platos, empezando por la televisiva Pepa Muñoz (El Qüenco de Pepa, Madrid). Hasta la guía roja de Michelin ha desarrollado un nuevo galardón, la estrella verde, que distingue desde hace un par de años el compromiso de numerosos establecimientos con el medio ambiente y la sostenibilidad. Y, sin caer en el radicalismo de la clorofila, quien más quien menos se enorgullece últimamente –sobre todo en los pueblos– de practicar una cocina de kilómetro cero. O sea que esto no hay quien lo pare.
Al final de tan fenomenal recorrido, la única verdad que he encontrado es el poderoso influjo de la naturaleza sobre las personas, esa vida secreta de las plantas a la cual Stevie Wonder dedicó un álbum magistral en 1979, que servía como banda sonora de un documental de Walon Green, basado en el libro The Secret Life of Plants (1973) de Peter Tompkins y Christopher Bird.
«El hombre –me dijo un día Aduriz– debe tratar de entender la naturaleza para estar en paz consigo mismo». Acaso el misterio de la cocina de los vegetales y las plantas (silvestres o cultivadas como es debido) radica en algo tan simple como esa necesidad vital, esa búsqueda del equilibrio interior que entronca con el entorno, las raíces y las energías cósmicas. O bien, simplemente, como bromeaba Joan Roca, es que de pequeños nos atrevimos un día a probar la hierba fresca o incluso la tierra del jardín y, desde entonces, se nos quedó ese sabor grabado obsesivamente en la memoria gustativa y el ADN del paladar.