Temporada de setas: meses de fiesta para la cocina micológica
Aunque las temperaturas están retrasando su llegada a los bosques, estamos en época alta de setas. Con las primeras brumas, los hongos hacen aparición
La estación otoñal es la de la recolección de setas. Los bosques empiezan a salpicarse de habitantes que conforman un paisaje mágico gracias a sus peculiares formas, tamaños, colores y sombreros. De entre el medio millón de especies que habita en nuestro planeta, unas cuantas familias de setas resultan particularmente apreciadas por su valor gastronómico.
A mediados de septiembre (este año seguro algo más tarde) los experimentados buscadores comienzan a localizar los primeros boletus, los funghi porcini de los italianos, una de las especies que goza de mejor reputación culinaria. Desde esa fecha y hasta fines de noviembre, van a la caza y captura del valioso hongo, de carne densa y melosa, con aroma y gusto que recuerda a la avellana tierna; el que llaman, según cada zona, cabezón, viriato, seta de calabaza, sureny (los catalanes), madeirudo (los gallegos) o miguel (en el norte de Castilla, ya que su recogida coincide con la fiesta de San Miguel, el 29 de septiembre). Si ha llovido un poco y la luna está en creciente, aumentará la calidad y cantidad de la cosecha anual de boletus.
El tipo edulis es el más cotizado de la familia de los boletus y crece en vaguadas húmedas, pero tiene otros parientes igualmente sabrosos (el pinophilus, el aestivalis o reticulado de verano, asociado a zonas de roble, y el aereus, que nace en los encinares y alcornocales extremeños). En los mercados y ferias de boletaires de Cataluña podemos encontrar hasta una treintena de tipos de hongos comestibles, deliciosos como la múrgola o colmenilla, que asoma en hayedos y choperas en tiempo de Cuaresma, o la trompeta de los muertos, especie que nos desorienta por su inquietante nombre, de carne delgada y frágil, delicada por su aroma y sorprendente por su textura cartilaginosa.
De todas las setas, la más emblemática para los catalanes es el rovell, rebollón o níscalo. Y el perrechico es la de los vascos. En tierras andaluces, no muy amigas de comer setas, en la onubense Sierra de Aracena se sitúa la mayor población ibérica de amanita caesarea, el incuestionable príncipe de los hongos según la literatura micológica. Se trata del kuleto, en euskera, y del ou de reig de los catalanes, la pieza más codiciada que comida cruda en ensalada, con vinagre de trufas, aceite de oliva virgen y un poco de sal, constituye un auténtico manjar.
Muchas de las setas comestibles se pueden deshidratar y almacenar para el invierno sin que se pierdan sus propiedades culinarias. El aroma del boletus no desaparece con la desecación; el rebozuelo y la trompeta de los muertos se conservan bien desecados o en vinagre, mejorando incluso esta última sus cualidades organolépticas.
El secretismo que caracteriza la búsqueda de los perrechicos (surgen en círculos y su localización es un ‘secreto’ que se transmiten entre generaciones familiares), la doctrina surgida alrededor de la amanita o la discreción de los rastreadores de boletus, se quedan en nada cuando se trata de buscar trufas. Hay gente en nuestro país que ha llegado a pagar miles de euros por alquilar un pedazo de monte cubierto de carrascas, en la estación natural de la trufa negra o de invierno, que va de diciembre a marzo. Todo vale para intentar desenterrar el hongo, ligado de manera invisible a las raíces del árbol, agazapado a veinte centímetros de profundidad.
Ya hemos contado en otra ocasión que al principio se ayudaban de cerdos pero ahora ya hay perros adiestrados. Aunque el buen trufero, con o sin ayuda, las encuentra porque controla los sitios buenos. Los piamonteses venden el tuber magnatum o tartufo bianco a más de 8.500 euros el kilo y aseguran que es la mejor trufa del mundo. Aunque los galos del Périgord y del Quercy, en el Sudoeste francés, defensores a ultranza de su negra tuber melanosporum o trufa de invierno, que se puede comer cocida, semicocida o cruda, comentan de la transalpina con desdén que huele a ajo.
En nuestro país las principales coordenadas truferas recorren una franja que va de Soria a Castellón, atravesando las provincias de Guadalajara y Teruel. La trufa blanca, tuber aestivum o trufa de San Juan, no guarda parentesco alguno con la exclusiva italiana pero por su aspecto exterior podría confundirse con la negra de invierno francesa. En todo caso, el experto las identifica con claridad por características como el aroma, la textura o el peso. En definitiva, un mundo infinito no al alcance de cualquiera por los riesgos que además conlleva equivocarse. Ante la duda, la mejor opción es disfrutarlas en el plato porque son bastantes los restaurantes que tienen en las setas una de sus especialidades. Y como estamos en temporada, apuntamos unas cuantas direcciones consideradas referentes por conocimiento y variedad.
Restaurantes en los que comer setas
En Madrid es indispensable El Cisne Azul (Gravina, 19 y Gravina, 27), un clásico de las setas con una oferta insuperable. Y es que su propietario, Julián Pulido, es un experto setero y las recoge el mismo, aparte de las que le entregan sus proveedores habituales. Se encuentra en el barrio de Chueca y ha sido tal su éxito que ha tenido que abrir un segundo local. Otra buena alternativa es El Imperio (Galileo, 51), un bar modesto del barrio de Argüelles donde son especialistas en la cocina micológica que cambia conforme a los productos que estén en temporada (boletus edulis, níscalos, senderuelas, trompetas de los muertos, amanitas, rebozuelos, perrechicos…). Y una tercera pista es El Brote (De la Ruda, 14) una taberna céntrica especializada en setas y productos silvestres, como apuntan ellos mismos, sus fundadores. Se trata de tres jóvenes expertos recolectores, Pablo Roncal, jefe de cocina, Eduardo Antón (una de las personas que más saben de setas en nuestro país) y Álvaro De La Torre, y su menú cambia constantemente pues se deben a su proveedor, la naturaleza y su temporalidad.
En tierras sorianas, seteras por antonomasia, son buenas opciones Baluarte, en un palacete en el centro de la capital (Caballeros, 14), el proyecto de Óscar García asentado en los productos de cercanía entre los que destacan, en temporada, los hongos y trufas negras (organización de jornadas incluida. Y está también La Lobita, en el pueblo de Navaleno (Avenida La Constitución, 54) y reconocido entre los restaurantes micológicos de nuestro país con jornadas incluidas cuando llega la temporada.
En la provincia de Zamora está el mesón El Empalme (Rionegro del Puente), un sencillo mesón pero templo de las setas pues Gloria y Elías, los dueños, son auténticos especialistas. En el pueblo oscense de Barbastro, El Trasiego (Avenida de la Merced, 64) es una estupenda dirección asentada en el antiguo Hospital de San Julián de 1900, con una cocina elaborada a partir del producto de cercanía y en la que no faltan llegado el momento los hongos y las setas silvestres: boletus edulis, trompetillas amarillas, rebozuelos o la auténtica trufa negra del mercado de Graus. Luego, de la parte vieja de San Sebastián es referente Ganbara (San Jerónimo, 21), un modesto bar de pinchos donde las propuestas de setas y hongos son protagonistas.
Por último, dos referentes en Cataluña para disfrutar de estos frutos del bosque. Can Jubany (Ctra. de Sant Hilari, s/n, 08506 Calldetenes, Barcelona) se convierte en un completo catálogo de setas llegado el otoño, presentadas en recetas de diversa índole. En este momento son auténticas protagonistas. Y luego la altísima cocina de Ca L’Enric (Ctra de Olot a Camprodón. La Val de Bianya. Gerona), donde las setas son tratadas de manera exquisita y de igual manera elaboradas en muy variadas propuestas. Además de la cocina, acompaña el espacio, una maravillosa masía rehabilitada del siglo XIX donde el conjunto supone una experiencia culinaria de primer orden.