THE OBJECTIVE
Gastronomía

Contra los foodies

Últimamente, ha surgido un nuevo estereotipo en el universo de los aficionados al buen comer y mejor beber

Contra los foodies

Ensayo de la ópera Falstaff. | EP.

¿Cuál es la sartén más adecuada para hacer una tortilla? Como si se tratase de un tema trascendental, Peter Mayle evoca, en Lecciones de la buena vida: aventuras con cuchillo, tenedor y sacacorchos (2001), una disputa encarnizada entre dos ciudadanos franceses acerca del material idóneo con el que debe de estar fabricada una sauteuse como Dios manda. «El cobre recubierto de estaño es superior al hierro colado en todos los sentidos», señala uno de los personajes. «Es más liviano y el fondo conduce mejor el calor. Eso hace, cher monsieur, que la omelette se cueza de manera uniforme». 

«Mi sartén es de aluminio. ¿Qué opinan ustedes?», interviene entonces el autor del libro. «Monsieur Hierro Colado y Madame Fondo de Cobre dejaron de lado sus diferencias y cerraron filas para atacar el aluminio. Negaron con la cabeza, hicieron chasquear la lengua, sonrieron con lástima. Non. Jamais», resume el escritor británico. Y es que no hay nada mejor para conciliar dos opiniones divergentes más o menos doctas que una tercera en discordia probablemente indocumentada. Así funcionan las cosas en la vida y, por ende, en la gastronomía.

Sucede lo mismo en el histórico debate entre los gourmets y los gourmands. Según el Diccionario Larousse de la Lengua Francesa, el primero es una «persona que sabe distinguir y apreciar la buena cocina y los buenos vinos»; mientras que el segundo término designa a aquel «que ama comer en cantidad las cosas buenas». Resulta un matiz bastante sutil, pero importante. 

Hablando en plata, el gourmet es un sibarita con buen apetito, un tipo discreto y contenido que busca el placer sin ansiedad, come y bebe con la elegancia de un dandi y posee el conocimiento y las vivencias suficientes para no dejarse impresionar por cantos de sirena. No es ostentoso y mantiene un sentido del disfrute casi íntimo, aunque le encanta compartir mantel y más aún narrar en petit comité sus experiencias culinarias.

En cambio, el gourmand es un estómago sin fondo, un glotón irredento, dotado de una voracidad insaciable que trata de contagiar a su círculo más íntimo porque la perspectiva de encargar muchos platos y descorchar infinitas botellas en una mesa comunal aplaca su ansia vital y le parece casi una forma de vida. No tiene pudor de atiborrarse en público hasta reventar como aquel personaje del filme de Monty Python, moja pan en las salsas con abrumadora delectación y hasta lame el plato haciendo ruidos estentóreos en señal de disfrute absoluto. Sin miedo al exceso o al qué dirán, está más cerca de Pantagruel o de Falstaff que de David Niven o Bryan Ferry. ¡Y a mucha honra!

Yo hay días que me siento un refinado gourmet y otros que me identifico plenamente con el más asilvestrado gourmand. Debe de estar relacionado con las fases de la luna –creo en el calendario biodinámico– o con los compañeros de viaje, que no siempre son de la misma estirpe o calaña. Pero quizá en la variedad está el gusto…

Últimamente, ha surgido un nuevo estereotipo en el universo de los aficionados al buen comer y mejor beber. Se trata de los foodies, una tribu emergente que ha tomado al asalto ruidosamente los comedores públicos, aupada por las redes sociales, en cuyo advenimiento hallaron su imprescindible caldo de cultivo y donde se sienten como peces en el agua porque viven por y para conquistarlas. 

Aunque dicha palabra, que españolizada sería fudi, no ha sido admitida aún en el Diccionario de la Real Academia Española, sí la recoge el Webster desde su edición 2001, indicando que se aplica a personas «que tienen un interés especial en la preparación y el consumo de fine dining». Ya Paul Levy, Ann Barr y Mat Sloan la adoptaron como leitmotiv en su libro The Official Foodie Handbook (1984) y, desde entonces, el término no ha parado de popularizarse, como si anteriores sustantivos relacionados con el amor a la papea hubieran perdido su sentido con el advenimiento de la era digital.

Un amigo filólogo bastante leído me indica que la gran diferencia entre el foodie del siglo XXI y el gourmet del siglo XX radica en que el primero no solo se pirra por la buena comida –como el segundo–, sino que ansía aprender a prepararla como un profesional y desea igualmente saberlo todo acerca de su historia, origen geográfico y componentes nutricionales. Y añadiría a todo esto el seguimiento casi enfermizo de las tendencias y la obsesión cotidiana de difundir por medio de imágenes lanzadas a la blogosfera sus experiencias, opiniones y hallazgos. ¿Es ello negativo? No necesariamente.

Sin embargo, a mi modo de ver, la sobre-exposición insistente de cualquier bocado que el foodie ingiera en casa o en la calle, aquí o acullá, termina siendo una trampa para él mismo, un deseo fatuo de compartir, una adicción que le conduce irremediablemente a perder el sentido de lo-que-vale-la-pena-contar. El ritmo infernal de publicaciones que se ha auto-impuesto puede hacer perder a nuestro personaje su capacidad selectiva –si algún día la tuvo– e, influido por el culto a la imagen, termina prestando más atención a que un plato sea instagramable que a su valor real por calidad del producto, originalidad de la receta, punto de cocción y equilibrio de sabores.

«Por supuesto, un foodie no suele ir jamás a contracorriente, so pena de ser considerado excéntrico o demodé»

Es el fin del componente analítico en beneficio del lado más social de esta afición. Como dicen que dijo el torero Luis Miguel Dominguín después de acostarse con la despampanante Ava Gardner, lo importante es contarlo. Y así nos va.

«La divulgación del saber, la socialización del patrimonio, han relativizado el papel del crítico en todos los territorios de creatividad. Pero donde sigue ejerciendo de intermediario indispensable es en el territorio de la gastronomía, tal vez porque el saber gastronómico se ha masificado más tardíamente… El gourmet ha creado mitos gastronómicos, deificado cocinas nacionales, introducido modas que a veces se convierten en hábitos no replanteados y fomentado, en su aportación más positiva, una curiosidad del paladar, tan necesaria como la curiosidad de la retina», opinaba Manuel Vázquez Montalbán en su fundamental ensayo Contra los gourmets (1990).

Como mi admirado Manolo, yo quiero pronunciarme aquí en contra de los foodies. No tengo nada personal hacia ellos pero, como los gatos, me producen una alergia casi intolerable. Lo primero que me molesta es el anglicismo. Y tampoco se arregla remplazándolo por la voz comidista, como promueve la Universidad Pompeu Fabra, acaso inspirándose en el blog creado en 2010 por Mikel López Iturriaga.

No estoy en contra de ellos por oposición a los gourmets, que también me resultan a veces demasiado relamidos; o en contraposición a los gourmands, tan fervorosos, como entrañables. Lo estoy porque, quizá como Montalbán, no logro entender su frivolidad ni su misión social. Y no soy precisamente un seguidor del análisis estructuralista. «Castilla miserable, ayer dominadora, envuelta en sus harapos desprecia cuanto ignora», escribió Antonio Machado. ¿Me habré vuelto uno de esos tipos anticuados e intolerantes? Espero que no.

Para mí, donde el gourmet de siempre –con sus pros y sus contras– conoce sus propios gustos, ha leído lo suyo, viajado bastante y no deja de investigar en toda su vida porque ansía ampliar sus conocimientos, el foodie es un espécimen simpático que cree tener conocimiento, pero sigue en el fondo las modas imperantes a través de internet. No es un creador de tendencias, sino que se fábrica a sí mismo por empacho mediático. Básicamente, sabe estar a la última y le gusta lo que debe gustarle para ser guay. Consume más información que comida.

Por otro lado, también tiene su parte positiva: resultan estupendos como herramientas de promoción y son clientes fidelísimos cuando se les sabe conquistar. No dejan de ser loables su energía, su apertura a nuevas experiencias y esas ganas de compartir cualquier vivencia como si fuera un descubrimiento trascendental.

Como el protagonista de la canción de los Kinks Dedicated follower of fashion (1966), el foodie es una víctima de las modas que se apasiona fácilmente, repite discursos ajenos, busca la luz de los focos y vive del postureo, con conexión Wi-Fi y ansias de trascender y figurar. A pesar de todos esos deslices, su entrega a la causa le hace merecedor de nuestra empatía, aunque quizá no tanto nuestra admiración. 

Además del hecho de contarlo (Dominguín dixit), su principal placer es poner una cruz en su lista de deseos pendientes de realizar antes de morir: el concepto británico de bucket list, pero llevado a los restaurantes que has visitado o las botellas de bodegas icónicas que has abierto. Desde luego, lo que no fotografías y compartes no existe. Eso me hace recordar aquellas parejitas intragables que, después de invitarte a cenar (mal) en su casa de recién casados, te enseñaban durante no menos de dos horas el álbum de fotos de la luna de miel… 

Por supuesto, un foodie no suele ir jamás a contracorriente, so pena de ser considerado excéntrico o demodé. Y, cuanto más en la onda, mejor. Según mi amigo @bombibendum, actualmente hay un puñado de cosas que te tienen que gustar para poder formar parte del club. A saber: los vinos viejísimos de Jerez, los platos «exóticos» muy picantes, el cóctel Negroni, los vinos del Jura, las carnes rojas con muchísima maduración, el pan de masa madre y los cocineros cuyas cocinas no entiendes. Pero mañana serán otras filias.

Otro personaje entrañable al que sigo en redes, @donatodream, ha tenido a bien compartir su lista de las expresiones a desterrar –por manidas– en el vocabulario foodie : el uso de la palabra champú para referirse a un champagne u otro vino espumoso; llamar chuchería a cualquier botella cara; describir como un festival todo menú degustación de más de 30 platos y otros tantos vinos del que hayas salido literalmente enfermo o a cuatro patas; llenarse la boca hablando de civilización cuando se quiere reivindicar la presencia de manteles de hilo sobre las mesas de un restaurante burgués… Y es que del apasionamiento al esnobismo más ridículo hay a veces solo un paso. 

«La gastronomía es un saber que sólo se puede reivindicar desde un espíritu lúdico y, en cuanto el gourmet cae en la tentación del dogma, se convierte en un pedante árbitro de la nada», nos recordaba Montalbán hace 23 años. ¡Qué grande, Manolo! Parafraseándole, creo que el foodie es «un sacerdote ensimismado, esclavo de la drogadicción del sabor singular y envilecido a partir del momento en que se socializa». Y, aunque no todos responden a ese modelo un tanto exagerado, lo mejor que pueden hacer es ir madurando y ser menos intensos. Desde el momento en que se toman demasiado en serio, desaparecen la diversión y el placer y –como diría Javier Krahe– todo es vanidad. 

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