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Gastronomía

Tres guisos estivales para la rentrée

La caldereta, el marmitako y las pochas guisadas resultan platos de cuchara inestimables para afrontar la vuelta al cole y prepararse para el frío

Tres guisos estivales para la rentrée

Joice Kelly (Unsplash)

¿Ya han vuelto todos de las vacaciones? ¿Echan de menos aún el dolce far niente del periodo estival? ¡Y quién no! Este año, después de tantas calamidades, desconectar era casi tan necesario como respirar. Y la rentrée parece un castigo divino.

Una de las canciones que más han sonado en mi particular playlist agosteña ha sido Los argonautas (1969), de Caetano Veloso, con esa estrofa reiterativa e intrigante que proclama «Navegar es preciso / vivir no es preciso», parafraseando un dicho de la Antigua Roma que Plutarco atribuyó a Pompeyo el Grande y que Fernando Pessoa recogería, siglos más tarde, en un poema sobre la necesidad vital de crear.

No sé por qué me viene a la cabeza dicha cantinela en plena operación de vuelta al cole. Es como si anhelara –acaso ustedes también– que las sensaciones positivas que hemos recuperado con el veraneo permaneciesen latentes durante el largo e incierto curso que se nos avecina. Así que, como las penas con pan son, me preparo para ello con el mayor estoicismo y cuidando esmeradamente mi alimentación tras unas semanas inolvidables en las que me he dejado llevar por la molicie, la gula, la exaltación de la amistad y otras debilidades inconfesables.  

No hay como el (maldito) retorno a las rutinas cotidianas y las obligaciones laborales para poner a punto el cuerpo y la mente, en aras de una misión –a cada cual la suya– que debería dignificarnos como si fuéramos el Capitán Willard de Apocalypse Now (1979, Francis Ford Coppola), luchando con sus fantasmas en una habitación de hotel en Camboya. O sea, un golpe de realidad que es también una vía de escape.

Este aterrizaje sin frenos en lo que toca ahora nos lleva, entre otras cosas, a replantearnos los hábitos alimenticios. ¡Adiós a las ensaladas creativas de quínoa! Uno no puede enfrentarse a retos dignos del ascenso ciclista al Col du Tourmalet a base de intrascendentes vinos pét-nat y tartares rebosantes de aguacate. Al hilo de lo que se avecina y en previsión de una inminente bajada de las temperaturas, el estómago empieza a pedir reconfortantes platos de cuchara. ¡Cómo no hacerle caso!

No es tiempo, sin embargo, de entregarse al guisote de interior, tan rico y apaciguador como generoso en grasas porcinas y calorías. Pero sí cabe disfrutar de otros gloriosos condumios de puchero, olla o marmita que integran el acervo culinario español, como son las recetas costeras o estacionales; las cuales, además del debido consuelo y aporte energético, nos traerán quizá emotivos recuerdos de holgazaneo agosteño o de una estancia reciente a la orilla del mar.

Manuel Martínez Llopis escribe, en Las cocinas de España (1990), sobre estas honradas ollas marineras, desde la caldeirada gallega hasta el sanconcho canario, pasando por la zurrukutuna vasca, el suquet de la Costa Brava, la llandeta de Denia, el caldillo de perro gaditano, las numerosas versiones del guiso de pescadores cántabro (marmita de Laredo, caldereta de Luanco, sorropotún de San Vicente de la Barquera) o la extraordinaria caldereta menorquina, con las que el gourmet de secano suele reencontrarse cada vez que viaja a la costa por motivos generalmente lúdicos. Son platos de origen humilde para estómagos agradecidos, que se sirven de entrante aunque hay quien repite varias veces, tomándolos como principal. Platos para despedir la estación como se merece.

Esta extraña categoría de guisos con inequívoca vocación veraniega se completa con dos recetas tan imprescindibles como el marmitako de Bermeo y las pochas guisadas, que poseen un marcado componente estival debido a la temporalidad del ingrediente principal en torno al cual se construye cada uno: el bonito para el primero y esas judías blancas tiernas popularmente conocidas como pochas para el segundo. Son dos productos, estos, con un período óptimo de consumo relativamente corto (los meses de verano), por lo que entran de lleno en la llamada cocina de temporada o de mercado. Y solo se pueden disfrutar fuera de la canícula recurriendo a las conservas o la congelación; cosa a la que yo sigo resistiéndome.

A base de caldereta menorquina, marmitako y pochas guisadas, les propongo que afrontemos juntos el fin del periodo ocioso y el inminente cambio de estación, con los ánimos y el paladar avivados por bocados con tanta enjundia. Veamos cómo…

Caldereta

Decía el gran Josep Pla, en su libro Lo que hemos comido (1972), que el origen de toda la cocina costera estaba en la olla de pescadores, que es una comida rápida de una simplicidad admirable. Un guiso primitivo y humilde que recurre a veces a las especies menos apreciadas y extrae de ellas todo su sabor y sustancia. El resultado es un plato, si no de alta creación, sí muy reconfortante, insustituible cuando empieza a remitir la canícula.

«El fondo de la olla se cubre con una capa de aceite y se echan en frío las correspondientes rodajas de pescado, una cabeza de ajos, uno o dos tomates, un par de patatas y la sal pertinente», explica el maestro. «Luego la olla se somete a un violento golpe de fuego y el conjunto se cuece con gran facilidad y rapidez, sobre todo si se ha tenido el buen juicio de tapar la olla. Como en los tiempos de Homero este guiso emblemático y primario se puede comer en todo el mar antiguo, cristiano, eslavo o mahometano, y produce, como es natural, un caldo excelente, considerado en todo momento como un elemento favorable no sólo al paladar sino también a la salud humana».

La caldereta menorquina cumple todos esos requisitos, con la salvedad de que transporta al comensal hasta el Mediterráneo y destila, cuando está hecha con langosta o bogavante, cierta filosofía lujosa y hedonista. En su isla de origen es tradición encargarla en el puerto norteño de Fornells, en establecimientos clásicos como Es Cranc, Es Port o el indispensable Sa Llagosta, que presumen de tener entre su clientela a los más selectos propietarios de yates que visitan las Islas; aunque también hemos comido calderetas estupendas en el Jágaro del Puerto de Mahón, el S’Amarador de Ciudadella o el Trébol de Cale Fons.

«No se parece esta caldera a la bouillabaise marsellesa ni a otros muchos platos de pescado que se guisan en el Mediterráneo, pues fuera del archipiélago balear no se hace bien en ningún sitio, salvo en algún lugar de la costa argelina», señala Martínez Llopis en el tratado antes citado.

Su preparación resulta bastante sencilla y apenas lleva condimento, pues su encanto reside en la frescura del género que, en su versión más humilde, se compone de peces de roca como el cabot (Gobius geniporus), la serrà (Serranus cabrilla), la tremolenca (Torpedo torpedo), el anfòs o chernia marrón (Epinephelus marginatus) y el popular cap-roig (Scorpaena scrofa), también conocido como rascasa, cabracho o gallineta.

Originalmente, dicho guiso constituía la comida diaria de los pescadores, que solían lavar los pescados en agua marina con la que elaboraban un caldo espeso en el que se mojan rebanadas de pan payés blanco. Caty Juan de Corral sugiere una excelente receta en su libro Cocina Balear (1996) y aclara que las calderetas más famosas se hacían con langosta, dátiles de mar o escupinyes. El plato incluye cebolla, tomate, ajo, perejil, aceite e incluso un chorro de coñac. Admite un champagne rosado pero también un vino blanco mediterráneo potente, y obliga a una digestión tranquila, en la mejor compañía, al arrullo de historias marítimas pasadas, que hablen, acaso, de piratas menorquines.

Marmitako

El marmitako es, según el Diccionario de la Real Academia Española, un «guiso de atún o bonito con patatas y pimiento, típico de la cocina vasca». Y no explican más. En la web del Instituto Cervantes, obtenemos información adicional sobre la etimología de dicho vocablo que es, en lengua euskalduna, el producto de la lexicalización de un sintagma posposicional y significa algo así como «procedente de la marmita». 

Esta receta, con numerosas variaciones, procede de la cornisa cantábrica y lo único indiscutible es que toma como ingrediente principal el bonito del norte (Thunnus alalunga), cocido en un fumé de pescado, en compañía de patata, tomate, cebolla y algún pimiento. Dado que el citado tubérculo no llegó a estas tierras hasta finales del siglo XVIII, los historiadores aventuran que dicho condumio se enriquecía antaño echándole nabos, castañas, pan duro u otros ingredientes susceptibles de aguantar travesías.

Menú tradicional de los arrantzales vascos, Ana Vega Pérez de Arlucea indica, en un artículo publicado en El Correo, que «como buen plato humilde estuvo fuera del radar de los recetarios durante mucho tiempo y algunos de los primeros en incluirlo fueron La Cocina Completa de la Marquesa de Parabere (1933) y el Libro del pescado de Imanol Beleak (1933). Pero antes que ellos lo hizo el periodista y gastrónomo Dionisio Pérez Post-Thebussem en un delicioso libro dedicado a recorrer las gastronomías regionales, la Guía del buen comer español (1929)».

Al parecer, el autor habría sacado el texto acerca de esta receta de uno original de Julián Zugazagoitia Mendieta (1899-1940), escritor y político socialista que fue concejal, diputado, ministro de la Gobernación y secretario general de Defensa en el Gobierno de Negrín durante la Guerra Civil. Para Ana Vega, no está claro si los textos originales de Zugazagoitia que Post-Thebussem entrecomilla en su libro proceden de unos artículos que este venía publicando en El Liberal bajo el epígrafe Temas del mar o bien simplemente eran amigos y «Zuga le mandara directamente esos aportes sobre costumbres gastronómicas de la zona costera entre los que casualmente asoma la primera receta conocida de marmitako». 

«Quien aspire a un buen marmite tendrá que poner una cazuela al fuego y en ella aceite, cebolla y ajo. Partirá en trozos no grandes una rueda de bonito y, todo en su punto, los pondrá en la cazuela, para añadir después la cantidad necesaria de agua y de patatas, que deberá cocerse en un fuego prudente y mesurado. Dará el punto de sal y pondrá, además, un golpe de pimentón y unos pimientos rojos de conserva. Si tales elementos los complementa con unos cuadradillos de pan cuando el guiso esté un poco avanzado, tendrá en el momento de servirlo a la mesa un marmite auténtico que le transportará, por distante que se encuentre, a las costas del Norte de donde el guiso es originario», indica la receta de Zugazagoitia.

Por supuesto, ningún chef vasco admitirá la presencia de pimentón en dicho plato. Así que ándense con ojo si se atreven a agregarlo y privilegien acaso el pimiento choricero. Sea como fuere, es este un plato que no hace falta ir a disfrutar a ningún restaurante –aunque todos los vasco-navarros lo proponen y ejecutan razonablemente en temporada– y que se prepara divinamente en casa, siguiendo el consejo de José Carlos Capel, que advierte de no quedarse jamás corto con el caldo.  

A Capel y a mí nos gusta acompañarlo con un espumoso con carácter, en lugar del obligatorio txakolí. Pero no teman los enemigos de las burbujas y los blancos costeros demasiado ácidos, que con un Chablis o un sauvignon blanc bien austero –nada del Nuevo Mundo– el marmitako se disfruta también inmejorablemente. 

Pochas guisadas

«Son las pochas unas judías blancas cultivadas en las vegas riojanas y recolectadas en los meses de agosto y septiembre, cuando aún no han madurado por completo y no se han secado dentro de sus vainas amarillas. Como no han tenido tiempo de endurecerse, adquieren una calidad extraordinaria, por su pastosidad, por la delgadez de su película, por la disminución de su tiempo de cocción que se reduce a una hora», nos ilustra Martínez Llopis en Las cocinas de España

Efectivamente, este alimento es una anomalía en la vasta familia de las alubias, ya que entre las más de 300 variedades de diversos tamaños y colores que existen en el mundo, los pochas no se dejan secar para facilitar su conservación, sino que se consumen frescas, siendo más una verdura que una legumbre. A pesar de ello, como ingrediente para un guiso suculento –inevitablemente estival, salvo que hagamos trampas– no tienen nada que envidiar a la faba de Asturias, las judías del Barco de Ávila, las leonesas de La Bañeza, las judías de Guernica y Tolosa o las alubias del Ganxet. 

«Las pochas, que deben su nombre al color desvaído que tienen las vainas en el momento de la recolección, son unas alubias blancas que se consumen antes de que hayan madurado, cuando poseen un tono verde pálido», indica Raquel Castillo, al tiempo que proclama como la cuna incuestionable de las pochas la localidad navarra de Sangüesa, aunque su consumo es habitual en todo  Navarra, La Rioja y Álava.

Con alto contenido en fibra, potasio, hierro, proteínas de origen vegetal e hidratos de carbono, las pochas absorben con facilidad el sabor de los ingredientes que las acompañan. Así que admiten cualquier combinación de mar o montaña, desde las simples pochas guisadas con verduras de la huerta, hasta las pochas con codornices –que también son de la estación– o acaso con rape y almejas –como si fueran verdinas–, con bacalao (¡prueben con unas cocochas!). Hay quien les agrega tocino o chorizo, pero yo creo firmemente que les resta finura y, para eso, vale cualquier alubia seca.

En el caso de este guiso, tener un buen proveedor de cercanía que no dé gato por liebre resulta imprescindible. Por eso suelo abstenerme de hacerlas en casa y mido muchos los restaurantes madrileños en donde las pido, que son básicamente La Manduca de Azagra, La Huerta de Tudela, García de la Navarra, Membibre… Eso sí, jamás las perdono cuando paso por aquellas tierras norteñas durante la estación, ya sea en un comedor humilde o de ringorrango, como por ejemplo Maher (Cintruénigo), Echaurren (Ezcaray), El 33 (Tudela), Rodero  y Europa (Pamplona)…

Con las pochas, el vino lo marcan los sacramentos que lleven, así que un blanco riojano de viura o un chardonnay navarro deberían ser la primera opción, si la receta es vegetariana o marinera. Con caza de pelo, recurran a una gran botella de tempranillo o de pinot noir. Y, si vienen enriquecidas con matanza de cerdo, traten de reparar semejante tropelía con un tinto cosechero alavés o incluso un gamay gabacho servidos bien frescos, que estamos en verano, no lo olviden…

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