Caviar, de la exclusividad a la vulgaridad
La variedad de caviar y de otros productos de nombre asimilado presentes en el mercado actual invitan muchas veces a la confusión
¿Han estado ustedes recientemente en Nueva York? No hemos visto nunca una ciudad tan devotamente rendida al caviar. Esta fiebre no es reciente, pero va en aumento a medida que abren más locales que tienen como leitmotiv dicho producto: desde el histórico Petrossian (52th Street), a dos pasos del Carnegie Hall, hasta el moderno Pearl Street Caviar en Brooklyn, pasando por Caviar Russe (Madison Avenue), Caviarteria (Tribeca), Russian Samovar (52th Street), Russian Vodka Room (52th Street) o los dos locales de Olma Caviar Boutique & Bar en la 59th Street y Amsterdam Avenue… Un placer al alcance de pocos comensales, por cierto, dado que los 30 gramos de Imperial Beluga se cobran en la web de Petrossian a 312 dólares.
Mi amigo Fede acaba de volver de allí contando que la última moda en los restaurantes y bares más trendies es sustituir los clásicos blinis por vulgares patatas fritas de bolsa. El otro día probamos tan insólito emparejamiento con unas chips artesanas primorosamente elaboradas por el maestro Paco Patón en su Fonda de La Confianza y el resultado fue más que satisfactorio.
Nuestra única salvedad: en vez de acompañar las exquisitas perlas negras con el preceptivo champagne o con una copa de vodka, optamos para no arriesgar eligiendo un opulento blanco borgoñón de Meursault que resultó inmejorable. “Me contaron una vez que hoy el lujo en Nueva York ya no es lo que era”, cantaba Iván Ferreiro en 2008 el tema Rocco Sigfredi. Y así anda de revuelta y caprichosa la escena gastronómica de la Gran Manzana, desde que marcan tendencia esos nuevos millonarios veinteañeros que pagan en bitcoins y gustan exhibirse descorchando las botellas más caras para regar una latita de caviar autóctono de granja de la variedad Scaphirhynchus albus que inmediatamente fotografiarán para compartir en sus redes sociales.
«Existen alimentos que el peso de la Historia ha situado a la cabeza del agasajo y el lujo. Además de su rico sabor, su principal atractivo es su escasez y su elevado precio»
Existen alimentos que el peso de la Historia ha situado a la cabeza del agasajo y el lujo. Además de su rico sabor, su principal atractivo es su escasez y su elevado precio pues, como bien escribió Lorenzo Millo, “halagan al mismo tiempo la vanidad de quien los adquiere y de quien los consume”.
El caviar, como es sabido, proviene del esturión: un feo pescado azul, de la familia de los acipenséridos, que ya elogiaron en la Antigüedad griegos y romanos, y tiene dos temporadas de consumo óptimo al año, otoño y primavera. Sus huevas, filtradas, lavadas, saladas, sometidas a maduración y envasadas en lata o en tarro de cristal, constituyen un preciado manjar que se elaboraba históricamente en países como Rusia, Irán o Azerbaiyán.
¿Por qué tiene precios tan elevados? “Los esturiones tardan 15 años en llegar a la madurez y las hembras sólo desovan cada dos años, por eso es un capricho carísimo. La familia de estos peces prehistóricos está compuesta por más de 25 especies. De ellas, solo cuatro viven en libertad y son aptas según la FAO para la obtención del caviar”, explica Julia Pérez.
Antaño el antojo exclusivo de los zares, el empleo de la refrigeración para su conservación, a partir del siglo XIX, le abrió las puertas para su exportación a las grandes mesas europeas, a donde llegaría en los años 20, junto con la nobleza rusa que se exilió a París. Apenas un siglo atrás, el respetado chef Antonin Caréme lo había despreciado en su manual L’art de la cuisine française (1833): “Con las huevas de esturión los rusos preparan el caviar, del que son grandes amantes; lo envían en pequeños barriles a todo el Imperio Ruso, a Alemania y a Italia; pero este ragoût de huevas de pescado no encaja en absoluto con el paladar de los franceses”. ¡Menudo visionario!
Con la revolución bolchevique y la diáspora de la aristocracia moscovita, el caviar se universalizó. Los hermanos Petrossian lo pusieron de moda en la Exposición Universal de París de 1925 y luego en su lujoso ultramarinos del boulevard de la Tour-Maubourg a orillas del Sena; mientras que Charles Ritz consolidó su mito de alimento de lujo convirtiéndolo en plato inamovible en la carta de su aristocrático hotel de la Place Vendôme. Desde entonces, en las capitales del primer mundo existen tiendas para gourmets e incluso restaurantes y lujosos salones de té que han hecho de este producto su santo y seña.
La variedad de caviar y de otros productos de nombre asimilado presentes en el mercado actual invitan muchas veces a la confusión. El auténtico sólo es de esturión, que puede venderse en grano (el mejor) o prensado (el más barato).
Del primero existen diversas calidades, en función de la subespecie, del tamaño de las huevas y del período del año en que han sido capturados. Identificados por el profano gracias al color de la tapa de las latas (azul, roja, amarilla…), conviene distinguir entre el Beluga, el Osetra y el Sevruga. El cotizado Beluga procede de la raza Huso, que llega a vivir 100 años y a medir más de dos metros y proporciona huevas negras o perladas de sabor complejísimo y grano variable, según sea de la calidad 000 (máximo lujo), Imperial o Royal. El Osetra, por su parte, viene de la familia Acipenser gueldenstaedtii de tamaño mediano y longevidad media, con huevas de color gris y dorado y delicioso sabor. Mientras que el más asequible Sevruga corresponde a la raza Acipenser Stellatus, de menor dimensión y vida más corta, con granos grisáceos menudos y algo más salados.
Cuenta José Carlos Capel en su Manual del pescado (1982) que, mucho siglos antes de que en los gastrónomos occidentales tuvieran que estudiarse dichas etiquetas de consumo, estas huevas se consumían popularmente en algunos lugares de España, dado que el Ebro y el Guadalquivir tuvieron en su época esturiones, y hasta Sancho Panza come huevas de esturión, que él llama cabial, en un capítulo de El Quijote. Tal vez por eso, desde hace un par de décadas, varias empresas españolas perseveran en la producción de un dignísimo caviar sostenible nacional.
No está de más cuando, desde los años 90, dos de las principales potencias mundiales que explotaban el esturión salvaje han perdido paulatinamente presencia en el mercado internacional debido a la sobrepesca, la polución y la geopolítica. ¿Qué tiene que ver la política en todo esto? Pues miren: el delicioso caviar iraní que ya se menciona en Las mil y una noches fue vetado en 1983 por ayatollah Jomeini ya que, al parecer, los pescados sin escamas son considerados impuros por el Corán, debido a su semejanza con las víboras: encarnación terrenal del Demonio. En cuanto al de la otra orilla, el desmantelamiento de la Unión Soviética sembró el caos en la cadena de producción y dio lugar al comercio clandestino.
Ya en 2002 Inga Saffron daba la voz de alarma sobre el futuro incierto del esturión salvaje en su tratado Caviar: The Strange History and Uncertain Future of the World’s Most Coveted Delicacy, llegando a afirmar que su generación podría ser la última que probase el auténtico caviar. Y no le faltaba razón. Para colmo, en 2008 el CITES (Convención sobre el Comercio Internacional de Especies Amenazadas de Fauna y Flora Silvestres) empezó a regular con mano firme la extracción y exportación de dicho producto ante los abusos de la sobreproducción y el peligro de la pesca ilegal, como cuenta Penny D. Nichols en la monografía The Caviar Savant: 100 Facts about this rare delicacy and what every connoisseur should know (2023). Cuando por fin se recuperaron las buenas prácticas, el estallido reciente de la guerra ruso-ucrania trajo nuevas restricciones comerciales. Y en esas estamos.
En ese contexto, el mercado internacional lleva varias décadas implementando la acuicultura de agua dulce, siendo China el mayor productor de caviar de granja en la actualidad, según un informe del Observatorio Europeo del Mercado de Productos de la Pesca y la Acuicultura. Su variedad Kaluga (Huso dauricus), procedente del río Amur y conocida como caviar del Tibet, presenta granos de volumen considerable con textura mantecosa y reflejos verdosos; mientras que el Schrencki (Acipenser schrenckii), del idéntico origen geográfico, tiene un calibre más reducido y ribetes dorados.
De Siberia viene, por su parte, el caviar Baerii (Acipenser baerii), de grano oscuro y menudo, que se ha expandido igualmente en las granjas de Aquitania (Francia). Pero no hace falta recurrir a estas alternativas foráneas para darse hoy un pequeño banquete en nuestro país, puesto que los caviares españoles de piscifactoría de la variedad Acipenser naccarii procedentes de Riofrío (Granada) o del Valle de Arán son más que satisfactorios, además de sostenibles y casi asequibles.
“Si algo cambió la historia del caviar fue el abismo hacia la extinción del esturión”, narra Laia Shamirian en Bon Viveur. “Para evitar su completa desaparición, se prohibió su pesca, lo que conllevó la creación y proliferación de criaderos. La posibilidad de tener el control sobre su crianza aumentó las variedades de caviar disponibles y abrió las puertas de su consumo a aquellos que antes tan sólo soñaban con probarlo”.
Negro, marrón o dorado, con finos aromas yodados, amaderados o mantecosos, el caviar revela aromas potentes y sabores delicados a través de esos delicados granos que se deshacen en la boca o crujen bajo la lengua. Contiene fósforo, hierro, calcio, magnesio, potasio, vitaminas A, D y E e incluso grasas saludables del tipo omega-3, consideradas apropiadas para elevar el estado de ánimo. Según cierta leyenda, la concupiscente Catalina de Rusia se lo hacía comer a los guardias que hacían turno de noche ante su puerta y esa fama afrodisíaca, asociada a su propio nombre original (chav-jar, es decir, concentrado de fuerza) no admite dudas.
En términos culinarios, se trata de una semiconserva delicadísima, que debe almacenarse siempre a salvo del aire o el calor y se sirve como entremés frío, ya sea sobre tostadas con (poca) mantequilla, sobre huevos revueltos o sobre blinis con crema agria y unas gotitas de limón, pero siempre acompañado de vodka, sake o un gran champagne. Las reglas de la buena mesa mandan, además, que se tome únicamente con cuchara de oro, plata o nácar, para evitar el gusto no deseado de algún cubierto de metal innoble.
Con patatas chips, como los toman los neoyorquinos más indocumentados, entra en la categoría de símbolos legendarios del lujo desacralizados por la chabacanería de los foodies pujantes en este siglo XXI. Aunque el bocado no me pareció incomible, me resisto a adoptarlo como norma de consumo para ágapes futuros. Ya me parece bastante tontería la creciente manía de muchos chefs de agregar unos granitos de caviar a cualquier plato –tartares, carpaccios, incluso croquetas– para elevar innecesariamente la factura de la comida. ¡Solo faltaría ahora degradar este manjar a la categoría de fast food de a millón para hipsters fofi-sanos!