El dichoso panettone (de todas las Navidades)
«Entre tanto frenesí por esos panettones gomosos insoportablemente cargados de vainillina o agua de azar, me aferro a mis adorados polvorones de San Enrique»
¡Enhorabuena a Roberto Moreschi! Este pastelero lombardo ha sido proclamado, el domingo pasado, Rey del Panettone en un certamen nacional que se celebra anualmente el último fin de semana de noviembre en el Parco Esposizioni Novegro de Milán. El propietario de Roberto Pastry & Bakery en Chiavena (Sondrio) se alzó no solo con el premio del jurado al Mejor Panettone Clásico, sino también con el del Público, en la edición de Re Panettone 2023: una cita ineludible en el calendario de los gourmets italianos más golosos, creada hace 16 años por el escritor Stanislao Porzio, autor del libro Il panettone: storia, leggende, segreti e fortune di un protagonista del Natale (2007). ¿Pensaban ustedes que en España nos habíamos vuelto locos con el dichoso panettone? Pues siempre hay alguien que lo vive con más intensidad…
Los italianos, claro, son los inventores de este bollo navideño que va camino de desplazar al roscón en nuestro país y cuya elaboración suscita últimamente sospechas y debates, hasta el punto de que en paralelo a Re Panettone 2023 se presentó en Milán la semana pasada el movimiento PAART (Pasticceria d’Arte Ente del Terzo Settore), un colectivo que tiene como objetivo «salvaguardar la enorme riqueza de conocimientos y prácticas en cuestión de pastelería tradicional, que deben partir siempre de materias primas naturales». «Hoy en día, esta riqueza está en grave riesgo por la difusión de productos precocinados, que privan de profesionalidad a los trabajos del pastelero», advierte su comunicado fundacional. Y no les falta razón.
Hoy llamamos panettone a cualquier masa esponjosa alta y redonda, rellena de frutos secos o frutas confitadas, de corteza dorada y textura aireada gracias a un proceso de fermentación prolongado. Según un informa reciente de la Organización de Consumidores y Usuarios (OCU), debidamente reseñado en esta web, la calidad de los panettones que se venden en los supermercados españoles es bastante decepcionante, tras haber realizado un estudio de 16 elaboraciones industriales disponibles en nuestro país en el cual se detectaban sobre todo irregularidades en la información sobre ingredientes de los etiquetados. Así que la OCU española y el PAART transalpino coinciden en la misma preocupación: no debemos demonizar los panettones de producción masiva, sino estar vigilantes para que no terminen rebajando sus estándares de calidad por raspar unas décimas de margen empresarial.
Dicho esto, conviene recordar de qué estamos hablando. El panetón o panetone –términos incluidos recientemente por la Real Academia Española en su Diccionario de la Lengua– es, según nuestros sabios lingüistas, un «bollo navideño de origen italiano, de consistencia esponjosa y en forma de cúpula, generalmente relleno de pasas y frutas confitadas».
La receta tradicional, como explica Gastroactitud, «es como un brioche cilíndrico que se elabora con ingredientes naturales, masa madre –por eso sus grandes alveolos interiores– se trufa con fruta (pasas, frutos secos, frutas glaseadas), se mete en una elegante caja y dura varias semanas tierno y jugoso. Requiere paciencia para que fermente muy lentamente. Hay que utilizar harina de fuerza, mantequilla, huevos frescos, vainilla en rama y ralladura de naranja, nada de esencias artificiales. Los panettones parecen enormes magdalenas (de 500 gramos es lo habitual) que se inflan y esponjan al calor del horno. Antes de que se enfríen hay que atravesarlos con varillas metálicas y suspenderlos invertidos durante 8 horas para que no pierdan volumen. Todo un arte».
Mis amigos José Carlos Capel y Julia Pérez citan la receta tradicional según se la enseñó el venerable maestro de Brescia Iginio Massari a nuestro campeón de repostería Paco Torreblanca, que fue uno de los primeros españoles en dedicarle a esta receta la atención que merecía a finales del siglo XX. Y es que hacer un panettone como es debido no es tan fácil. Su preparación exige paciencia y conocimiento.
«Para su elaboración, se requiere partir de una masa madre trenzada con fermentos de uva y manzana, que ha de controlarse hasta que su pH se estabiliza en torno a 3,9», indica Capel. No sirven, pues, las típicas levaduras de cerveza tan populares en la bollería clásica peninsular. Solo así se consigue lo que Jaime de las Heras explicaba hace poco en este site: «Los alvéolos deben ser grandes, irregulares y la miga ha de ser tierna y ligeramente húmeda. No dura, seca ni compacta». O sea, un currazo que los cientos de miles de aficionados a hacer pan casero que surgieron en la piel de toro durante la pandemia harían bien en esquivar. Como dice el viejo cartel anglosajón: Don’t try to do it at home.
Para aportar un poco de contexto, recordemos que esta receta es originaria de la región norteña de Lombardía y existen no pocas leyendas sobre su nacimiento. Yo otorgo mayor verosimilitud a la que atribuye su creación a un aprendiz llamado Toni que oficiaba en las cocinas palaciegas de Ludovico Sforza, alias el Moro, que fuera Duque del Milanesado en la segunda mitad del siglo XV. Al parecer, al repostero titular se le había quemado su postre en el horno y el novato logró salvar la situación in extremis improvisando un pan dulce con lo que encontró en la despensa: huevos, harina, manteca, cítricos y uvas. Al ser presentado el invento a los invitados, lo bautizaron como il pane de Toni, nombre que terminó derivando en «il panettone». Si acudimos en busca de la verdad a la monografía de Stanislao Porzio, este no confiere el menor rigor histórico a dicho cuento. Pero, como dicen por allá: si no es cierto, está bien hallado.
La única verdad, en cuestión de panettone, es que la primera cita conocida de este vocablo se encuentra en el Diccionario de vocabulario milanés-italiano (1814) de Francesco Cherubini, donde se explica que sus ingredientes son harina, agua y fruta, que se fermenta de manera natural y se le da forma cilíndrica.
Según Porzio, ya en 1470 en Milán era costumbre colocar tres grandes panes de trigo en la mesa navideña de los Sforza. Dos se repartían entre los comensales y el tercero se guardaba hasta el año siguiente, como augurio de continuidad. Y de ahí podría venir la relación del panettone con estas celebraciones tan entrañables. Claro que la tradición, ajena a las creencias judeo-cristianas, de honrar el solsticio de invierno y el final de las vendimias con fiestas familiares y populares en las que el pan compartido poseía una carga simbólica se remonta a los albores de la humanidad.
El panettone alto que ha llegado hasta nuestro días, sin embargo, data de 1920, cuando el pastelero y político democristiano Angelo Motta, a la sazón dueño del Caffé Motta milanés, remplazó la manteca por mantequilla y extendió entre sus compañeros de oficio el hábito de recoger la masa en un papel de estraza para conferir al bollo resultante una altura de entre 12 y 15 centímetros y su característica forma de seta esponjosa. Al parecer, Motta se inspiró en el kulic, un postre tradicional ruso que se suele preparar para la Pascua. Y de aquellas aguas vienen estos lodos.
Hoy el panettone Motta es, junto con Bauli, Gran Ducale o Tre Marie, una de las numerosas marcas industriales que invaden los comercios de la piel de toro cada noviembre y diciembre para inculcarnos la dolce vita alla italiana cual maná de imperialismo gastro-cultural. Es un fenómeno que se remonta ya a casi dos décadas y que no remite como cualquier moda estacional, sino que parece haber arraigado por estos lares tanto o más que el sushi o el gin-tonic.
Según un informe difundido el año pasado por el Gremio de Pasteleros de Barcelona, su consumo se ha multiplicad por diez en nuestro país desde 2014, habiendo pasado de ser un producto para gourmets viajados a un alimento de consumo popular. La panettone-manía tiene, por supuesto, sus pros y sus contras.
En el lado positivo de la balanza, que cada vez hay más profesionales españoles que preparan por estas fechas elaboraciones artesanales más o menos creativas pero siempre siguiendo la más estricta ortodoxia repostera (a partir de 20 € el kilo), destacando Oriol Balaguer, Moulin au Chocolat, Raúl Asencio, Casa Losito, L’Atelier, Tugues, Sabors, Rocambolesc, Vallflorida Xocolaters o el pionero Torreblanca. En el lado negativo, que la mayoría de los consumidores de a pie solo han probado los industriales (10 € el kilo), con miga tirando a pétrea y exceso de aditivos artificiales. Y eso ni es panettone ni es nada.
Para los gastrónomos que no se arriendan ante los desafíos, existe una tercera vía algo más difícil, pero altamente reconfortante, que es buscar en los ultramarinos patrios aquellos que traen de importación las elaboraciones artesanales de reposteros prestigiosos del país de la bota como Dolcemascolo, De Vivo Pompei, Loison, Vergani, Fiasconaro o ese que vende Negrini con marca propia pero que le manda un pastelero amigo en piezas contadas.
Últimamente, algún colega indocumentado me ha alabado la calidad del panettone Dolce & Gabbana con miel y canela (49 € la lata de un kilo) y no le voy a contradecir porque en estos temas fashionistas prefiero evitar el debate. Como el vodka de Roberto Cavalli (37,90 e la botella), me inclino por valorar tan celebradas marcas de lujo italiana por sus prendas de vestir y complementos. Y, entre tanto frenesí por esos panettones gomosos insoportablemente cargados de vainillina o agua de azar, me aferro a mis adorados polvorones de San Enrique a la espera del preceptivo roscón con chocolate a la taza de la Epifanía, que uno en estas cuestiones de la despensa navideña –pero solo en estas– se declara conservador e incluso nacionalista.