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Gastronomía

Espárragos en febrero

«La alteración del calendario hortícola tradicional trae consigo peligros»

Espárragos en febrero

Espárragos verdes. | Wikimedia Commons

Hoy he encontrado en mi verdulería favorita un manojo de espárragos verdes nacionales. ¿Cómo es posible? «Es que la campaña se ha adelantado un mes en Granada», me informa la propietaria. Exploro un poco en la prensa nacional y quien mejor lo explica es www.granada.hoy. Efectivamente, las condiciones meteorológicas actuales en la huerta granadina son prácticamente primaverales y eso ha acelerado la maduración y ha anticipado la recolección de ciertos cultivos destacando ese arparagi incultus que tanto nos gusta. Si todavía quedan negacionistas del cambio climático, que vengan a verme y me lo expliquen. Yo pago los tragos.

Pero atención, que la alteración del calendario hortícola tradicional trae consigo peligros: «Si hay algún tipo de helada, va a arrasar con parte de esta floración y eso va a afectar sin duda a la cosecha sea mínima», explica Nicolás Chica, secretario general de la Unión de Pequeños Agricultores de Granada (UPA). Y a dicha amenaza se suma la inclemente sequía: «Cuando esté mediada la campaña, se necesitarán riegos de apoyo y evidentemente no los va a haber», advierte el experto.

Mientras que numerosos agricultores prevén una caída de rendimientos, que podría ir de los habituales 5.000 y 6.000 kilos de producto por hectárea a unos 2.000 en las actuales condiciones, yo no dejo de pensar en el refranero español y aquel dicho que nos inculcaba cuál era la temporada más propicia para deleitarse con esta hortaliza de tallo: «Los espárragos de abril para mí, los de mayo para mi amo, los de junio para ninguno o para mi burro».

Antes, la culpa del embrollo estacional con alimentos como el espárrago se la echábamos a la globalización y las importaciones del cono Sur que tanto han molestado siempre a los gastrónomos militantes de la cocina de mercado (Paul Bocuse dixit) entre los cuales me cuento. ¡Cuánto daño han hecho a la comprensión de las temporadas los espárragos verdes peruanos, tan gordos, leñosos y de sabor más vegetal que amargo!

A pesar de las limitaciones del calendario y las supercherías en cuanto al origen que venimos padeciendo desde hace lustros, yo me confieso un completo enamorado de esta verdura en todas sus encarnaciones, desde los elegantes blancos –también llamados pericos– hasta los sabrosos verdes, pasando por los silvestres (o trigueros), largos, delgados, con un sabor amargo, levemente picante y persistente, que son para mí los mejores. Así que, a la menor excusa para consumirlos y escribir sobre ellos, aquí me tienen: haciéndome trampas al solitario, aunque sea al albur de una jugarreta del calentamiento global.

«Amanecerá Dios y verá el tuerto los espárragos», es un proverbio propio de buscadores de espárragos silvestres por el cual siento gran simpatía y que me descubrió Néstor Luján en su libro Como piñones mondados (1994). Al maestro Luján se deben algunas de las más insignes páginas dedicadas a la yema comestible de esta planta de la familia de las liliáceas, como aquel texto en el que, citando a Nerón Claudio Druso Germánico, contaba que, cuando el emperador Octavio Augusto quería que se hiciera rápidamente algo, usaba una metáfora culinaria, velocius quam asparagi coquantur («en menos que cuecen unos espárragos»). 

Pero quien más certeramente ha ensalzado el espárrago es el genial Álvaro Cunqueiro, que en su imprescindible La cocina cristiana de Occidente (1969) interpreta el aforismo de Octavio entendiendo que un gastrónomo de pro nunca debe permitir que se cuezan de más los delicados tallos y relata igualmente leyendas sobre el fanatismo de los flamencos hacia el espárrago blanco, que otros comían con salsa muselina; nos previene contra los peligros del refrigerador (el frío merma su sabor), defiende el maridaje con la mayonesa y recuerda que el escritor Bernard Fontanelle «amaba los espárragos y por un mes no llega a centenario».

«También eran del gusto de Rabelais –prosigue el eminente gallego–, quien por boca de Panurgo da la receta para obtener los más sabrosos espárragos del mundo: es preciso espolvorear la esparraguera con cuerno de macho cabrío, previamente molido. Rabelais aprovecha la ocasión, naturalmente, para referirse a ciertos maridos». 

«La Edad Media desprecia los espárragos –volvemos a Luján–, pero el Renacimiento aprendió a cultivarlos. Fue muy pronto comida de lujo y se dice que el rey Luis XIV de Francia era tan goloso de ellos que apremiaba a sus jardineros para obtenerlos ya en diciembre». 

Sí conviene citar en cambio, aunque sea con una sonrisa, los comentarios de Luis Lobera, médico de Carlos V, que en su Banquete de los nobles caballeros (1530) se atreve a afirmar: «los espárragos son de poca sustancia, diuréticos, abren opilaciones del hígado, bazo y riñones y cuando se comen no muy bien cocidos laxan el vientre». Y otro galeno ilustre, esta vez del Santo Oficio, de nombre Sorapán de Rieros, escribía en 1616: «despiertan el apetito, tienen la virtud de calentar y limpiar los riñones, pero dan poco y mal sustento».

En oposición al cenizo Sorapán, unas décadas antes, el erudito tunecino Sheij Omar Ibn Mohammed Al Nefzawi llegó a escribir en su célebre tratado El jardín perfumado (siglo XV): «Los espárragos con yema de huevo frito en tocino, leche de camella y miel hacen que el miembro viril esté alerta noche y día». Tremenda afirmación, sin duda, que nosotros no nos atrevemos a discutir… ni tampoco a probar. 

Las cualidades pretendidamente erotizantes de estas hortalizas han sido señaladas abundantemente, a lo largo de la Historia, por muchos estudiosos del asunto. Pero más que por su sabor o composición química, aquí convenimos, de acuerdo con Isabel Allende, en que la estimulación es sobre todo visual: «Los de tallo grueso, pálidos de color y con la punta entre rosa y morada son los más afrodisíacos. Parecen falos anémicos. Lo mejor de este vegetal es su simpleza: de la olla a la boca de los enamorados. Se comen, por supuesto, con la mano, untados en mantequilla derretida con sal. ¿Quién no entiende la metáfora», sugiere la novelista chilena en su libro Afrodita (1997).

Para no seguir sonrojando al lector, diremos que, nutricionalmente, el espárrago es escasamente energético (25 Cal. por 100 gr.), pero rico en folatos y en vitaminas C y E. Los galenos de antaño le atribuían un suave efecto diurético, tónico y sedante, y lo recomendaban para el reumatismo, la vista cansada y el dolor de muelas. 

En nuestro país, además de los silvestres o trigueros (que crecen espontáneamente al borde de los caminos junto a los campos de trigo), cada vez más escasos, son famosos los ejemplares procedentes de Granada, Navarra, de Tudela de Duero y los de la vega de Aranjuez. Los cocineros de la piel de toro los incluyen regularmente en sus recetas y cartas, quizá porque el gourmet celtíbero les tiene, por su sencillez, especial querencia. Los verdes fritos son plato habitual de cualquier taberna ilustrada, así como los pericos cocidos no fallan en ningún buen comedor burgués de ascendencia navarra. 

Para mayores sofisticaciones, déjenme que les comparta algunos platos memorables que me vienen a la cabeza. En el comedor madrileño que lleva su nombre, Sacha Hormaechea los elabora con huevos escalfados y ocasionalmente mollejas de cordero. Y un maestro de la cocina vegetal como es Fernando del Cerro (Casa José, Aranjuez), ha convertido en un clásico estacional de los últimos años su ensalada de espárragos y salsifís sobre tostada de gurumelos. Yendo a territorios más vanguardistas, no puedo olvidar a Joan Roca (El Celler de Can Roca, Gerona) con su terrina helada de espárragos blancos y trufa. O al los barceloneses hermanos Torres con su espárrago con caviar de arenque. O al riojano Francis Paniego (El Portal de Echaurren, Ezcaray) y su espárragos blancos sobre una mahonesa de perrechicos. O al valenciano Ricard Camarena y su sopa de espárragos blancos y chipirones con dados de papada ibérica sobre caldo caliente de tótena.

Si viajamos al extranjero, el ragú de alcachofas y espárragos de Michel Guerard en Les Près de Eugenie (Eugenie-Les Bains) es incuestionable. Lo mismo que el espárrago blanco con lardo di Colonnata, crema de parmesano y muselina de apionabo de Alain Passard en L’Arpège (París). Aunque ya digo que, tratándose de un producto con tanta personalidad, los aderezos sobran las más de las veces y aquí sí se pueden recurrir a aquel dicho un poco anacoreta que sostenía que «mejor solo que mal acompañado».  

Si la esparraguera o espárrago común es un actor que no teme al monólogo, no resulta menos cierto que escoltarlo en la mesa con un triste vaso de agua es impropio de los verdaderos gourmets, sino de alguien que está cumpliendo una promesa religiosa o un martirio aceptado o auto-infligido de cualquier otra índole. Como dejó dicho el impertinente escritor británico Hector H. Munro, alias Saki, «un hombre que no ama las ostras, los espárragos y los buenos vinos no tiene alma ni estómago. Tiene el instinto de ser infeliz altamente desarrollado». Así, que, si amas los espárragos y el buen vino, basta con una pizca de criterio para no sufrir por partida doble, cuando el espárrago arruine el vino o viceversa.

Tengo amigos que, en estos casos, antes de escoger la botella más idónea, se preocupan de si los tallos son blancos o verdes; si enteros o pelados; si han sido cocidos, rehogados, hechos al grill, al horno o al vapor; si se engalanan con mantequilla, aceite de oliva, salsa holandesa, mayonesa o vinagreta… Como esto no es una ciencia exacta y siempre he creído más en el maridaje emocional (y en desafiar cualquier regla) que en las normas estrictas, les animo a saltarse semejantes circunloquios y beber con los espárragos lo que les pida el cuerpo en cada momento, teniendo en cuenta que los tintos más rudos, astringentes y cargados de madera o los vinos dulces más pesados se hallan cada cual en un extremo de nuestro particular límite del bien y del mal.  

Personalmente, en la copa, suelo decantarme en función del momento del día, del comensal que me acompaña y de mi buen o mal humor en ese momento, por un savagnin bajo velo del Jura, un vino de Jerez o Montilla-Montilla de crianza biológica (ya sea fino, manzanilla y vino de pasto) y tampoco desdeño un champagne muy seco y muy viejo, un blanco de chardonnay o viura de larga crianza, una cerveza belga de fermentación espontánea tipo oude gueze –si estoy juguetón– o, cuando se empeñan algunos amigos devotos de los manuales foráneos, un blanco ligero tirando a aromático, con buena acidez y sabor marcado tipo sauvignon blanc, chenin blanc o riesling, teniendo cuidado con que sean bien secos. Como ven, casi todo vale. 

Todo, menos hacer el patoso. «El espárrago jamás se come con cuchillo y tenedor ni se debe cortar de ninguna forma», advertía Ángel Amable en su Manual de las buenas maneras: guía de estilo para la gente educada (1988), un tratado didáctico y ocurrente cuya lectura no le vendría mal a más de un foodie iletrado de los muchos que campan en nuestros días por las redes sociales creyendo que sus rebuznos son filosofía aristotélica.

El mismo autor explicaba que lo habitual, en palacio y en comedores de alcurnia, era tomarlos ayudándose de unas pinzas de plata individuales diseñadas para tal función. A pesar de haber visitado muchos de los mejores restaurantes del mundo, solo me han puesto dichas pinzas en el Louis XV del Hôtel de París de Montecarlo que regenta desde hace décadas Alain Ducasse. En ausencia de ellas, las reglas de urbanidad y del sentido común permiten comerlos con la mano, como se ha hecho toda la vida. Y allá si vienen buenos en abril o en febrero…

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