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Fuera de carta

Quedémonos a vivir en un café vienés

Mantener las tradiciones es una forma de conectarnos a las generaciones que nos precedieron

Quedémonos a vivir en un café vienés

Café Goldegg en Viena. | Fotografiado por Lisbeth Salas

Visitar un café vienés es visitar la idea de café que Platón manejaría si fuese un europeo nacido después de 1850, pues de estos establecimientos derivan todos los demás, esos que intentan con esfuerzo imitar la gracia y el bienestar que se respiran en estos santos lugares vieneses. Traigo un ejemplo concreto, que además es de barrio: el Café Goldegg, situado a cinco minutos a pie de la Galería Belvedere,  donde todo peregrino con ganas de un chupito de síndrome de Stendhal se acerca a contemplar El Beso de Klimt. Cualquier otro café de nuestras ciudades, o incluso de la propia capital austriaca, es una ilusión, una tentativa de emular ese micromundo vienés encarnado sin afectación por el Café Goldegg.

Aunque no hayamos visitado Viena, sus cafés más o menos nos los sabemos: sillones tapizados en terciopelo, camareros elegantemente uniformados, tartas y bizcochos tentadores detrás de una vitrina, y algo esencial: la prensa del día colocada en sendos portaperiódicos de madera para que la podamos hojear cómodamente y también para que no nos llevemos ningún Zeitung por despiste al marcharnos. El Goldegg tiene todo eso y muchas más atracciones: una estufa de hierro y vidrio totalmente decimonónica, un billar espléndido en medio de la sala y un parqué envidiable que coloca nuestras tarimillas flotantes a la altura del betún.

El encanto de un café como ese no radica solamente en su inventario de objetos y alimentos, sino también en sus tradiciones. Por algo la UNESCO, muy avispada, incluyó en 2011 la cultura vienesa del café en su lista de patrimonio inmaterial de la humanidad. De algún modo, las sillas Thonet y las mesitas de mármol, a menudo dispuestas como en un tetris tridimensional para que quepan más clientes, forman parte de esa lista, pero lo que realmente figura en ese prestigioso elenco de lo intangible es el ambiente que se respira en esos espacios llenos de historia donde la prisa es palabra non grata.

El billar o la espumita del café Melangemitad leche mitad café– por sí solos no generan la idea de café vienés. Esta institución es sinérgica: la suma de todos los elementos que he citado y de muchos más que probablemente citaré –por ejemplo, ese huevo pasado por agua en su punto como extra del desayuno–  no basta para constituir su esencia. Ese efecto benefactor que excede al conjunto de componentes del establecimiento lo facilita en gran medida su personal, que ha hecho del servicio un arte. En el Goldegg son sólo mujeres: una tropa gloriosa de Kellnerinnen, camareras dotadas de una profesionalidad de otro siglo, probablemente del mundo de ayer que retrató Stefan Zweig. Alguna de ellas podría incluso echarte una pequeña regañina si te manchas de café la camisa blanca que acabas de estrenar, y hasta nos gustaría que lo hiciera.

La jefa, mandamás del lugar, es inconfundible: viste siempre de colores llamativos y es a quien todas las demás empleadas consultan cualquier cuestión. Ella misma se sienta con los clientes habituales –en el Goldegg abundan los parroquianos– a charlar de esto y lo de más allá, algo que borra de inmediato nuestra idea preconcebida sobre la supuesta parquedad de palabra de los centroeuropeos. 

Otra tradición justa y necesaria es la del vasito de agua que te sirven junto a cualquier bebida caliente, algo que, con buen tino, ya estamos importando en estas tierras. Hasta el susodicho vasito de agua tiene historia, porque en Viena todo lo tiene: algunos dicen que es un detalle de índole oriental, pues, recordemos, los Otomanos estuvieron por allí hace siglos y si de algo sabían, era de café. Otros afirman que estos establecimientos siempre dieron mucha importancia a la pureza del agua, que en su día procedía de pozos. El vasito de agua servía como prueba de que el pozo estaba limpio y, por tanto, de la potabilidad del agua. La costumbre se institucionalizó cuando se implantó en Viena la primera tubería procedente de un manantial de montaña. Y hoy sigue siendo un modo de sacar pecho ante la buena calidad del agua de la capital austriaca.

Mantener las tradiciones es una forma de conectarnos a las generaciones que nos precedieron. En el Café Goldegg me siento vinculada con residentes ilustres de Viena como Freud, Gustav Mahler o Lou Andreas-Salome, no tanto porque acudieran allí –por lo visto, frecuentaban otros más céntricos como el Café Landtmann– sino porque también recibieron sus vasitos de agua y sus tazas en bandejitas de alpaca, y su pan o sus croissants en una cesta metálica cubierta por un paño blanco. ¿No es esa una de las Europas que nos gustan? Habrá que seguir luchando para que no desaparezca, y un modo de hacerlo es entrar en los cafés, en el Goldegg y en cualquier pariente suyo que nos pille más a mano.

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