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Fuera de carta

Micronacionalismos para desayunar

Todas esas fusiones multiculturales que tanto nos gustan para cena y comida no van con nosotros a primera hora del día

Micronacionalismos para desayunar

Imagen de un desayuno.

El desayuno es la comida más nacionalista del día: al ver a extranjeros desayunar sus platos nacionales enseguida los miramos frunciendo el ceño. No faltan la sospecha y el desdén ante la elección de los alimentos que inauguran el día ajeno. Ni siquiera los hermanos de países mediterráneos se libran de provocarnos sensación de otredad: en Grecia y Turquía le dan a las aceitunas, al pepino y al pimiento rojo crudo ya desde temprano, una forma de comenzar la mañana irritando el estómago sin contemplaciones.

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Nuestro supremacismo desayunista nos lleva a convertirnos en seres ultraconservadores: lo nuestro es lo acertado, lo de ellos, erróneo. Todas esas fusiones multiculturales que tanto nos gustan para cenas y almuerzos no van con nosotros a primera hora del día. Incluso una marca de galletas desconocida nos puede aguar la mañana. El «narcisismo de las pequeñas diferencias», como llamaba Freud al acto de subrayar las desemejanzas para paliar otros aspectos de la personalidad que nos generan inseguridad, se da particularmente en horario matutino.

Hoy llamaríamos a esto micronacionalismos, y nuestros desayunos se llevarían la palma, aunque no figure bandera alguna en ellos. De hecho, podrían  figurar como ejemplo en el ensayo Nacionalismo banal de Michael Billig, en el que el académico recorre prácticas cotidianas que son, al mismo tiempo, muestras de nacionalismo, como lo de colgar banderines con los colores de la Union Jack para adornar el puesto de una rifa benéfica en Brighton, o lo de elaborar cócteles de color rojo, blanco y azul para conmemorar el 4 de julio en Estados Unidos

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Los británicos tienen un pase con su panceta, sus huevos y sus alubias en salsa dulzona, reconfortantes a la par que grasientos: para muchos habitantes de la Península Ibérica, el desayuno británico nos trae a la memoria el buffet matutino de un hotel, esos parques de atracciones en los que no dejamos ni una tapa metálica sin levantar, bajo las que se esconden guisos que en nuestra vida diaria no osaríamos meter en nuestro estómago antes de las dos de la tarde. El buffet de desayunos es un tiovivo de la experimentación alimenticia, y más aún si decidimos combinar en un mismo plato todo lo que nos ofrecen.

Imagino que las antípodas culturales en cuanto al desayuno se encuentran en Extremo Oriente. De hecho, en un hotel alemán comprobé que la sección asiática de desayunos incluía sopa de pescado, y lo recuerdo con horror. Lo gachesco y sopero por aquí no se estila para empezar el día: en cualquier comunidad autónoma, sea o no histórica, se prefiere morder algo que cruja, lo mismo da pan, galleta o churro,  pero nunca un alimento de los que podrían comerse sin la dentadura puesta. Quizá la idea es comprobar cómo nos funciona la piñata ya desde primera hora, entrenarla para lo que vendrá después.

(Confesión: me quejo de las sopas matutinas foráneas, pero en Bogotá siempre había sopa de pollo en el hotel donde nos alojaron el año que fui a la Feria del Libro, y yo, a pesar de mis prejuicios relacionados con los desayunos extranjeros, le pegaba un tiento cuando no me miraba nadie).

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El pan con tomate y aceite, ¿a quién pertenece? Imagino a andaluces y catalanes peleándose por su patente, cuando en realidad, el tomate llegó de América, así que ni siquiera es un alimento enraizado en la historia de ninguna comarca europea antes de 1500. De hecho, hace treinta años en ningún bar de Madrid te lo servían para desayunar. Solo había tostadas con mantequilla y mermelada o bollería, a elegir. Yo lo probaba solamente en viajes a Barcelona o a Córdoba. Cuando se hizo viral, del modo en que las cosas se hacían virales antes, por el boca a boca o por algún programa de televisión muy visto, aterrizó en Madrid y llegó para quedarse. Solo hacía falta desnacionalizar el alimento: así se hizo y ahora sus orígenes ya se perdieron en la noche de los tiempos. 

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Gran parte de nuestra identidad se encuentra en nuestros gustos a la hora de romper el ayuno nocturno: lo primero que ingerimos por la mañana dice más de nosotros que todas las banderas e insignias multicolores que colguemos en el balcón. Por eso, los que dicen conocernos han de saber qué nos gusta desayunar. Un amigo de Argentina pasó un par de noches en mi casa y lo primero que le pregunté para preparar su visita fue: «¿Qué desayunas?». Desconfíen, por tanto, de las parejas que no aciertan al comprarles su magdalena favorita, que no han reparado en que les gustan esas alargadas que se introducen ergonómicamente en el vaso de café con leche, y no las más redondas de toda la vida, aunque hoy se llamen muffin

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