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Gastronomía

La contundencia no es para el verano 

Hay un fuerte deseo oculto de volver al año escolar culinario, con la paz que proporciona la contundencia

La contundencia no es para el verano 

Perritos calientes. | unsplash

Durante estas semanas, muchos de ustedes estarán alimentándose de gazpacho y ensalada campera, sobre todo si se encuentran en la parte de la península que aparece indefectiblemente coloreada de rojo en todos los informes meteorológicos. Por eso, pensar en pucheros, fabadas, salchichas o guisos de carne con salsa marrón y espesa quizá les resulte rayano en lo pornográfico

Pues, justamente, pornográficas en lo alimenticio son las celebraciones del Día de la Independencia estadounidense, que, en pleno cuatro de julio, incluyen la retransmisión del concurso de ingesta de perritos calientes de Coney Island, un acto de tanta relevancia como el desfile que se organiza en Washington DC para conmemorar un día tan señalado para el país. La leyenda patriótica cuenta que el origen de esta costumbre tuvo lugar el 4 de julio de 1916, cuando cuatro inmigrantes se plantaron ante el puesto de perritos calientes Nathan’s en Coney Island y comenzaron a comer hot-dogs hasta reventar. Se trataba de una competición: el que más perritos comiese quedaba automáticamente designado como el más patriota.

Perritos calientes. / Unsplash

La primera grabación de este exceso pantagruélico data de 1972: en ella y otras de años sucesivos vemos a estos atletas de lo sedentario intentando superar, en los diez minutos que dura la competición, a Joey Chestnut, el mayor plusmarquista de la salchicha entre pan: setenta y tres perritos se comió en diez minutos; en ese ratito entró en su cuerpo una legión romana de calorías: doce mil, en concreto.

Fue durante un reciente viaje a Asturias cuando me acordé repentinamente de ese concurso estadounidense, tan excesivo como el propio país donde se celebra. Felizmente instalada en la terraza de un chigre, ante la cantidad de comida que habían pedido los amigos lugareños con los que me junté (he aquí la lista de alimentos que llegaron a nuestra mesa: tortos de maíz, picadillo, huevos fritos con patatas, ensalada de tomate y ventresca, carne a la parrilla con pimientos, emberzao (una especie de morcilla asturiana) y dos tartas de postre, le acabé preguntando al camarero si no le parecía que la comanda era excesiva para un grupo de cinco. Su respuesta, pronunciada en tono serio, fue para enmarcar: «Pues entonces no haber venido a Asturias. Aquí comemos hasta hartarnos».

Algo parecido les debieron de decir a Pablo Neruda y Miguel Ángel Asturias en Budapest, donde ambos pasaron unos días estivales en 1969, en plena Guerra Fría. «Aquí se viene a comer hasta reventar», parecía ser la consigna, y eso hicieron, documentándolo además en la crónica gastronómica titulada Comiendo en Hungría, publicada por Capitán Swing en 2010, una rareza difícil de encontrar hoy en librerías.

¿A santo de qué se plantaron allí los dos escritores y por qué les dio por escribir Comiendo en Hungría? La razón es política: los invitó el gobierno húngaro para que cantaran las excelencias del régimen (tanto culinario como político, por lo visto). Neruda se dirigía a Yugoslavia, a una reunión del Pen Club Internacional y Miguel Ángel Asturias a Moscú, como jurado del Premio Lenin, que ese año le fue concedido a Rafael Alberti.

Como iban a mesa puesta y a gastos pagados, además de comer hasta hartarse –al estilo de mi cena en el chigre asturiano–, escribieron bajo los efectos benéficos del estómago lleno. Nada de ser artistas del hambre, como el personaje descrito por Kafka en su relato de igual título. De un viaje así, salieron versos como estos de Neruda, en los que canta al gulasch, uno de los guisos nacionales húngaros:

«Del brazo de una rama en un caldero
Colgado sobre el fuego se cocinan
Cebollas rehogadas en manteca,
Trozos de carne, papas y tomates;
Lo que había a la mano se echó dentro
De este primer gulash al rojo vivo
Por la paprika que le dio su sangre».

Plato de goulasch. | Pexels

En el libro también aparece una oda al foie-gras, otra a las artes del repollo y diversos elogios a los vinos húngaros. El tono es arrebatado y encendido, a veces en exceso. Como contraste, la sección final, titulada Léxico abreviado, incluye un listado de los alimentos mencionados, con algunas leyendas y curiosidades al respecto. Su autor es el húngaro Zoltán Halász, y allí es donde aprendemos la enorme variedad de pimentones empleados en la cocina del país. También nos proporciona una guía de los restaurantes visitados por Neruda y Asturias, entre los que, según compruebo, hay algunos que continúan abiertos hoy. Son restaurantes a prueba de revoluciones y de cambios de régimen, como el Aranyszarvas o «Ciervo de oro», especializado en platos de caza.

¿Y por qué justamente ahora, que es la peor época para los excesos culinarios, es cuando a mi cabeza le da por pensar en perritos calientes devorados sin límites, morcilla frita y guisos de los que te mandan a dormir una siesta de pijama? Sería como ponerse a pensar con deleite en anoraks acolchados en pleno mes de agosto, sí, pero el motivo parece claro: es mi fuerte deseo oculto de volver al año escolar culinario, con la paz que proporciona la contundencia de sus platos humeantes, el que proyecta esas imágenes en el cine de mi cerebro.

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