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Crónicas disfrutonas

Elogio de la hamburguesa, un plato de primera injustamente denostado

«Ya en los cincuenta estaba en la carta de uno de los mejores restaurantes de España. No es un plato de segunda»

Elogio de la hamburguesa, un plato de primera injustamente denostado

Hamburguesas a la parrilla.

Contaba mi padre que la primera hamburguesa que probó en Madrid fue en el año 1956, en un sitio donde, a priori, nadie pensaría que pudieran servir tan popular plato: Horcher. Llegó a la mesa con mayonesa, cebolla frita crujiente y patatas suflés. Sin bollito, claro.

Horcher sigue teniendo la hamburguesa en su carta, y la sirve con la misma cebolla, pero con las patatas salteadas. También estaba en la carta de Horcher-Ascot, cerrado hace muchos años, en La Moraleja. El maître, mi amigo Hans Krebs (q.e.p.d.), destacado por Moppy Horcher como responsable de la sucursal, me confirmó que se picaba en el momento un filete de solomillo, como en la casa madre. Y, en efecto, ambas hamburguesas estaban elaboradas con una carne tan limpia que, aun siendo espléndidas, habrían podido ser más jugosas. 

He ido bastante a Horcher. La primera vez fui con mis viejos –tierna edad de 15 años– y hasta firmé en el libro de oro, gentileza con nosotros del añorado maître, Cristóbal, que quería mucho a mis padres. Y la primera vez que pagué una cuenta fue a los 20 años, cuando llevé a una chorba que mareó la perdiz a modo –o sea, que me trajo por la calle de la amargura–. Pagué 1.705 pesetas que, con propina, fueron 1.800. Un pastizal para mí, pero la inversión en aquella sinsorga las valía, me pareció entonces. Y sí, pedí la hamburguesa, para extrañeza de mi convencional acompañante.

La realidad es que, a pesar del auge que vive, no deja de ser un plato relativamente despreciado, como de la fila de atrás. Ha pasado a ser componente de menú infantil. Peor aún, de la denostada comida basura… y con un fondo de razón: parece que las salsas que las acompañan en los burgers no son, dietéticamente hablando, de lo más recomendable. Incluso hubo en los Estados Unidos –dónde si no– un polémico insensato que estuvo un mes a McDonald’s y, sobre engordar cuatro kilos, vio su análisis de sangre empeorar sustancialmente. (Claro que lo mismo le pasaría, supongo, si se encerrara un mes a fabada… Afortunadamente en España no tenemos esa subespecie de Homo gilipollensis).

En cualquier caso, su consideración –la del plato, no la de aquel sujeto– ha caído, a pesar de su aparente popularidad. Y parece que se presta mucha más atención a lo que se sirve con ella que a la carne en sí. Pero no olvidemos que ya en los cincuenta estaba en la carta de uno de los mejores restaurantes de España. Quiero decir con esto que no es, ni mucho menos, un plato de segunda.

Reconozco sin rubor alguno que me apasionan las hamburguesas, e incluyo aquí las de las multinacionales de salsas dudosas: Burger King, McDonald’s… Otra cosa es lo que yo me preparo, tras bastantes probatinas. En Foster’s Hollywood (que cayó en picado, aunque me dicen que ha renacido, en plan Fénix) no quisieron darme la fórmula. El desaparecido Alfredo Gradus, patrón de Alfredo’s Barbacoa, ese garito de Lagasca de look cutre-sureño y de cuestionable limpieza, no soltó prenda sobre la receta de la suya, espléndida, probablemente la mejor de Madrid. Pero sí Richard Stephens, en su restaurante La Gamella, en Alfonso XII, que servía una estupenda, especialmente sabrosa. Afirmaba hacerla con lomo bajo, que hacía limpiar casi, casi con Fairy. Cuando ya no tenía grasa, ni telillas, ni tendones, mandaba picarlo; esperaba a que el carnicero se repusiera del desmayo y pedía que lo mezclara con un 15% de grasa. A estas alturas aquél ya estaba curado de espantos. «Sí, de sebo», enfatizó Dick ante mi incredulidad. 

No se me enfaden los talibanes de la dietética, de haberlos, porque no he de discutir: no es recomendable añadir sebo, estamos de acuerdo. Pero piénsese que si dijera mantequilla –igual de nociva– no sonaría tan mal, ¿verdad? Es que el sebo es ajeno a nuestra cocina y, además, es palabra fea. Sebo. Sí, definitivamente fea. He probado con tocino ibérico, con aceites de girasol y de oliva y hasta con mantequilla, pero el mejor tanteo –por goleada– lo logró la grasa propia de la vaca (o ternera).

Yo le pido al carnicero un kilo de tapa, o de rabillo de cadera, bien limpio, picado (una sola vez, no dos como normalmente te sugieren) y lo mezclo con 150 gramos de sebo puro, también picado. Añado dos cucharadas (soperas) de mostaza de Dijon, una cucharada rasa (de té) de sal y a amasar; hago –con guantes, uno es muy prolijo en la cocina– las consabidas bolas, que aplasto de modo que la carne no se prense demasiado (esto es fundamental); y a la plancha o, mejor aún, a la parrilla. Ojo: deben sacarse de la nevera un par de horas antes (bien tapadas no pasa nada). De lo contrario, si se sirven poco hechas –como debe ser, en mi opinión– no se atemperan y aparecerían trocitos del sebo sin fundirse.

Está soberbia, sabrosa y jugosa. Yo no las sirvo con bollito, ni queso, ni bacon, ni otras florituras; pero sí con ensalada y bien de patatas fritas.

Y por cierto, ¿alguien sabe quién fue el sabio que dijo que pudiendo freír las patatas, por qué molestarse en hacerlas de otra manera?

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