¿Foie gras en verano?
«No es alimento untable, sino que en las mesas refinadas siempre se ha comido con cuchillo y tenedor»

Un plato de foie gras acopañado de pan tostado.
Mediados de julio en plena meseta ibérica. Con el termómetro marcando 35 grados centígrados al mediodía, me llega un comunicado de prensa sobre la reciente publicación de “Un manual con datos claves del sector español del foie gras”. Impulsado por la Asociación Interprofesional de las Palmípedas Grasas (Interpalm) y cofinanciado por la Unión Europea a través de un programa de apoyo a las campañas que fomentan el respeto por el medio ambiente, dicho documento es descrito en la nota como “un recorrido apetitoso para conquistar a las nuevas generaciones”. Uno nunca deja de sorprenderse. ¿Foie gras en plena canícula? Como diría el torero, hay gente para todo…
Reconocido oficialmente en 2006 como Producto Protegido del Patrimonio Cultural y Gastronómico Francés, resaltando su importancia histórica y su valor en la cocina, el foie gras –en castellano, hígado graso–, es un producto de lujo que la Real Academia Española permite llamar fuagrás y define sucintamente como “paté de hígado, generalmente de ave o cerdo”. ¡Cuánta ignorancia muestran a este respecto nuestros ilustres lingüistas!
Para empezar, un foie gras canónico solo puede ser de oca o de pato. Y, desde luego, no es alimento untable, sino que en las mesas refinadas siempre se ha comido con cuchillo y tenedor, acompañado de pan tostado para aportar al paladar un toque crujiente tras cada bocado. Hechas las oportunas salvedades, la primera cuestión es si tiene el menor sentido lanzar un comunicado como este en julio, salvo que los estrategas de Interpalm hayan escogido estas fechas tan poco propicias para la ingesta calórica pensando ya en la rentrée. Como si fuera uno de esos spots navideños que se ruedan en pleno estío, con los modelos luciendo un bronceado caribeño y asados por el calor de los abrigos y bufandas de cachemir. Pero no fantaseemos…
Al margen del acierto en las fechas, la publicación pone de relieve la importancia real del foie gras en la economía española. Y es que actualmente nuestro país es el cuarto productor de Europa y el segundo consumidor, generando más de 6.000 empleos directos e indirectos, principalmente en zonas rurales de Castilla y León, Navarra, País Vasco, Cataluña y Aragón.
¿Será como la caza, que va la mayoría para exportación?, sugerirán algunos. ¡Pues no! Resulta que el 93 % de las ventas se quedan en el mercado nacional, lo que consolida, a decir de la nota de prensa, “su relevancia para la economía local y su contribución al mantenimiento de la actividad en el entorno rural”. Además, los productores españoles mantienen un compromiso con la sostenibilidad y las prácticas responsables teniendo en cuenta incluso “el bienestar animal”, de acuerdo con el Código de Buenas Prácticas de Bienestar Animal para la Producción de Foie Gras y Productos Derivados del Pato, que desde 2020 “establece directrices para garantizar el bienestar de los animales durante todo su ciclo productivo, desde la cría hasta el sacrificio”.
La costumbre ancestral de cebar un ave hasta deformarle el hígado con motivos gastronómicos se remonta 4.500 años hasta el Antiguo Egipto. Al parecer, los súbditos de los faraones ya observaron la tendencia natural de las ocas a sobrealimentarse para acumular reservas antes del período de migración. Pronto descubrieron la exquisitez culinaria de sus hígados hipertrofiados y, al cabo de un tiempo, adquirieron la costumbre de cebar a la fuerza a estos ánades para disponer de hígados grandes todo el año.
Por supuesto, este procedimiento no dejó indiferentes a griegos y romanos, que perfeccionaron la técnica empleando higos como alimento base para el engorde y bañando luego en leche los hígados obtenidos, como cuenta Ateneo de Naucratis en El banquete de los sofistas. Pero lo cierto es que, con el paso de los siglos, este tesoro gastronómico estuvo a punto de caer en el olvido, de no ser por los alsacianos.
Desde el fin de la Edad Media, por su céntrica situación geográfica, Alsacia era un punto estratégico para el comercio europeo, que asumía productos e influencias culinarias de todas las culturas. Fabienne Velge y Sharon Sutcliffe, en Un viaje culinario por Francia, (1999), opinan que debieron de ser los judíos del Este quienes, habiendo adoptado la oca por razones religiosas como alternativa al cerdo, difundieron su consumo en Estrasburgo. Allí se consumía en días de fiesta señalados el foie fresco a la sartén o como ingrediente de salsas o pasteles, hasta que el maestro pastelero Jean-Pierre Claude cocinó el primer paté de foie gras en 1780, para un banquete muy aristocrático. El éxito fue tal que decidieron enviarle uno al rey Luis XVI, quien se entusiasmó tanto con este plato que lo impuso en el París pre-revolucionario.
La receta básica que ha llegado hasta nuestros días consiste en limpiar el hígado entero de unos 300 gramos de peso, extrayendo todas las venas y nervios –de lo contrario, el foie adquiere un sabor amargo–; luego se condimenta con sal, pimienta y azúcar y se riega con Oporto o un vino similar. Tras unas horas marinando, se envuelve en un film transparente y se cuece en agua –o al horno, sin el plástico, en una terrina rectangular con tapa–, durante 30 minutos a una temperatura de entre 70 y 75 grados. Se sirve lo suficientemente frío como para que la grasa no comience a sudar. Y se toma preferentemente de aperitivo, aunque los antiguos alsacianos gustaban de reservar este manjar para el final del ágape, justo antes de la ensalada, el queso y los postres.
Alimento de lujo por excelencia, la ascensión de la burguesía urbana en el siglo XIX impulsó su comercio en toda Francia, animando a otras regiones tradicionalmente criadoras de ocas como Gascuña a lanzarse a su producción artesanal. Pero ha sido la comercialización masiva del producto industrializado, en el siglo XX, la que ha empujado la creciente elaboración de foie gras con hígados de pato, un animal más dúctil, que no precisa tanta extensión de pastos y se ceba rápido: 15 kilos de maíz mojado en agua tibia durante dos semanas sin espacio para moverse. No es grave, ya que el foie de pato tiene una textura muy similar y sólo se distingue del de oca por su sabor algo más marcado y su mayor tendencia a fundirse con el calor. Ambos están deliciosos, acompañados de pan tostado o brioche y de una copa de Sauternes o algún moscatel de vendimia tardía.
¿Pero este alimento no ha sido prohibido en algunos países por ser considerado como el resultado de la crueldad de los granjeros con los animales? Efectivamente, la producción de foie gras está prohibida en más de 15 países, incluyendo Alemania, India, Italia, Países Bajos, Polonia –que era el quinto productor mundial–, Reino Unido o Suecia, por considerarla maltrato hacia los animales. En cuanto a la Unión Europea, la directiva 98/58/EC indica que “ningún animal recibirá comida o bebida de una manera que le cause dolor o lesiones innecesarias” y se completa con una recomendación de junio de 1999 insistiendo en que “no se autorizarán los métodos de alimentación y los aditivos alimentarios que generen dolor, lesiones o enfermedades a los patos, o los que puedan provocar la aparición de condiciones físicas y psicológicas perjudiciales para su salud y bienestar”. Como en tantas ocasiones, la norma deja un amplio espacio para la interpretación.
Personalmente, la prohibición del foie gras no es algo que me quite el sueño. Cada vez que alguien menciona esa posibilidad, me viene a la memoria aquella escena de la película de Brian de Palma Los intocables (1987). “¿Qué va a hacer ahora que han legalizado la venta de bebidas alcohólicas?”, le pregunta un periodista a Elliott Ness en la escena final de la película de Brian de Palma “Los intocables”. “Me iré a tomar una cerveza”, responde risueño el hombre que construyó su leyenda luchando contra el tráfico de whisky y la red mafiosa de Al Capone durante la Ley Seca.
A mí con el foie me ocurre algo parecido. No está entre mis alimentos favoritos, pero tampoco censuro a aquellos que lo elaboran o lo consumen. Jamás montaría un sindicato del crimen para poder comerlo en el caso de que los únicos cinco países europeos que lo siguen produciendo (España, Francia, Bélgica, Hungría y Bulgaria) terminaran desterrándolo debido a la presión del lobby de turno. Pero no niego que hay recetas con hígado de pato que me han emocionado y aún tengo grabadas en la memoria: el foie a la pimienta de Sechuán, con confitura ácida de fresas, cebolleta asada y hojas de hierbaluisa de Michel Bras; el foie con sirope de ratafía y pino de Édouard Loubet; el foie escabechado de Ange García; el foie al café con consomé de cardamomo de Joan Roca; la coca de hígado de pato con verduras escalivadas de Sergi Arola; el cubalibre de foie con escarcha de limón y rúcula silvestre de los primeros tiempos de Quique Dacosta o el foie con cerezas, esencia de lima y consomé de atún de Andoni Luis Aduriz…
Para los aprendices de gourmet, conviene señalar igualmente que no es auténtico foie gras todo lo que ofrece el mercado. A la hora de comprar uno envasado, resulta imprescindible fijarse en la etiqueta y saber lo que significa cada nombre. Así, el foie gras fresco es el hígado crudo, vendido en pieza entera y destinado sobre todo a la hostelería. Se puede hornear en tarrina para hacer mi-cuit, marcarlo brevemente en la plancha o bien saltearlo con algún licor noble y aromático.
Por su parte, el foie gras mi cuit o en semi-conserva es un hígado cocido dentro de una tarrina o tarro de vidrio que se conserva en perfectas condiciones durante varios meses siempre que se mantenga refrigerado. A este mejor no aplicarle calor, sino servirlo frío y dejar que se atempere en el plato o en la boca del comensal. Si la etiqueta reza foie gras entier, significa que se trata de un hígado entero o de un trozo considerable, mientras que, si dice bloc de foie gras, estamos ante varios trozos prensados. En una escala de calidad inferior se sitúan el parfait de foie gras (75 % de foie completado con hígado de ave) y la mousse de foie gras (50% del producto fetén con similar complemento).
Elija el que elija, en función de la disponibilidad o de la billetera, procure reservar el placer de su ingesta para meses menos tórridos que estos, ya que 100 gramos de dicho alimento aportan 462 kcal, de las cuales más de la mitad son grasas. Y, si no tiene más remedio de comerlo en verano, por imponderables o compromiso social, absténgase tajantemente de acompañarlo con un Sauternes, un Tokaji o un blanco alsaciano de vendimia tardía –como mandan los cánones tradicionales– y decántese por un champagne millésimé blanc de blancs algo maduro, para que ese fenómeno que los expertos llaman autólisis le llene el paladar de aromas a frutos secos y bollería recién horneada.