Habas con miel y sobrasada (y el verano que pasé en Inglaterra comiendo fatal)
«Le copié esta receta a mi amiga Isidora, dueña de El Almacén, en Ávila, restaurante que no puedo sino recomendar»

Habas. | Pixabay
En mi tardo-pubertad y primera adolescencia, mis padres me desterraron a Inglaterra para que aprendiera inglés, como era frecuente antes y sigue siendo ahora. Con buen criterio, huyeron de los viajes organizados por el colegio, porque era inevitable que los expatriados hicieran juntetas, con notorio perjuicio del aprendizaje. Yo fui varios veranos de huésped (de pago, claro) a una familia, lo que garantizaba el trato con fauna local. No recuerdo cómo dieron con los Duke.
Mi familia vivía temporalmente en Petersfield, condado de Hampshire, de alquiler en un caserón algo destartalado, con un asilvestrado jardín y una gran huerta. También tenían una impecable pista de tenis (de hierba, naturalmente), y algo que llamaban piscina, pero que no pasaba de ser un charco de ranas, claro está que sin depuradora. A los 14, uno nadó con alegría, sin prejuicio alguno, entre unos simpáticos renacuajos terciaditos, como hacían mis anfitriones. Escalofríos produce, visto ahora. Temporalmente: el padre era marino de guerra, de rango equivalente a capitán de navío (o coronel) y en aquel momento daba clases no sé dónde. Su destino anterior había sido Malta y el siguiente sería el mando de un HMS (o sea, de un Barco de Su Majestad).
La educación que daba a sus hijos era no ya marcial, lo que hubiera sido hasta lógico, sino prusiana. No se trata de debatir ahora, pero diré que uno —que se declara anglófilo, filia que incluye muchas facetas de la educación británica— quedó atónito cuando vio (y aceptó, ¡qué remedio!) algunas exigencias del protocolo. Un chocante ejemplo: durante un partido de dobles (por ejemplo), es de buena educación ofrecer una disculpa al compañero tras un fallo: decir sorry era de rigor, lo que me parece correcto, y aun bonito. Pero la respuesta invariable en aquella casa era yes. Un día pregunté por qué tras la disculpa llegaba el asentimiento, a lo que una enana resabiada y pizpireta, de ocho o así años, saltó con severidad como un resorte: «Because [if you miss the shot] you have to be sorry!».
Por supuesto, no había nada parecido a servicio, con lo que todo el mundo (bueno, casi todo el mundo) hacía de todo: cuidar la huerta y pasar el pesadísimo rodillo por la pista de tenis tenían prioridad sobre cosas sin importancia, como la cocina. O la limpieza: por ejemplo yo tenía derecho a dos baños semanales (la ducha era desconocida en aquella familia).
No recuerdo qué crecía en la huerta, pero desde luego habas y judías verdes que se comían simplemente hervidas. No se rehogaban en una puntita de mantequilla, ni se estofaban con tomate, no se las escoltaba con bacon salteado, ni siquiera se les añadía un chorrito de aceite. Nada de mariconadas continentales. Hervidas.
Las judías, bueno, eran comestibles. Pero no sé de qué variedad serían, ni si la falta de sol influye o qué demonios pasaba, pero las habas eran del tamaño de bolas de golf (sólo que más duras, por mucho que hirvieran) y una piel —que nadie quitaba— basta como la de un kiwi. Al borde de lo deletéreo, las recuerdo. Las odié hasta el punto de que, ya de vuelta en casa, estuve meses sin probarlas.
Fritas levemente con jamón; o en una menestra como la de Terete, en Haro, con pequeños tacos de jamón, una cebolla, un diente de ajo, unos corazones de alcachofas, zanahorias, un puñado de guisantes, un par o tres de arbolitos de coliflor, quizá unos champis en rodajas o incluso unas puntas de espárragos y unas pencas de acelgas rehogadas… O simplemente salteadas en buen aceite de oliva son manjar de reyes. Me pregunto qué les parecerían a aquellos isleños.
Yo le copié su receta a mi amiga Isidora, dueña y cocinera de El Almacén, en Ávila, restaurante que no puedo sino recomendar, con su marido Julio (Nariz de Oro en 1996) en el comedor, secundado por su hijo Juan, y gestor de una bodega que haría palidecer de envidia a no pocos establecimientos de postín. No puede ser más fácil:
Habas con miel y sobrasada
Un tarrito de habitas fritas en aceite de oliva, que se escurren y se calientan en la sartén. Ya se sabe, como la mujer y la sardina: las habas, cuanto más pequeñas, más finas.
Añádase una buena cucharada sopera de miel (o cucharada y media, va en gustos). Una vez la miel disuelta, incorporar un trozo de buena sobrasada que hay que cortar en pedazos pequeños. De lo contrario, quedaría como un pegote rojo. Un minuto más de fuego, y al plato.
Un tarrito da para dos personas como primer plato. También se puede servir como aperitivo, en pequeños cuencos. ¡Siempre triunfa!