Escapada a Setúbal: salmonetes, moscatel y 'garum'
Comer en esta población costera siempre ha sido un acto de comunión con el océano

Mercado de Setúbal. | Wikimedia Commons
Hay veranos que parecen repetirse como un ritual de felicidad. Desde hace años, mi familia y yo tenemos la costumbre de bajar a Setúbal desde nuestra casa en Lisboa, buscando el aire salino de la bahía, el rumor de los barcos que llegan al puerto pesquero y la promesa de una mesa pletórica de sabores yodados. Es un trayecto breve –40 kilómetros de autopista– pero que encierra una transformación mágica: uno abandona la capital lusa, con su creciente cosmopolitismo y exceso turístico, para sumergirse en una localidad donde (casi) todo respira mar y tradición.
Setúbal tiene algo de escenario de cine neorrealista: redes secándose al sol, marineros veteranos reparando las artes en los muelles, gaviotas ansiosas sobrevolando las cajas de pescado recién descargadas. Para nosotros, tras un breve paseo, la escapada culmina indefectiblemente en la Tasca do Toninho, uno de esos comedores populares con marchamo familiar que destilan honestidad y han hecho del peixe grelhado una forma de vida.
Comer en esta población costera siempre ha sido un acto de comunión con el océano. No hay viajero que no se rinda al choco frito, ese calamar cortado en tiras y pasado por una fritura ligera que se acompaña de patatas (fritas también) y la preceptiva rodaja de limón. Parece sencillo, pero es toda una institución: cada local tiene su secreto, su punto de ajo o de vino blanco en el adobo, su modo de freír. Es el plato que mejor define el alma de la ciudad, tanto que la propia cámara municipal organiza rutas del choco donde se compite por encontrar la versión más sabrosa: véase las frituras de O Batareo y Casa Santiago o bien la feijoada de Fatinha.
No menos célebre es el salmonete del Sado, pescado de talle media, carne firme y color rosáceo, que aquí se asa a la brasa con un respeto reverencial. Cuando está en temporada, los restaurantes de la ribera se llenan de bandejas donde los salmonetes llegan enteros, apenas marcados en la parrilla, con ese aroma dulce que solo da la grasa de una captura reciente. En Toninho, que no tiene carta sino un mostrador con la pesca del día, podemos entretenernos un rato con el choco o unas mantecosas sardinas, pero jamás perdonamos esos fenomenales salmonetes a la brasa que forman parte de nuestro acervo estival. Y así, año tras año, sin cansarnos.
La caldeirada setubalense, guiso marinero de tradición humilde, completa la trilogía culinaria. Es un plato de pescadores: diferentes especies (raya, caballa, rape…) se guisan con patatas, pimientos y un fondo de cebolla y laurel. Cada casa guarda celosamente su receta y siempre flota en el aire la discusión sobre cuál es la más auténtica: la de la madre, la del vecino, la del restaurante de la esquina.
Y es que esta ciudad siempre ha vivido de cara al Atlántico, a ese estuario del Sado que la separa de la península de Troia –¡la ruta hacia la hoy glamourosa Comporta!–, en cuyas aguas nadan libres los delfines y en cuyo litoral los barcos descargan no solo choco, salmonetes y sardinas, sino también suculentos besuguitos (los irresistibles massacotes), ostras del estuario, percebes de las rocas de Arrábida, incluso carabineros cuando hay suerte. La despensa marina parece inagotable y en cada taberna se respira esa mezcla de humildad y abundancia que convierte a Setúbal en un paraíso para viajeros ictiófagos.
Mención aparte merece el Mercado do Livramento, quizá el mejor de Portugal y uno de los más bellos de Europa. Inaugurado en 1930 y decorado con enormes paredes de azulejos que narran la historia marinera y agrícola de la región, en él las pescaderas pregonan doradas aún saltarinas, los carniceros ofrecen cortes de cerdo alentejano y los puestos de frutas exhiben coloridos higos del Algarve o uvas y melocotones de la vecina comarca de Palmela. Pasear por sus pasillos es una lección de antropología alimentaria que resume lo que significa comer en esta tierra: cercanía, frescura, identidad.
A todos esos atractivos gastro-festivos se suma la privilegiada geografía del lugar. Se puede coger el trasbordador que cruza diariamente el estuario rumbo a Troia para encontrar playas kilométricas como las de Comporta. Pero también seguir la costa hacia el Cabo Espichel para descubrir el litoral de la Serra de Arrábida con sus arenas finas y aguas transparentes: Portinho da Arrábida, Galápos, Figueirinha o la alejada Praia do Meco, que es nuestra favorita, no sé si por ser la más bravía o por albergar dos de los mejores chiringuitos de la zona… Cada cala es un refugio donde el mar se vuelve verde esmeralda bajo el bosque de encinas y alcornoques y resulta una gozada ver ponerse el sol sobre el horizonte oceánico sintiendo el aroma de las parrillas listas para asar el pescado del día.
Pero la experiencia vacacional de Setúbal no estaría completa sin sus vinos. Al fin y al cabo, nos hallamos en una de las denominaciones de origen más antiguas y singulares de Portugal: la DOC Moscatel de Setúbal. Desde hace siglos, la región produce vinos dulces de moscatel de Alejandría y también del escaso moscatel roxo, que figuran entre los más reconocidos del orbe. Se trata de vinos licorosos, que tras la fermentación se detienen con aguardiente vínica para conservar el azúcar natural. El resultado es un néctar intenso, como de otra época, que envejece en madera hasta adquirir tonos ambarinos y complejidad aromática: miel, frutos secos, piel de naranja confitada. Pocas cosas hay más auténticas que rematar una comida con un moscatel viejo, servido en copa pequeña, que encierra siglos de tradición en cada sorbo.
«El Moscatel de Setúbal produce un vino licoroso floral y expansivo, cuya principal característica en esta región es una extraordinaria acidez que da al vino un equilibrio fenomenal, fundamental para compensar los altos niveles de azúcar. Densos, melosos, almibarados y concentrados, encuentran en la acidez el elemento-clave que los hace únicos entre los moscateles del mundo. En las bodegas históricas reposan vinos únicos que emocionan a cualquiera. Son vinos de meditación, para enfriar y beber solos», explican Sara Peñas y Luis Antunes en El libro de los vinos ibéricos (2024). También hubo en estas lomas una rareza enológica, el Bastardinho de Azeitão, pero dicha casta está casi extinta.
Para el lector deseoso de probar estos gloriosos vinos viejunos, recomendaremos las más viejas añadas de José Maria da Fonseca, los single cask de Horácio Simões, el Intemporal de los emergentes Trois, el 30 años de Bacalhôa u otros nombres como Casa Ermelinda de Freitas, Herdade de Pegos Claros o Quinta do Piloto. Pero, por encima de todos, busquen las rarísimas ediciones que realiza Adriano Tiago y se comercializan casi confidencialmente. Todos se disfrutan aún más si se acompañan con una queijadinha de leite, una torta de Azeitão –un rollito con yema y almíbar– o un mantecoso queijo de la misma localidad, a base de leche cruda de oveja, con pasta blanda y un sabor adictivo entre ácido y picante. Pero no nos desviemos…
Si Setúbal está centrada en vinos licorosos, la región también cuenta con la vecina DOC Palmela para elaborar unos tintos y blancos secos que ha ganado cierto impulso en los últimos lustros. Con suelos arenosos y arcillo-calcáreos, la viticultura tradicional estaba a punto de ser abandonada hasta que una nueva generación ha decidido salvar del olvido estas cepas explotando la cercanía con el Atlántico y la amplitud térmica de la sierra. Gracias a ellos, la oferta vinícola autóctona no ha quedado anclada en el dulzor, sino que propone cada vez más blancos de arinto, antão vaz o verdelho que sorprenden por su vivacidad o sublimes tintos de castelão como los que elaboran Beto Sicupira y su enólogo Pedro Marques en la Quinta do Paraíso, que ofrecen en cada sorbo elegancia y paisaje.
Pero volvamos a nuestro reciente veraneo, porque esta vez la tradicional visita a estos lares nos ha traído un hallazgo verdaderamente revelador: el restaurante Selo de Mar. Allí nos citó un mediodía agosteño el bon viveur lisboeta Pedro Gállego, junto a una veintena de chefs y gourmets reconocidos, para descubrir, en este local frente a la marina, la cocina local reinterpretada con audacia, explorando todas las preparaciones posibles –crudos, marinados, frituras, asados al carbón– y, sobre todo, atreviéndose a madurar pescados nobles en cámaras especiales, como se hace con las mejores carnes. De esta forma, el lirio (pez limón) o el espadarte (pez espada) alcanzan una textura más tierna y un sabor profundo, casi umami.
Allí probamos un menú que parecía pensado para reescribir la historia culinaria de la ciudad por un chef treintañero llamado Pedro Almeida. Un desfile de platos llenos de contrastes, refinados e innovadores, empezando por la botarga de mero y siguiendo por un lirio curado con zumo de nectarina, albahaca y cebollino; un choco frito en su tinta, con mayonesa de pimiento ahumado, garum de sardina y patatas fritas; lomos de sardina marinados con ensalada de pimiento y tomate asado; chuletón de pez espada madurado; judías verdes salteadas con limón y garum de polen de abeja; patatas asadas con mojama crujiente y cebollino; tarta de manzana con caramelo de moscatel y (otra vez) garum de polen…
El protagonista invisible del festín fue, como habrán adivinado, el garum. En la carta aparecía discretamente, casi como un condimento lateral: garum de sardina en el choco frito, garum de pólen en las verduras y el postre de manzana. Pero pronto entendimos que no era un adorno exótico, sino la esencia misma del proyecto. En un espacio vecino, los dueños del restaurante han levantado la Lusitanian Garum Shop, pequeña fábrica dedicada a este condimento milenario, heredero directo del que alimentaba a romanos y fenicios procedente de las costas ibéricas. Un fermento de vísceras de pescado que hoy en Setúbal se reinterpreta con técnicas modernas y variantes insólitas —de sardina, de caballa, de atún y hasta de polen de abeja— y que en nuestra mesa se convirtió en hilo conductor del ágape, capaz de potenciar la intensidad del mar en cada bocado.
«El garum era conocido por los griegos, pero fueron los romanos quienes lo hicieron ineludible. Portugal tuvo en su día en Troia el mayor centro de producción del mundo. Dicho condimento era una salsa de pescado fermentado que, dos mil años después, no sólo ha vuelto, sino que ahora se puede comprar, elaborada con piezas capturadas en aguas lusitanas. Investigamos recetas antiguas y desarrollamos nuevas fórmulas. Por primera vez en quince siglos, las ruinas romanas de Troia y Selo de Mar han producido garum que fermenta cinco meses en cubas de salazón de pescado de este complejo arqueológico», explica Victor Moura Vicente, uno de los impulsores del proyecto y dueño también del Can the Can del icónico Terreiro do Paço lisboeta.
Tan valioso era el garum en tiempos del Imperio Romano que llegó a compararse con el oro líquido del aceite o con el incienso oriental. Se exportaba en ánforas selladas desde las almadrabas gaditanas y las fábricas lusitanas hasta el corazón del Imperio. Plinio el Viejo, Apicio y otros autores lo mencionan con veneración: un sabor intenso, umami puro, que transformaba cualquier guiso y que hoy, en frascos de 5 centilitros, estos nuevos adalides de su uso coquinario venden a 20 o 24 € la unidad. ¡Ahí es nada!
Caminar hoy por las ruinas de la Troia romana es asomarse a ese pasado en el que la costa era un laboratorio de fermentaciones marinas. Selo de Mar, con su proyecto paralelo de micro-fábrica de garum, viene a recoger ese legado milenario y traerlo al presente empleando control de temperatura y otras técnicas actuales, dando lugar a salsas limpias, de perfil nítido y sorprendentemente versátiles.
Que un restaurante de Setúbal rescate el garum no es casualidad: es devolver a la ciudad un trozo de su herencia romana, actualizar una tradición que se había perdido y ofrecerla a los comensales del siglo XXI. Ciudad marinera histórica, mercado vibrante, restaurantes populares y ahora también establecimientos con ambición gastronómica que dignifican los productos locales con una mirada contemporánea. Allí donde antes se conformaban con freír o asar, ahora se habla de maduración, fermentación, marinados. Es como si la ciudad, orgullosa de su pasado, quisiera también ofrecer un futuro gastronómico a la altura de su mar.
Uno llega pensando en un almuerzo simple y reconfortante y se marcha con la impresión de haber viajado en el tiempo: de los romanos que elaboraban garum en Troia a los pescadores que siguen descargando cajas de sardinas al amanecer; de los moscateles que envejecen en barricas centenarias a los jóvenes enólogos que apuestan por tintos frescos y modernos. En estas circunstancias, Setúbal se nos revela como un destino que combina memoria y presente, paisaje y viaje, tradición y vanguardia. Así, a partir de ahora, cada verano que volvamos a sentarnos a la mesa frente al estuario, comprendemos que este ritual familiar es más que una simple excursión vacacional: es una forma de celebrar el mar, la historia y la vida misma. Y todo por unos salmonetes…