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Crónicas disfrutonas

Carpaccio de bonito, una receta que permite combinar con cientos de aliños

«Hay que ser muy prudente con el aliño, para no enmascarar el imbatible sabor del bonito»

Carpaccio de bonito, una receta que permite combinar con cientos de aliños

Carpaccio de bonito.

Hubo pelín de polémica en casa. Como cuando se enfrentan el Atleti y el Madrid: en la familia hay partidarios de ambos y ver por televisión un derbi madrileño, como le vienen diciendo, puede generar cierta tensión, sobre todo cuando está un cuñado que quedó sin educar, como ese huevo poché que, falto de cocción, aparece con la clara acuosa. El colmo de la mala suerte es el de un sobrino, hijo de madrileño y barcelonesa, que a sus veintitantos tiene sus simpatías encontradas. Un partido Madrid-Barcelona, «de máxima rivalidad» lo llaman en este caso, es ver a su ego en permanente batalla con su súper-yo, como cuando, a régimen, te ponen delante una fuente de huevos fritos con morcilla. 

«Es un trasto», «no la vas a usar para nada», «¡pero si no cabe en la cocina!»… Todo fueron críticas cuando compré una grande, profesional. No fue barata (lo que también trajo cuerda), pero todos los reproches quedaron casi inmediatamente en agua de borrajas. La cortafiambres es un invento impagable, como el aire acondicionado o el sillón de orejas, y en casa se usa poco menos que a diario: para cortar en lonchas un queso trapense, ingrediente insustituible del sándwich mixto; para filetear los escalopines que luego, cortados a cuchillo, serán un steak tartar; para lonchear una paletilla deshuesada; para las finísimas virutas de carne que serán un carpaccio, de solomillo, o de salmón… o de bonito en este caso. 

Recuerdo que los puristas de los sushi, sashimi, tiraditos y cebiches, preparaciones del pescado crudo, pusieron el grito en el cielo cuando el anisakis hizo su triunfal aparición entre nosotros (hará ¿25, 30 años..? No mucho más). Se lamentaban de que la nueva ley que obligaba a los restaurantes a congelar previamente el pescado para servirlo crudo alteraría ineludiblemente su textura, lo que… bueno, admitamos que es cierto. Pera no lo es menos que ésta cede su protagonismo al sabor. Quiero decir que creo que hay que ser tan fino como esos sesudos críticos –desde luego no este cronista, que no pasa de aprendiz– para hacer distingos entre un boquerón congelado y otro sin congelar. Pasa lo contrario que con la sal: todas saben sensiblemente igual (muy saladas, claro) y lo que cuenta es la presentación, o sea la textura: fina, yodada, marina, en granos, en escamas, etc.

De manera que saqué del congelador un lomo de bonito, lo dejé a temperatura ambiente no más de 15 ó 20 minutos, y lo corté en la máquina, en ruedas finitas como Dios manda. (Como es sabido, todos los carpaccios se cortan congelados, única manera de hacerlos.) 

Y con el aliño llegó la discusión, como era de prever. Ante la imposibilidad de acuerdo con mi Principal, decidimos que cada uno a lo suyo. Eran ocho platos y se prepararon cuatro sazones diferentes. 

Una reducción de Pedro Jiménez, zumo de naranja y salsa de soja a partes iguales, más unos canónigos (con un muy leve aliño previo) en el centro. Comentario: demasiado salada.

Una emulsión de horseradish, rebajado con un pelín de nata, y una meadita de limón, con unas pocas alcaparras. Crítica: desvaída, aspecto poco atractivo.

Una vinagreta de aceite de oliva VE, zumo de limón y especias africanas, con un poco de tomate pelado, sin semillas y cortado fino. Crítica: esas especias… demasiado cilantro.

Una mezcla de soja y wasabi, con un espolvoreado de sésamo y unas pocas algas wakame en el centro. Crítica: demasiado picante.

Los peros o comentarios, míos. El personal (de confianza) se mostró benévolo en extremo y no hubo acuerdo en el ganador: todos, con sus más y sus menos, excelentes. En lo que hubo acuerdo es que hay que ser muy prudente con el aliño, para no enmascarar el imbatible sabor del bonito. Ninguna de las preparaciones necesitó sal.

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