The Objective
Crónicas disfrutonas

Del banco a los fogones: historia de una vocación con sabor a sopa de pescado

«Se acompaña de unas tostadas con un chorritín de aceite, frotadas con ajo, y se remata con… queso parmesano rallado»

Del banco a los fogones: historia de una vocación con sabor a sopa de pescado

Sopa de pescado. | Raphael Kluzniok (Zuma Press)

He dejado el banco.

Silencio y desconcierto a partes iguales.

–¿Eh? ¿Cómo? –pregunta mi madre con un hilo de voz, la poca que el susto le ha dejado.

–Y he renunciado a la beca. Me voy dentro de diez días a Londres, a una escuela de cocina.

Así de escueta fue la comunicación oficial del radical cambio de vida de mi hermana. La trompeta del Juicio Final irrumpiendo en el comedor de casa habría sonado como el silbidito de Pepito Grillo, en comparación. Mi hermana explicó, con la determinación que vemos en esos ejecutivos de mandíbula cuadrada acostumbrados al «Oiga, aquí» o «Usted, allá», que no tenía ninguna intención de seguir sacando brillo a sus faldas, que lo que le gustaba era cocinar y que ahora o nunca. 

Era licenciada en Ciencias de la Información y apoderada en el Banco Exterior (sucesivamente Argentaria y BBVA), responsable del material promocional: aún queda por casa alguna baraja. Y la habían admitido en un curso en no recuerdo qué universidad americana con una beca Fulbright que, al menos entonces (estamos en 1984), era una señora beca. Además, el curso le habría supuesto un ascenso en el Banco, previamente acordado. Vamos, que tenía delante una decente carrera como bancaria. Eso es lo que se esforzó mi madre en hacerle ver tratando de evitar «ese disparate, qué horror, cambiar algo seguro como el banco para hacerte cocinera, un oficio de tatas». Incluso intentó un vil —aun comprensible— chantaje, lagrimita mediante, pero la mirada de mi hermana, dura como un buen pedernal, zanjó la polémica. 

La escuela era de una tal Sabine de Mirbeck y creo que parte de la red de Le Cordon Bleu, de modo que al acabar el curso y sus preceptivas prácticas, los alumnos obtenían el título. El curso duró un año y, tras seis meses de prácticas (mi hermana, en Horcher, Arzak y El Bodegón), se graduó.

Sobre un estupendo hacer culinario, trajo muchas recetas, de la escuela y de los tres restaurantes. Recuerdo como memorables las croquetas de Arzak, la perdiz a la prensa de Horcher y la sopa de pescado de El Bodegón. Hace unos pocos días un buen amigo hablaba de sopas de pescado y me trajo todo esto a la memoria. 

Mi hermana se murió ya hace muchos años, repentina, inopinadamente y sin pedir permiso, la muy puñetera; sus hermanos no le perdonamos que sus cuadernos de recetas se perdieran… ¿Un préstamo quizá, nunca devuelto? Puede ser, pero… bueno, es irrelevante. Ciñámonos a la sopa (siempre es bueno ceñirse: al toro, al asunto y a cuanto existe de bello —y peligroso— en este pajolero mundo, decía mi abuelo Víctor).

«Sopa de pescado con pan de ajo y queso» es la sopa a que me refiero. Se acompañaba, en platillo aparte, con unas tostaditas de pan con un chorritín de aceite, frotadas con ajo, y se remataban con… queso parmesano rallado. 

Una combinación como para italianos, eso del pescado con queso, ¿eh? Pues ellos se lo pierden, porque la sopa era fastuosa. El caldo base, extraordinariamente sabroso, se preparaba con carabineros que se cocían junto a todos los otros componentes (huesos de rape, espinas y cabezas de pescado blanco, etc.), previamente rehogados. Una vez todo cocido, los carabineros (enteros) se pasaban por la túrmix, se trituraban a fondo, se colaban por el tamiz más fino y se incorporaban al caldo. Levantaba a un muerto, claro. 

En honor a la verdad y al respeto que merece el lector, no estoy muy seguro de que la receta fuera de El Bodegón, aunque creo recordar que sí. En cualquier caso, yo la asocio en el tiempo a la vuelta a casa de la hija pródiga tras sus aventuras culinarias, con ella bajo el brazo. ¡Confío en que sigáis disculpando mi inconcreción con las recetas!

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