Populismo y nacionalismo, primeras bajas en la guerra de Ucrania
La invasión rusa reactiva el consenso liberal europeo y arrincona a las ofertas extremistas
La tormenta de acero desencadenada por el dictador ruso, Vladímir Putin, sobre Ucrania ha llevado a los europeos a mirar a los ojos a los tiempos más oscuros de su historia reciente y al tiempo, en solo unos días, ha cambiado por completo la realidad política del continente. «El pasado ha invadido el presente», ha escrito con acierto Rafael Behr, columnista de The Guardian; «es una nueva era», dijo el canciller alemán Olaf Scholz en el Bundestag para justificar el espectacular giro dado a la política exterior de su país. Y lo es porque la guerra, pese al terror y destrucción que están sembrado la artillería y los misiles rusos, tiene ya un claro vencedor moral: la idea de Europa, ese espacio donde rige el imperio de la ley y la democracia liberal, que no es un bloque comercial ni un monstruo tecnocrático, sino una alianza estratégica con un propósito ético que excluye la tiranía, como recuerda cada día el presidente ucraniano, Volodímir Zelenski, en su llamadas de auxilio a Occidente, y que está radicalmente en las antípodas de lo que representa el putinismo.
La victoria de la idea de Europa es el triunfo de las familias políticas –socialdemócratas, democristianos y liberales- que la construyeron sobre las ruinas de la II Guerra Mundial y la derrota del nacionalismo y del populismo, del de extrema derecha y del de matriz estalinista. A ese proyecto de Europa es al que llaman a la puerta Ucrania y Moldavia, y al que se integraron, a la vez que a la OTAN, los países del Este en 2004. La frivolidad, el simplismo y el gamberrismo políticos que hasta ayer tanta fortuna tenían en el continente son hoy las primeras bajas de la guerra y gobiernos y partidos tendrán que ajustarse a este nuevo escenario.
El nuevo Gobierno de coalición alemán ha sido el primero en hacerlo. Tras unas semanas de titubeos, en 48 horas, socialdemócratas, verdes y liberales rompieron tabúes como el de enviar armas a países en guerra, cuestionaron que la interdependencia económica sea suficiente para prevenir el conflicto, olvidaron la ortodoxia del déficit cero y el veto a la subida de impuestos, abrieron la puerta a un posible aplazamiento del abandono del carbón previsto para 2030 e incrementaron espectacularmente su presupuesto de Defensa al 2% anual –el de 2024 será un 45% mayor que el de 2021-, lo que pondrá a Alemania por delante de Francia y Reino Unido en este terreno. La oposición democristiana y el 78% de los alemanes, según los sondeos, aplaudieron la decisión. El vertiginoso cambio histórico de los últimos días ha llevado a también a que una mayoría de suecos y finlandeses apoyen el ingreso en la OTAN y que Suiza, el país neutral por excelencia, haya decidido aplicar íntegro el paquete de sanciones contra Rusia aprobado por la Unión Europea.
La guerra ha asegurado también muy probablemente la victoria de Macron en las elecciones presidenciales francesas del próximo abril, pese a ser humillado por Putin en aquella absurda mesa de seis metros de largo. Hasta la invasión, los candidatos que representaban la oposición al consenso liberal europeo –la extrema derecha de Marine Le Pen y Éric Zemmour y la extrema izquierda de Jean Luc Mélenchon- reunían una intención de voto en los sondeos que rondaba el 40%. Ahora sus estrellas parecen estar apagándose y es difícil que su discurso antieuropeo, anti OTAN y antiglobalización resulte atractivo al electorado. No es de extrañar que estos días estos fans de Putin que han hecho bandera de la defensa de la patria y de la civilización cristiana, que han exagerado las glorias del pasado y condenado el declive de Francia por las fuerzas de la mundialización, que han encarnado el mensaje antiamericano y antiélites traten de poner distancias y guarden silencio incluso hasta cuando su ídolo amenaza con destruirlos con armas nucleares. Con los primeros bombardeos toda su elocuencia se ha venido abajo.
Además, la centrista Valérie Pécresse, a la que los últimos sondeos dan un 11,5%, pertenece a un partido Los Republicanos, cuyo último primer ministro, François Fillon, acaba de tener que dimitir tras una fuerte presión del consejo de administración del gigante petroquímico ruso Sibur, lo que despeja aún más el camino a la reelección de Macron, que desde el 24 de febrero ha pasado del 26,5% al 30,5%, según una encuesta publicada el domingo por Le Monde.
En el caso británico, la nueva situación pone a prueba la fantasía del Brexit. Si por una parte, para el primer ministro, Boris Johnson, el estallido de la guerra ha significado un extraordinario balón de oxígeno tras el escándalo de las fiestas celebradas en Downing Street en pleno confinamiento por la pandemia, por otra, representa un desafío político mucho mayor. En 2016, en un mitin durante la campaña del referéndum del Brexit, Johnson afirmó que un acuerdo de asociación de Ucrania a la Unión Europea era un «error» y que «todo lo que la UE puede hacer en esta cuestión es causar confusión». Y Putin, que apoyó el Brexit, estaba de acuerdo. Era la época en que Donald Trump socavaba cada institución que garantizaba el orden liberal de posguerra, empezando por la OTAN, descalificaba a Angela Merkel y se abrazaba a su amigo, el dictador ruso. Eran los años también de la fiesta interminable de los oligarcas en Inglaterra. Todo eso ha cambiado y ahora Johnson, ese político voluble y sin convicciones, se encuentra en la necesidad de hacer olvidar todo lo dijo y escribió y buscar un nuevo compromiso con el proyecto europeo que despreció durante tantos años.
Restaurar la confianza de los aliados europeos y norteamericanos es también la asignatura pendiente del Gobierno de coalición español. El presidente Pedro Sánchez ha cometido un pecado que la vieja secta estalinista tipificaba como «vacilación oportunista», al depender su supervivencia política de unos socios admiradores de Putin. En 24 horas, la intervención de Josep Borrell y algunos ministros socialistas así como las dudas que se cernían sobre la celebración en Madrid de la Cumbre de la OTAN en junio, le hicieron cambiar de opinión y enviar armas ofensivas a Ucrania. Quizá le hayan convencido de algo tan viejo como que la «protección exige lealtad y la lealtad protección» (protectio trahit subjectionem, et subjetio protectionem) y que una política exterior de paz no es esperar que la compasión y las canciones de John Lennon paren los tanques sino tener la capacidad para manejar y hacer frente a un conflicto. Es hora de que Sánchez, por una vez, haga suyos los intereses de España.