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La odisea de los 47 refugiados ucranianos que ya descansan de la guerra en Málaga

Han realizado más de 3.300 kilómetros para huir de la guerra ayudadas por vecinos de la localidad que ahora ven cómo sus esfuerzos han dado sus frutos

La odisea de los 47 refugiados ucranianos que ya descansan de la guerra en Málaga

Los refugiados ucranianos a su llegada a Málaga. | Carlos Díaz (EFE)

La odisea de 47 refugiados ucranianos que partieron desde la ciudad de Cracovia, en Polonia, el pasado sábado a las 18:00 horas, ha llegado a su fin tras un viaje de más de 3.300 kilómetros que ha dejado a estas personas que huyen de la guerra en su país completamente agotadas, aunque satisfechas por llegar a Málaga.

A las 23:10 de la noche, en el centro de innovación social La Noria de la capital malagueña, un cartel colocado en el cristal delantero del autobús que acababa de llegar, en el que se podía leer «Transporte Humanitario» en letras blancas bajo unos colores azul y amarillo que representan a la bandera ucraniana, anunciaba la llegada de los refugiados.

Dentro del vehículo, un pequeño ataviado con gorro y un chaquetón azul saludaba a la treintena de periodistas y camarógrafos que esperaban la llegada de estos aventureros, que realizaron un viaje desde la fría Polonia hasta la acogedora capital de la Costa del Sol, que les daba la bienvenida y una calurosa acogida.

Vicente Jiménez Ifergan, el malagueño que rescata ucranianos

El autobús ha sido fletado con su propio dinero por el empresario malagueño Vicente Jiménez Ifergan, un coleccionista de arte fenicio que tiene un hijo ucraniano y que ha organizado también la logística para seleccionar a las 47 personas que viajarían a Málaga, así como la noche que los ucranianos han pasado en un hostal de Francia en su trayecto.

En primer lugar, el conductor del autobús –el único varón que iba en el vehículo– abrió las puertas y tocó tierra, y luego le siguieron las primeras mujeres con sus hijas, unas pequeñas que parecían posar y sonreír ante las cámaras en un gesto de calidez e inocencia que ningún asistente a la llegada se quería perder.

Las familias aligeraban el paso para entrar en La Noria, un centro perteneciente a la Diputación de Málaga, con grandes maletas y excesivamente abrigados para el clima de unos 14 grados que les esperaba en Málaga. La mayoría no había cenado y les esperaban bocadillos y diversos snacks.

Entre ellas viajaba Galyna Ganushchak, una mujer que reside en Marbella (Málaga), pero que, al estallar el conflicto en su país, decidió tomar un vuelo hacia su antigua casa para rescatar a su hija de 9 años, Alina, que vivía con sus abuelos, lo que le satisface y le hace estar tranquila por fin.

Debido a su buen nivel de español, Galyna se ha dirigido a los periodistas para expresar el sentir general de los cansados viajeros. A sus acompañantes les ha asegurado que los españoles le han «ayudado muchísimo» en «una parte muy difícil de su vida» y que aquí podrían disfrutar del mar y el sol y huir del frío.

Un camino solitario

Galyna y su hija, así como la gran mayoría de mujeres, llegaron a la frontera de Polonia acompañadas de sus familiares hombres. Una vez allí, ellas emprendieron el camino solas. En la frontera pasaron 12 horas esperando para entrar al país vecino y poder refugiarse en un campamento.

Ninguna persona de las que llegaban a este centro iba a quedarse en él, así que había varios amigos y familiares esperando, a los que han recibido con un afectuoso abrazo. Entre ellas se encontraba también una voluntaria de la asociación ucraniana en la Costa del Sol Maydan, Myroslava Prokopchyk.

Esta voluntaria, con una libreta entre sus manos para apuntar los teléfonos de los recién llegados, ha señalado que no van a dejar solos a los ucranianos refugiados, a los que se les va a ofrecer «un techo y una cama» y, sobre todo, «cariño». Asegura que muchas familias de Málaga se han interesado por acoger a otras ucranianas, incluso como internas con remuneración.

Cae la noche y mientras la mayoría de los ucranianos recién llegados se dirigen al interior del centro a comer o descansar, un pequeño con anorak azul observa las flores de una maceta de la entrada, ajeno a todo lo que rodea a un país que acaba de dejar. A 3.300 kilómetros, un agotado Vicente intenta que éste sea el primero y no el único autobús.

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