España, cada vez más ausente en América Latina
La historia que nos contamos españoles y latinoamericanos no nos une, nos separa
La conversación pública de cualquier sociedad está llena de lugares comunes, afirmaciones asumidas como verdades y que por obvias nadie cuestiona. En el caso de la española, uno de estos lugares comunes es el de las especiales relaciones con la difusa comunidad histórico-étnico-cultural denominada Latinoamérica, Iberoamérica o Hispanoamérica. Las variaciones en la denominación tienen que ver con la matriz utilizada, naciones latinas, ibéricas o hispánicas, pero siempre dentro de estos principios histórico-genealógicos de una comunidad de sangre y cultura forjada por la historia.
La única excepción sería la de Latinoamérica que, aunque en origen se refería al conjunto de naciones hijas de la civilización romana (razas latinas/lenguas latinas), ha ido adquiriendo cada vez más un claro matiz de oposición a lo histórico-genealógico. No se referiría ya tanto al conjunto de las naciones hijas del mundo latino sino a una identidad étnico-cultural opuesta a lo europeo. Los emigrantes ecuatorianos en Madrid se definen como latinos frente a los españoles, no con los españoles. Lo que explicaría las suspicacias sobre su uso en el discurso público español, expresión en origen de las prevenciones frente a lo que se consideraba una intromisión francesa en una comunidad definida por la herencia española o ibérica, pero que cada vez tiene más que ver con el sentido que su uso ha ido adquiriendo de exclusión de las naciones latinas europeas. Latinoamérica o América Latina como una realidad diferente de la angloamericana, pero también de la europea, sea ésta ibérica, hispánica o, paradójicamente, latina.
El consenso sobre este objetivo de fortalecimiento de las relaciones iberoamericanas ha sido mantenido por la sociedad y los gobiernos españoles al margen de los cambios de régimen político (monarquía/república, dictadura/democracia), de la orientación ideológica (liberales/conservadores, izquierdas/derechas) y de los intereses de España y de los españoles en la región, variables en el tiempo y en el espacio.
El mayor o menor éxito de las políticas españolas hacia América Latina, como consecuencia, no depende tanto de la voluntad española, en general siempre favorable a su fortalecimiento, como con los cambios político-ideológicos latinoamericanos, que históricamente han alternado momentos de clara hispanofilia con otros de no menos clara hispanofobia. Esto explicaría que, a pesar del incremento de los intercambios de todo tipo, desde económicos hasta académicos de las últimas décadas, España pocas veces ha estado tan ausente de la vida pública latinoamericana y ha sido menos influyente que en los últimos años.
Algo que la comparación de la presencia española en las conmemoraciones de los Centenarios de la Independencia de principios del siglo XX con la que ha tenido en las de los Bicentenarios de un siglo más tarde muestra de manera particularmente clara: en los primeros, desde México a Argentina, España, lo español y los españoles fueron los protagonistas indiscutibles; en los segundos, el «acompañamiento» anunciado por Rodríguez Zapatero se pareció bastante a la ausencia más absoluta, culminada, ya bajo el Gobierno de Pedro Sánchez, con las celebraciones del Bicentenario de la Consumación de la Independencia mexicana de 2021, en cuya ceremonia oficial no hubo ningún representante español y sí de países con tan estrechos vínculos histórico-étnico-culturales con México como Corea.
Un asunto, el de la presencia o ausencia en estas fiestas, nada menor si consideramos que las grandes conmemoraciones históricas, y para las repúblicas hispanoamericanas no hay ninguna mayor que las que celebran su independencia, son momentos de reafirmación identitaria en los que se recuerda a propios y a extraños cuales son las naciones amigas y/o aquellas con las que se tienen particulares lazos histórico-étnico-culturales. Es obvio que para el Gobierno de López Obrador España no entraba en ninguno de los dos grupos.
Esta ausencia de España, iniciada en los últimos años de la primera década del siglo XXI, no tiene que ver con lo acertado o no de las políticas hacía América Latina de Rodríguez Zapatero, Rajoy o Sánchez, si bien es cierto que no han sido particularmente brillantes; tampoco con que España haya dejado de ser el modelo que encandiló a América Latina con la transición política y la explosión de modernidad de las décadas finales del siglo pasado y primeros años de éste, una especie de si ellos pueden nosotros también; y ni siquiera, o al menos no sólo, con la posterior crisis de la imagen internacional de España (auge de los populismos, estancamiento económico, conflicto catalán,…).
El problema de fondo es el posicionamiento, cambiante, de los países americanos sobre la existencia o no de esa Comunidad Iberoamericana de Naciones a la que la retórica española hace continua referencia y que, por impulso de España, ha llegado a tener una cierta plasmación institucional en las cada vez más deslucidas Cumbres Iberoamericanas de Jefes de Estado y de Gobierno y la tampoco hoy particularmente boyante Secretaría General Iberoamericana.
Las comunidades humanas, salvo las político-administrativas, no son realidades objetivas sino, en afortunada expresión de Benedict Anderson referida a las naciones, comunidades imaginadas. No son sino que se cree en ellas. La pregunta, como consecuencia, no sería si existe una comunidad étnico-histórico-cultural formada por el conjunto de los países iberoamericanos o hispanoamericanos -dejo de lado latinoamericanos porque, como ya dije, es un término que incluye una implícita voluntad de exclusión de España y Portugal-, sino si quienes forman parte de ella creen que existe.
«Hablar español no significa necesariamente sentirse parte de una misma comunidad étnico-histórico-cultural»
Cabría objetar que la existencia de Hispanoamérica se basa en una realidad objetiva, la de la presencia de un idioma compartido. Una afirmación bastante más problemática de lo que a primera vista pudiera parecer. No porque el uso del castellano o español como lengua de comunicación en el conjunto de Hispanoamérica, obviamente no en el de Iberoamérica, sea discutible sino porque caben dudas fundadas de que los grandes idiomas sirvan como elementos aglutinantes de identidad. Hablar español no significa necesariamente sentirse parte de una misma comunidad étnico-histórico-cultural.
Es lo que unas recientes declaraciones del escritor colombiano Santiago Gamboa al periódico español El País reflejan de manera particularmente clara: «Desde los 14 a los 18 años me leí a los escritores latinoamericanos: García Márquez, claro, pero también Cortázar, Borges, Puig, Fuentes y Vargas Llosa. Y descubrí una cosa, yo quería ser eso: escritor latinoamericano, no colombiano […]. Y pocos años después me di cuenta de otra cosa: de que tenía el privilegio de que los clásicos estaban vivos. Aún hoy Vargas Llosa está vivo. Es como si un francés pudiera conocer a Balzac, a Stendhal o un español a Galdós».
Gamboa no se siente un escritor hispanoamericano, parte del mundo de los que escriben en español, sino latinoamericano, que no significa obviamente que escriba en latín. El aglutinante de identidad no es el idioma sino la pertenencia a una comunidad histórico-étnico-cultural de la que explícitamente excluye a los españoles. El canon lingüístico en el que se inserta no es el de la literatura en español sino el de los escritores latinoamericanos. No nos precisa si incluidos aquellos que escriben en otras lenguas como los brasileños. Sí, sin embargo, que quedan excluidos de él los españoles, Galdós es igual de ajeno que Stendhal o Balzac, suponemos que lo mismo Cervantes o Quevedo.
Obviamente esto no significa que no haya otros escritores latinoamericanos que se asuman herederos de Galdós, de Cervantes, de Quevedo o de Sor Juana Inés de la Cruz, lo que me interesa destacar es lo que este tipo de identidades tienen de construcciones imaginarias de pertenencia. Iberoamérica o Hispanoamérica no son comunidades lingüísticas, sino histórico-étnico-culturales que existen sólo en la medida que creemos que existen. Somos aquello que nos contamos que somos y la pregunta, como consecuencia, es si lo que nos contamos a uno y otro lado del Atlántico es lo mismo.
La respuesta es que no. La historia que llevamos dos siglos contándonos unos y otros no nos une, nos separa. No porque los hechos narrados sean distintos sino porque las formas como son integrados en los respectivos relatos de nación, -una nación es sólo la fe en un relato-, son distintas e incompatibles. Una latente y nunca resuelta disputa sobre el pasado de cuya importancia ni los gobiernos ni las sociedades hispanoamericanas parecen ser conscientes.
El Descubrimiento y Conquista de América se convierten en el relato de nación española en el símbolo por antonomasia de las glorias imperiales españolas, tanto que la fiesta nacional española, 12 de octubre, celebra el día del primer desembarco de Cristóbal Colon en tierras americanas; en los americanos, por el contrario, con variaciones de unos a otros países, en símbolo de la destrucción de sus naciones por otra ajena y extraña, la española.
Los tres siglos virreinales, el periodo más fecundo de intercambios inter-atlánticos, no existen ni para la memoria colectiva española ni para la americana. Para la española, porque América nunca ha existido como sujeto propio sino como escenario de las glorias españolas y un mundo con entidad propia, como sin duda fue el virreinal americano, tiene difícil cabida en esta historia de descubridores y conquistadores en la que nunca se ha sabido qué hacer con los españoles americanos; y para las americanas, porque lo virreinal aparece siempre marcado con un cierto carácter de ajeno y extraño, haciendo que una catedral barroca sea siempre algo menos nuestro que una ruina prehispánica.
«La historia compartida se plasma en memorias colectivas divergentes, motivo de discordia y no de unión. El pasado como objeto de querella y no de hermandad»
Las independencias, por último, son el centro de los relatos de nación americanos, con los héroes y las fechas a ellas asociadas convertidos en el eje de sus calendarios cívicos: la fiesta nacional de casi todos los países de la América española celebra algunos de los episodios de las guerras de independencia y los nombres y estatuas de los héroes a ellas vinculados son omnipresentes en las calles y plazas de sus pueblos y ciudades. Justo lo contrario de lo que ocurre en el español, para el que ni siquiera existen: nadie sabe ni recuerda los nombres de los jefes realistas, tampoco los de las batallas y fechas a ellos asociados. América para el relato de nación español se descubre y se conquista pero no se coloniza ni se pierde, salvo Cuba.
La historia compartida se plasma en memorias colectivas divergentes, motivo de discordia y no de unión. El pasado como objeto de querella y no de hermandad. Un problema agravado por la presencia en la mayoría de los países americanos de lo que podríamos denominar dos proyectos alternativos de nación, uno que imagina la historia de cada una de las naciones americanas como un ciclo de nacimiento, muerte y resurrección: naciones nacidas en la época prehispánica, muertas con la conquista y resucitadas con la independencia; y otro que lo hace a partir de la metáfora del hijo que llegado a la edad adulta se emancipa para seguir su vida independiente: naciones nacidas con la conquista, crecidas en la época virreinal y llegada a la edad adulta con la independencia.
En ambos relatos, España se convierte en punto de referencia ineludible, pero con sentidos radicalmente distintos: en el primero, el otro, enemigo de las naciones americanas; en el segundo, la parte más íntima, aquello que las naciones hijas de España deben de cuidar y conservar para seguir siendo ellas mismas. Un conflicto identitario que es también en gran parte político-ideológico, con el primer relato más cercano al mundo de las izquierdas y el segundo al de las derechas; que como todo los conflictos identitarios tiene una alta capacidad de polarización social y, como consecuencia, de uso como elemento de movilización política; y que, por último, el auge del indigenismo y de las teorías poscoloniales han radicalizado volviéndole cada vez más virulento.
El papel de España en este conflicto es en gran parte el de un convidado de piedra, pero no sería mala idea la de que tanto el gobierno como la sociedad española contasen con que la llegada al poder de partidos o movimientos políticos que hagan de la polarización uno de los ejes de su acción política va a tensar las relaciones con España; con que las relaciones van a ser siempre más fáciles con gobiernos de derechas que de izquierdas, al margen de quien esté en el poder en España; y con que la intensidad del debate identitario, variable de unos países a otros, tiene una incidencia directa sobre las relaciones con España, más difíciles con países en los que es más virulento, caso de México, y más fáciles en los que lo es menos, caso de Cuba.
Tomás Pérez Vejo es profesor-investigador en el Instituto Nacional de Antropología e Historia de México.