No supimos ganar la Guerra Fría
El fracaso de los intelectuales al juzgar el desenlace de las revoluciones de 1989 está en el origen de nuestros males de hoy
Que la actual situación mundial es la peor desde el fin de la II Guerra Mundial no es una afirmación ni excesiva ni original. Mientras nos tambaleamos al borde de una guerra nuclear, no se requieren muchas palabras para convencer a la gente de que es así.
La pregunta es: ¿Cómo llegamos hasta aquí? Y, ¿hay una salida?
Para comprender cómo hemos llegado aquí necesitamos ir al fin de la Guerra Fría. Esa guerra, como la I Guerra Mundial, acabó con los dos bandos interpretando su final de forma diferente. Occidente lo entendió como una victoria total sobre Rusia; Rusia, como el fin de la competencia ideológica entre capitalismo y comunismo. Rusia desechó el comunismo y pasó por tanto a ser otro poder junto a las otras potencias capitalistas.
El origen del conflicto de hoy yace en ese malentendido. Ya se han escrito muchos libros sobre el tema, y habrá más. Pero eso no es todo. El mundo euroatlántico tomó un rumbo equivocado en los años noventa porque tanto el (antiguo) Oeste como el (antiguo) Este dieron un giro erróneo. El Oeste rechazó la socialdemocracia con su actitud conciliatoria en el interior y su voluntad de imaginar un mundo sin bloques militares rivales para adoptar el neoliberalismo en casa y una expansión militante en el exterior. El (antiguo) Este abrazó la privatización y la desregulación en economía y un nacionalismo exclusivo subyacente en las ideologías de los nuevos Estados Independientes.
Esas ideologías extremistas, en el Este y el Oeste, fueron justo lo contrario de lo que la gente de buena fe había esperado. El mundo que deseaban, después de que las guerras coloniales y semicoloniales de Occidente y las invasiones soviéticas terminaran, era un mundo de convergencia entre los dos sistemas, con una socialdemocracia templada en ambos, la disolución de las alianzas belicistas y el fin del militarismo. No obtuvieron nada de eso: un sistema se tragó a otro; la socialdemocracia murió o fue corrompida o cooptada por los ricos y el militarismo a través de aventureras invasiones extranjeras y de la expansión de la OTAN, que se convirtió en la nueva norma. En el antiguo Tercer Mundo, la victoria de Occidente condujo a una reinterpretación de la lucha contra el colonialismo, despojado ahora de todos sus elementos progresistas internos, lo que facilitó una masiva corrupción en los países recién liberados.
Los trivialistas, los intelectuales que no comprendieron, bien por falta de perspicacia o por puro interés, la naturaleza de los cambios en Europa del Este, proclamaron que las revoluciones de 1989 habían sido las revoluciones del liberalismo, el multiculturalismo y la democracia. Fueron incapaces de entender que si hubieran sido revoluciones del multiculturalismo y de la tolerancia, apenas habría habido necesidad de romper los Estados multinacionales. Es más, que esa ruptura era antitética a la idea de multiculturalismo. De este modo, el nacionalismo se confundió con la democracia.
«En lugar de un capitalismo socialdemócrata con paz, ser progresista pasó a significar ser neoliberal con permiso para hacerle la guerra a cualquiera que no estuviese de acuerdo»
Los trivialistas lograron darle la vuelta al progresismo de la postguerra. En lugar de que el desarrollo y el progreso consistieran en una combinación de los mejores elementos de la economía de mercado (capitalista) y el socialismo, la eliminación de la política de poder en los asuntos mundiales y la adhesión a las reglas de Naciones Unidas, el progresismo en su nueva lectura de la historia significaba una desenfrenada economía de mercado en casa, el «orden internacional liberal» de potencias desiguales en el exterior y un pensamiento único en la ideología.
En lugar de un capitalismo socialdemócrata con paz, ser progresista pasó a significar ser neoliberal con permiso para hacerle la guerra a cualquiera que no estuviese de acuerdo. En lugar de una mezcla moderada e inocua de socialismo y capitalismo en casa y de un poder igual de todos los Estados a nivel internacional, nos sirvieron el poder de los ricos en casa y el poder de los grandes países en el exterior. Fue un extraño regreso a la hegemonía semicolonial, que tenía lugar –incongruentemente al principio- en el momento de la «victoria liberal».
El resto, desde la perspectiva actual, parece casi predestinado. El nacionalismo virulento de Europa del Este que inflamó las revoluciones de 1989 acabó engulléndose al país más poderoso de esa parte del mundo: Rusia. El nacionalismo xenófobo es el mismo en todas partes: en Estonia, Serbia, Ucrania, Rusia o Azerbaiyán. Pero cuanto más grande es el país, más imperialista y desestabilizador es. Lo que empezó como revoluciones nacionalistas en Europa del Este acaba ahora como la revolución de un nacionalismo desatado en Rusia: el mismo movimiento ideológico, pero con la recuperación de los territorios «perdidos» como objetivo en lugar de su «liberación».
El dominio de los ricos localmente y de los poderosos internacionalmente parece hoy tan ideológicamente atrincherado que no se vislumbra ninguna esperanza de mejora ni de igualdad nacional y económica en el horizonte. Gran parte de la responsabilidad de este desastroso estado de cosas recae sobre los trivialistas, la élite intelectual que definió, promovió y defendió esta perniciosa ideología de la desigualdad. La falta de esperanza incluye no sólo el presente en el que nos encontramos ante el precipicio de la extinción de una parte de la humanidad sino también el futuro. El pensamiento progresista ha sido menoscabado, remodelado y extirpado. La oscuridad medieval, bajo el nombre de «libertad», está descendiendo.
Branko Milanovic es profesor en la City University de Nueva York y autor de Desigualdad mundial: un nuevo enfoque para la era de la globalización.