Por qué Carlos III no debe mover un tintero
«Cuando alguien asegura que habla desde abajo, lo hace desde una superioridad que cada día resulta más insoportable»
Se ha enfadado la gente porque Carlos III de Inglaterra hizo así con la mano y pidió a su chambelán que le apartara un tintero de la mesa donde tenía que firmar los documentos de su nombramiento. Fue un gesto de desdén hacia el obstáculo que le impedía la firma. Sus críticos pretenden que el Rey hubiera sido más amable, o acaso que hubiera mandado una instancia al ujier para solicitarle la retirada del tintero, no sé, una carta, por ejemplo, por supuesto inclusiva y transversal, y por qué no una asamblea para decidir entre todos dónde debiera colocarse el objeto. O que hubiera preparado él mismo la ceremonia, escrito las invitaciones, recortado unas guirnaldas de papel, dispuesto vasos de plástico con limonada y unos emparedados de jamón de York y de foie gras.
O acaso debamos plantearnos si el Rey de una monarquía parlamentaria está legitimado para decidir donde debía disponerse un tintero, ¿o es que esta potestad no debería estar controlada por un gobierno democráticamente elegido que supervise la disposición de los objetos sobre la mesa? Hasta le han afeado a Carlos de Inglaterra que no moviera él mismo el tintero -como si no supiera, como si no pudiera, como si fuera tonto de baba en definitiva-, y es evidente que un Rey no ha venido al mundo a mover tinteros.
Si uno lo piensa, tiene pelo que un Rey vaya a sentarse a una mesa a firmar un documento crucial en la historia de un país y haya un tintero en mitad. Y esa mesa, qué pequeña era. ¡Una mesa pigmea, ridícula! No sé si aún tenemos derecho a preguntarnos quién demonios había puesto ahí esa mesa. Podríamos encontrar un consenso en que la preparación del ceremonial momento resultó un desastre. En realidad, disponer un tintero correctamente o elegir una mesa de un tamaño adecuado no necesita de gran preparación. No estamos hablando de mandar un hombre a la luna. Si Carlos III estaba enfadado, lo estaba con razón.
Para tener 73 años, se diría que el mundo acaba de descubrir al nuevo Rey. Dice Enrique García-Máiquez que «a la tercera edad va la vencida» y reconforta comprobar el viejo dicho de que hasta el rabo, todo es toro. El mundo mira al Windsor como si no lo conociera y les va a resultar difícil hacer un juicio estético y unívoco de su figura, pues se da la paradoja de que van a coronar al hombre más elegante del mundo y a su vez, a un tipo con una cara que podría ser la de un cabrero; un cabrero con mala leche, como se ve.
«Los reyes con ambición plebeya constituyen una contradicción insoportable y terminan por desgastarse en ese querer a cada momento parecer como los demás.»
Un rey altivo, ¡al fin! El intento desesperado de los monarcas de parecer como los demás anula el principal mecanismo de la monarquía, que es asumir la convención de que los reyes no son como los demás. Uno de los secretos de la Reina Isabel II consistía justamente en mostrarse distante y fría, nunca aparentemente afectada por las emociones y las pulsiones que conmovían al resto de su pueblo. Un rey cercano es, en sí, una contradicción. Puede un monarca acercarse a la ciudadanía, claro que sí, pero desde la distancia que, recorriéndose, permite el acercamiento y le da sentido. Por eso, cuando sucede una tragedia, al ciudadano le reconforta que acuda a consolarle el Rey que baja desde las alturas, y no tanto el pésame del vecino que trabaja en la charcutería. O sí, pero menos y de otra manera. El Rey que se acerca a sus súbditos es una cosa y otra muy distinta, el que se hace pasar por uno de sus súbditos.
Ese camuflaje, que hoy goza tan buena prensa, me resulta irritante. Los reyes con ambición plebeya constituyen una contradicción insoportable y terminan por desgastarse en ese querer a cada momento parecer como los demás. Ese intento de no querer parecer un monarca encierra el argumento de que ser un monarca está mal; está feo. No, justamente, la monarquía, como otras instituciones del Estado, funcionan en la medida en la que el que las que la ostentan no es tratado como los demás. Un juez, un alcalde o un diputado no deben ser tratados protocolariamente como usted o yo y se les debe la representación de un respeto por lo que encarnan. Yo mismo, y en contra de la costumbre de mis colegas, acudo a las Cortes, si no es vestido con una corbata o un traje, al menos con una chaqueta, pues de alguna manera esto dando a entender la consideración a los miembros del Parlamento, no tanto por lo que son personalmente, sino por lo que son representativamente: el producto de la voluntad del conjunto de los ciudadanos.
Cada vez que los independentistas catalanes desdeñan la ceremonia y el protocolo de las instituciones españolas, atacan esas propias instituciones. Si el presidente de la Generalitat o la alcaldesa de Barcelona niegan el saludo al Rey de España, no están faltando al respeto a la persona Felipe de Borbón y Grecia; están insultando a todos los españoles. Aquí de nuevo, la medida de la importancia de la ceremonia la dan los enemigos que se le presentan. Recuerdo cuando a Pablo Iglesias le dio por montar unas ruedas de prensa sentado en el suelo en corro en el Salón de los Pasos Perdidos del Congreso de los Diputados.
Lo que pretendía no era igualarse con la prensa, sino desprestigiar a la clase política y ponerla a ras de suelo. La gran pregunta que se hacía es que cómo iba a entender los problemas de la gente un tipo encorbatado que viviese en una casa de 600.000 euros. Después, todo esto remató en la Zarzuelita de Galapagar con seto de tres metros, garita con escolta, tinaja en la piscina, cortacésped con tres alturas y presunta mucama asesora del Ministerio de Igualdad. Eso era, según la izquierda podenca, el pueblo llano y la clase trabajadora, lo que constituía la mayor de sus ofensas. La peor de las pretensiones consiste en no creerse nadie. Cuando alguien asegura que habla desde abajo, lo hace desde una superioridad que cada día resulta más insoportable.