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Enfoque global

Pensando lo impensable: la geopolítica del referéndum catalán

Con independencia de quién saliese victorioso, su mera celebración provocaría consecuencias inevitables e indeseadas

Pensando lo impensable: la geopolítica del referéndum catalán

Ilustración de Alejandra Svriz.

Intensamente estudiada y no del todo comprendida, la reacción de los grupos humanos a las catástrofes políticas sigue encerrando misterios. Mientras una parte de las víctimas de revoluciones, dictaduras y guerras se comportan de forma lógica tratando de actuar para evitar un evento masivo que promete cambiar sus vidas a peor, es frecuente detectar otro sector que cede a la tentación ignorar el peligro confiando en que no será tan malo como dicen o que el azar les pondrá a salvo mientras el resto de sus congéneres es arrollado por el tren de la historia. Es fácil encontrar relatos sobre este tipo de reacciones frente a la revolución bolchevique de 1917 en Rusia, la imposición de la dictadura fascista a principios de la década de 1920 en Italia y más recientemente la destrucción de la democracia por el chavismo en Venezuela. 

Síntomas parecidos se comenzaron a hacer visibles en la sociedad española en los meses posteriores a las elecciones del 23-J, cuando se hizo evidente que Pedro Sánchez al frente del PSOE estaba dispuesto a ceder a las exigencias de comunistas e independentistas vascos y catalanes para forjar una coalición que garantizase su permanencia en el poder. Mientras un sector importante de la sociedad pasaba del descontento a la movilización que cristalizó en las manifestaciones del pasado 12 de noviembre, otra parte se instalaba en la pasividad a la espera que el torbellino pasase a su lado sin perturbar su vida cotidiana. 

Esta actitud ya resultaba difícil de sostener desde tiempo atrás a la vista de la insistencia de los grupos separatistas y sus portavoces mediáticos a la hora de afirmar su voluntad de destruir la unidad territorial del Estado y, con ella, el modelo político que ha dado al país casi medio siglo de estabilidad y prosperidad. Pero mirar hacia otro lado ha llegado a ser un gesto de ceguera voluntaria después de la investidura de Pedro Sánchez merced a un acuerdo entre PSOE y Junts per Catalunya que no solamente garantiza una amnistía que legitimará el intento sedicioso de 2017, sino que además anuncia la negociación de un «referéndum de autodeterminación» bajo un «mecanismo […] internacional, que tenga las funciones de acompañar, verificar y realizar seguimiento». Una promesa que los independentistas catalanes se encargaron de recordar en la tribuna del Congreso, que no tiene ningún carácter simbólico, sino el valor de un pagaré que liquidará al presente gobierno de coalición en caso de que sus demandas no se cumplan. 

El senador de Junts de Catalunya Josep LLuis Cleires (d) toma imágenes con su teléfono junto a los diputados de su formación Míriam Nogueras y Josep María Cruset (i). | Europa Press

Los trucos del referéndum 

Con la eventualidad de un proceso separatista convertida en un riesgo real tras la firma de un acuerdo que compromete al actual partido en el gobierno de España, conviene revisar qué forma podría tomar semejante intentona y cuáles podrían ser sus consecuencias para los catalanes y el conjunto de España. Sin duda, la primera cuestión a plantearse sería la pregunta de dicho referéndum y quienes estarían llamados a votar. A la vista del texto acordado por socialistas e independentistas, parece probable que la secesión de Cataluña tenga que contemplarse de forma más o menos abierta entre las opciones a elegir. Esa es la única forma en que se puede entender el derecho de autodeterminación que aparentemente los mencionados partidos se aprestan a negociar. 

Menos claro resulta quienes serían los llamados a votar. Los independentistas alegan que los únicos a consultar deberían ser los catalanes; pero la gran pregunta es cómo definen ese colectivo aquellos que manifiestan un sesgo ultranacionalista y xenófobo como Carles Puigdemont o Joaquim Torra. ¿Todos los ciudadanos que residen en Cataluña? ¿También los que no nacieron allí? ¿Incluidos los funcionarios del estado central? ¿Solamente quienes hayan vivido durante varias generaciones en las provincias catalanas? Es fácil imaginar cómo el independentismo respondería estas preguntas agigantando la brecha entre catalanes con tal de asegurarse un resultado favorable de la votación

Luego, quedaría por resolver quién se encargaría de organizar la consulta. Parece poco creíble confiar en que la Generalitat, convertida en bastión independentista, podría garantizar un campo de juego equilibrado entre separatistas y constitucionalistas. ¿Es verosímil pensar que el grupo de comunicación en manos del gobierno regional catalán se comportaría de manera neutral en los debates previos a la votación? ¿Se podría confiar que la Consejería de Interior de la Generalitat ejercería sus funciones de orden público de manera ajustada a la ley y protegería a los opositores a la independencia del acoso de los separatistas más radicales? A la vista del clima político actual en Cataluña, parece difícil poder responder a estas preguntas afirmativamente. 

Frente a todas estas interrogantes que parecen anunciar que el posible referéndum estaría trucado de raíz, los optimistas subrayan que el acuerdo entre socialistas e independentistas fundamenta la eventual consulta en el artículo 92 de la Constitución, que da a esta un carácter meramente consultivo. En consecuencia, según esta perspectiva, el resultado de la votación no tendría mayor relevancia, puesto que el Gobierno español podría ignorarla. Semejante visión pasa por alto que, más allá de lo que declare el texto constitucional, sería un imposible político aceptar que una región es un sujeto soberano que puede votar sobre su secesión y luego ignorar su deseo de independizarse. De hecho, a partir de ese momento, los líderes independentistas estarían perfectamente legitimados para acusar a España ante las Naciones Unidas de ocupar ilegalmente Cataluña.   

También se debe abandonar la expectativa de que vale la pena asumir el riesgo de un referéndum de autodeterminación para derrotar en las urnas definitivamente a los separatistas y cerrar para siempre la quimera de una Cataluña independiente. Las experiencias internacionales desmienten la idea de que una derrota electoral hace desistir a los separatistas de continuar intentándolo. Los nacionalistas francófonos de Quebec plantearon la posibilidad de separarse de Canadá en un primer referéndum en 1980 y, tras perder este, celebraron otro en 1995, del que también salieron derrotados. Entretanto, los independentistas escoceses perdieron la consulta de 2014; pero están estudiando convocar otro referéndum. Paradójicamente, perder un referéndum no entierra las aspiraciones separatistas; pero ganar una sola vez es suficiente para forzar una ruptura irreversible. 

Consecuencias inevitables e indeseadas

Con independencia de quien saliese victorioso de un referéndum en Cataluña, su mera celebración provocaría una serie de consecuencias inevitables e indeseadas. La primera sería una «reacción en cadena». Después de otorgar el derecho de separarse a Cataluña, ¿quién podría negárselo al País Vasco? ¿Y a Galicia? ¿Qué pasaría con Canarias? ¿Y Baleares? De momento, el efecto contagio puede verse pronto con la amnistía. Tras el éxito del Carles Puigdemont en su chantaje al gobierno, no se puede descartar que sectores del independentismo vasco reclamen una medida semejante para los miembros de ETA. Ciertamente, los delitos cometidos por los terroristas vascos son de mayor gravedad que los imputados a los sediciosos catalanes; pero los argumentos jurídicos y políticos a favor de la amnistía de estos, podrían ser trasplantados a favor de aquellos. La puerta abierta por Pedro Sánchez es muy ancha y difícil de cerrar. 

Además, el cuestionamiento de la integridad territorial de España abierto por el referéndum catalán no solamente sería un pistoletazo de salida para los separatistas de todo pelaje y condición, sino también para aquellos que ambicionan un trozo de España desde el exterior. Sin duda, el primero de todos sería Marruecos, al que sería difícil negar el derecho a reclamar un referéndum para definir el futuro de Ceuta y Melilla si las propias autoridades españolas habían aceptado hacer lo propio con una región integrada en el corazón de territorio y la historia de España. 

Por otra parte, incluso si la propuesta independentista pierde un eventual referéndum, hay pocas dudas de que su mera celebración animaría un éxodo masivo de empresas y personas no nacionalistas. De hecho, parece lógico que aquellos que no comulgan con el proyecto de una Cataluña separada de España no quieran echar raíces en un territorio cuya posible secesión convertiría automáticamente en ciudadanos de segunda, a quienes los líderes secesionistas considerasen que no merece el título de catalanes. El desplazamiento masivo sería particularmente intenso entre quienes tienen más fácil marcharse, los mejores educados y las empresas más competitivas. En consecuencia, el daño sería doble, para los que se van obligados a abandonar sus raíces y para los que se quedan forzados a vivir en una Cataluña empobrecida. 

Para quienes dudan de la posibilidad de un éxodo masivo alimentado por la perspectiva del referéndum, vale la pena recordarles que el país ya ha vivido esto. Primero, fue el caso de los miles de vascos expulsados de sus hogares por el terrorismo de ETA en «los años del plomo». Luego, le ha llegado el turno a un número creciente de catalanes que han visto el referéndum ilegal de 2017, como la confirmación de que resulta imposible educar a sus hijos en castellano, vivir tranquilos si se trabaja para el gobierno central o competir en un mercado laboral donde las credenciales nacionalistas cada vez pesan más. Si estos éxodos invisibles no han merecido más atención, ha sido porque los gobiernos nacionalistas de Cataluña y el País Vasco se han esforzado en echar tierra al asunto mientras algunos desde Madrid miraban hacia otro lado, supuestamente para facilitar la convivencia. La perspectiva de un referéndum de en Cataluña multiplicaría el número de aquellos que deciden votar con los pies y abandonar la región, para regocijo de separatistas y daño a la cohesión de España. 

Finalmente, si el referéndum que socialistas e independentistas se han comprometido a negociar llegase a ser realidad, los diferendos territoriales entre comunidades autónomas, que actualmente parecen asuntos secundarios, se convertirían en fuente de enfrentamientos de unos territorios contra otros. Ahí está las reivindicaciones de los separatistas catalanes sobre la denominada «Franja de Poniente» —los municipios aragoneses donde se habla el catalán— y la Comunidad Valenciana. Lo mismo se puede decir de las demandas de los independentistas vascos sobre Navarra y fragmentos de La Rioja como parte de su proyecto de «Euskal Herria». Paradójicamente, el referéndum que se presenta como la forma de terminar un supuesto conflicto en Cataluña alimentaria muchos y variados enfrentamientos en toda España. 

En otras palabras, el camino hacia el referéndum catalán que se sugiere en el pacto entre el PSOE y Junts per Catalunya tensaría al máximo las costuras del país, forzaría el desplazamiento de miles de españoles y alimentaría la rivalidad entre regiones. Si se trae a la memoria el no tan lejano terrorismo de ETA en el País Vasco o los mucho más recientes disturbios masivos protagonizados por los CDR y Tsunami Democràtic en Cataluña, resulta fácil predecir que semejante espiral de tensión vendría necesariamente acompañada de dosis de violencia de consecuencias difíciles de predecir. 

El expresidente de la Generalitat Carles Puigdemont a su salida del Parlamento Europeo. | Europa Press

Frente a los optimistas que suponen que semejante deriva sería frenada por la UE, solo cabe preguntar el cómo. Bruselas asistió muda a la decisión británica de otorgar a Escocia el derecho de autodeterminación. Posteriormente, se limitó a asumir la decisión tomada en referéndum por los propios británicos de abandonar la Unión. La razón es sencilla. Aunque los Estados miembros aceptan restricciones a su soberanía para integrarse en la UE, lo cierto es que siguen siendo los últimos decisores de su destino y conservan la libertad para determinar cuestiones fundamentales como su permanencia en la Comunidad o… su integridad territorial. En consecuencia, poco se puede esperar de Bruselas más allá de que tomen nota de la fractura al interior de un socio y emprendan una interminable discusión sobre qué hacer si dicha ruptura cristaliza. 

Pero no todo el mundo promete estar tan pasivo. La Rusia de Vladímir Putin apoyó activamente el intento sedicioso de octubre de 2017 no solamente con una campaña de desinformación a favor de la secesión, sino también con un fluido canal de comunicación entre sus servicios de inteligencia y el liderazgo de los independentistas catalanes. Estas conexiones se han mantenido durante el tiempo en que Carles Puigdemont ha permanecido huido de la justicia española. Con la tranquilidad de que la amnistía borrará cualquier responsabilidad penal por los contactos de los separatistas con Moscú, es seguro que el Kremlin escalara su injerencia a medida que se haga realidad la posibilidad de un referéndum de autodeterminación en Cataluña. Los riesgos son bajos y el premio máximo: romper la cohesión de un socio de la OTAN y ganar influencia sobre una republiqueta empobrecida y radicalizada en la esquina occidental del Mediterráneo. 

Así las cosas, parece poco verosímil que la trayectoria del país deje espacio para que los partidarios de la pasividad puedan seguir en lo cotidiano e ignorar la promesa de un referéndum que pondrá en riesgo la integridad nacional, forzará a muchos españoles a abandonar Cataluña y atizará los conflictos entre regiones. De igual forma, también parecen obligados a asumir que ni la Unión Europea, ni ninguna otra fuerza externa vendrá a frenar la pulsión destructiva que amenaza el modelo que les hizo prosperar durante décadas. La única alternativa es la movilización para frenar a aquellos que por fanatismo o ambición están empujando al país hacia el abismo.

Román D. Ortiz analista del Centro de Seguridad Internacional de la Universidad Francisco de Vitoria.

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