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Contra la Europa pesimista

No podemos caer en el derrotismo. La desaparición de nuestro modelo supondría un retroceso incalculable en la Historia

Contra la Europa pesimista

Ilustración de Alejandra Svriz.

Las encuestas arrojan una conclusión inquietante: sólo los partidos euroescépticos mejorarán sustancialmente sus resultados el domingo. Ahora que la geopolítica anuncia desafíos profundos, la perspectiva de una UE fragmentada es descorazonadora.

Dijo Ivan Krastev en After Europe que los europeos sufrimos de un «síndrome de Galápagos»: nuestro orden político es tan avanzado que el resto de países no puede imitarlo. El síndrome procede de Darwin y de las especies endogámicas, adaptadas selectivamente a su entorno, que el científico halló en las Islas Galápagos e inspiraron su revolucionaria teoría. La expresión se utilizó para referirse a las tecnológicas japonesas que en los 2000 habían incorporado ciertos complementos a sus móviles de tercera generación (3G), pero que, como era difícil implementarlos en Europa o Estados Unidos, aquéllas quedaron condenadas al ostracismo.

Por lo menos desde el descubrimiento de América y los comienzos del colonialismo, Europa ha tratado de exportar su modelo al resto del mundo conocido, con éxito relativo y métodos cuestionables. La invención del Estado-nación, el auge del imperialismo y la creencia decimonónica en el progreso indefinido avivaron ese deseo hasta que el desastre de la Primera Guerra Mundial lo interrumpió brevemente. Tras la Segunda Guerra Mundial y el proceso de descolonización posterior, los fundadores de la UE renunciaron a imponer su modelo por la fuerza –no siempre–, pero mantuvieron esa fe en el progreso y la convicción de que el ejemplar estilo occidental (el Estado de derecho, la democracia, el libre mercado, los nuevos derechos humanos) había de ser imitado por los países menos desarrollados.

A partir de los años setenta, la ciudadanía europea tomó conciencia de la imposibilidad de seguir manteniendo esa vanidad a la vista de los horrores de los que esa misma Europa había sido testigo permanente durante el siglo XX: revoluciones sangrientas, guerras civiles, dictaduras, comunismo, fascismo, holocausto nazi, gulags de Stalin, dos guerras mundiales, cien millones de muertes en conflictos políticos, crimen, destrucción ecológica, amenaza nuclear.

Con el tiempo, la autocrítica se volvió autodestructiva, cundió el desánimo y finalmente se derrumbó también esa noción de progreso que tanto optimismo había extendido en el continente durante siglos. El problema, como señaló el sociólogo polaco Piotr Sztompka, es que la noción de progreso («demasiado importante para el pensamiento humano, demasiado fundamental para el alivio de las tensiones e incertidumbres existenciales como para eliminarla por las buenas») fue reemplazada por la de crisis. Ya sean económicas, políticas, culturales o sanitarias, el caso es que el posmodernismo ha instaurado la normalización de la crisis, ha neutralizado toda posibilidad de autocomplacencia y ha sumido al continente en un pesimismo patológico del cual, desde hace décadas, no sabemos salir.

«En pocos años hemos pasado de forzar nuestro modelo en otros países a cuestionar seriamente sus bondades»

No es de extrañar que el ensayo cosmopolita europeo tampoco prospere en el siglo XXI. La caída del Muro de Berlín y el desplome del comunismo reanimó por un tiempo el viejo fantasma del progreso lineal, condensado en el famoso fin de la Historia de Fukuyama. Se abrazó de nuevo la ilusión de que la democracia liberal se extendería mágicamente por el mundo como una mancha de aceite y cerraría para siempre el capítulo de los nacionalismos.

Pero las —de nuevo— crisis de todo tipo que siguieron a la económica de 2008 cortaron de raíz el entusiasmo. De eso hace más de 15 años, durante los cuales hemos acumulado una cantidad considerable de infortunios adicionales que también han hecho mella en el ciudadano. Así, en pocos años hemos pasado de forzar nuestro modelo en otros países a cuestionar seriamente las bondades que tiene para nosotros mismos.

Mientras la noción de crisis penetra en las conciencias de los europeos, y los llena de dudas, complejos y desesperanza, el viejo continente pierde no sólo su protagonismo en el mundo, sino la autoestima para seguir dirigiendo el rumbo ideológico de la historia. Esto, por supuesto, es aprovechado por los demás actores geopolíticos. Más o menos explícitamente, con métodos más o menos aceptables, hoy no es exagerado decir que gran parte del mundo trabaja para el debilitamiento de Europa, y para la apropiación del rol internacional que, a juicio de muchos, hace décadas que dejó de corresponderle.

Nuestra importancia, es cierto, ha mermado. El expresidente italiano Enrico Letta lo expresaba con tino en su informe: cuando en 1985 se presentó el Mercado Único Europeo al mundo, China e India juntas constituían menos del 5% de la economía mundial. Hoy representan el 25 % del PIB global y el 35 % de la población mundial, mientras que nosotros representamos el 18% y el 6% respectivamente, y somos además los que más envejecemos.

«No se trata de imponer nuestro sistema, sino de defenderlo con orgullo contra las ansias autoritarias de los demás»

Aun así, no podemos sumirnos en el derrotismo y la indolencia. No se trata ya de imponer nuestro sistema al resto, sino de defenderlo con orgullo contra las ansias autoritarias y expansionistas de los demás. O de evitar que, en el mejor de los casos, la inacción nos arrastre lentamente hacia la irrelevancia, y que sean otras potencias, que abrazan abiertamente la dictadura, el autoritarismo o el nacionalismo étnico, las que dicten los renglones de un futuro en el que contaremos poco. Si cuando arrancó la presente legislatura en 2019 nadie se imaginaba que tendríamos que lidiar con una pandemia mundial, la invasión rusa de Ucrania o la guerra palestino-israelí, lo que nos deparen los próximos cinco años no estará tampoco exento de sorpresas.

Decía recientemente el propio Krastev que los líderes políticos nacionales tienden a considerar las elecciones europeas como guerras libradas con balas de fogueo en las que muchos resultan heridos pero nadie muere. Esta frivolidad también cunde en las nuevas generaciones, a las que hemos sido incapaces de transmitir los valores de la democracia y comienzan a dudar de su utilidad, a dejarse seducir por el autoritarismo y a votar a partidos euroescépticos.

Las encuestas también anticipan la posible irrupción de partidos cada vez más excéntricos: desde Se acabó la fiesta de Alvise en España y Esperanto lengua común en Francia hasta el partido finlandés prorruso que disfrazó a su presidenta de princesa Leia en un acto de campaña. Siempre ha habido partidos extravagantes. La diferencia es que ahora no sería de extrañar que rascasen algún escaño: parafraseando a Chesterton, cuando se deja de creer en la democracia, se comienza a creer en cualquier cosa.

Con todos nuestros defectos, la desaparición de nuestro modelo supondría un retroceso incalculable en la Historia. Recordemos que muchas civilizaciones han desaparecido, a veces sin dejar la impronta de su herencia. Si quiere evitarlo, Europa debe mostrar su capacidad de adaptarse a un nuevo mundo en el que, líder o no, tendrá mucho que ofrecer.

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