Reflexiones sobre el proteccionismo y el futuro de Europa
Si analizamos la historia, la oleada arancelaria que ha traído el segundo mandato de Trump responde a causas concretas

Donald Trump firmando un decreto en el Despacho Oval. | Shawn Thew (Zuma Press)
Uno de los grandes temas de debate de hoy es el proteccionismo que, mediante aranceles, está fomentando Trump. Hasta aquí, un hecho. Pero soy un académico, por lo que mi labor no consiste en limitarme a exponer los hechos, sino, más bien, en buscarles una explicación.
Lo primero que llama la atención es la facilidad con la que la gente identifica proteccionismo con derecha, e incluso con «eso» que algunos denominan «ultraderecha» y que, por cierto, no se sabe muy bien lo que es, en clave académica. Sea lo que fuere, el argumento es falso. Como lo prueba el hecho de que el proteccionismo fue la política estelar del marxismo, sobre todo en Hispanoamérica (pero no solo, pues también se dio en países árabes ba´az, prosoviéticos), en la segunda mitad del siglo XX. Ahí, por influencia de los teóricos de la dependencia, que eran neomarxistas estructuralistas, se aplicó el modelo conocido como ISI (Industrialización por Sustitución de Importaciones). La idea es clara: dificultar las compras en el extranjero, para tener que fabricar en casa lo que se está comprando fuera, para, de ese modo, desarrollar (en algunos casos y sectores, en verdad, generar) una industria local, que dé empleo a los lugareños.
Filosóficamente, que hayan sido los marxistas quienes lo auspiciaban no es tan raro. Me explico: se trata de una práctica poco capitalista. En realidad, su precursor fue el ministro galo Colbert, en la etapa mercantilista (o sea, precapitalista, pero no, todavía no, capitalista).
No es muy de «derechas», no (valga la expresión «derechas», pese a su indefinición, porque sirve para entendernos). ¿De ahí hay que deducir que Trump no es de «derechas»? No, lo que hay que deducir es que no podemos simplificar tanto las cosas. Que esto de la política es algo serio, o, al menos, debería serlo. Sigamos con el hilo argumental… Lo anterior es interesante, pero apenas la introducción de este artículo. Ocurre que el proteccionismo no es de «derechas», ni de «izquierdas». Pero es, y tiene algún sentido, ¿no? Por supuesto: hora lo vemos.
Es un remedio de emergencia, cuando tu economía se está hundiendo. O, simplemente, cuando la pugna entre potencias por la hegemonía no te resulta favorable. Pongamos, como ejemplo, lo sucedido en el Reino Unido. Según comenta Immanuel Wallerstein (uno de esos marxistas estructuralistas), Holanda fue la hegemonía mundial durante buena parte de la segunda mitad del siglo XVII, en parte, gracias a los metales preciosos procedentes de América acumulados cuando era parte del Imperio español (una parte de los cuales viajaba a bordo de buques mercantes neerlandeses, que tenían la mejor relación precio-calidad del mundo), pero también gracias a la labor de la compañía de indias holandesa. Holanda explotó la actual Indonesia, pero quiero recordar al lector que antes de llamarse Nueva York, esa ciudad, ubicada en el estuario del Hudson, se llamó Nueva Amsterdam, o la presencia de los Boers en la actual Sudáfrica, o las menos conocidas posesiones holandesas en la costa de India, en las Guyanas o en las Antillas.
¿Cómo frenó eso el Reino Unido, competidor, en esa época, de la propia Holanda, por la hegemonía mundial? Con proteccionismo. Concretamente, con varias Navigation Acts, aprobadas en la segunda mitad del siglo XVII y aún, alguna, en pleno siglo XVIII. El objetivo de estas leyes de navegación era poner las cosas entre complicadas e imposibles a las exportaciones holandesas al Reino Unido. ¿Cómo? Detalles al margen, la idea era impedir que atracaran en puertos británicos buques que, no siendo de bandera británica, trajeran productos de terceros países. O bien entraban en puerto productos británicos, o bien, si eran de terceros, eran transportados por buques británicos. Así que, un siglo después, y tras varias décadas sin hegemón alguno, el Reino Unido sustituyó a Holanda como principal potencia económica mundial (eso va siempre por delante) y, después (solo después) política, diplomática y militar del mundo. Lo que propició que Nueva York, algunas Antillas, Sudáfrica y la costa india cambiaran de manos.
Lo interesante es que, entre los máximos defensores de esa etapa proteccionista está el librecambista Adam Smith. Voy a situar al detalle la cita, por si algún lector quiere rastrear esto: lo hace en su clásico La riqueza de las naciones (1776). Lo que yo indico aquí se puede leer, en nuestra lengua, en las páginas 557-558 y 571 de la edición de 1994, publicada por Alianza Universidad.
Entonces, ¿hemos vuelto a las derechas? No, hombre, no. Hemos dicho que es una solución de emergencia para economías relativa (en comparación con otras) o absolutamente débiles. De hecho, los gobernantes liberales y conservadores del Reino Unido se convirtieron en los máximos defensores del libre mercado, y acérrimos detractores del proteccionismo, tan pronto como la economía británica pasó a ser la primera del mundo. De ahí, por ejemplo, la ley de importación de 1846 que, tal como nos explica David Graeber en su obra La utopía de las normas (2015), dio pábulo a la fama (parcialmente inmerecida) del mundo anglosajón como adalid del libre comercio. De hecho, también comenta Graeber que, en esos momentos, ni EEUU ni Alemania estaban interesados por ese impulso británico al librecambismo. No es preciso que diga la razón de ello, a estas alturas del artículo.
En definitiva, las políticas de Trump no son la causa de nada, al menos en términos económicos (si bien, en la segunda parte de este artículo, ya hablaré de algunos efectos geopolíticos). Solamente son la consecuencia del mal estado de la economía de EEUU, sobre todo en lo que respecta a la producción industrial, cada vez más alejada de la de China. De hecho, Biden también fue proteccionista. Puedo admitir, eso sí, que haya una diferencia de grado, pero no de esencia, entre ambos presidentes. Trump lo es un poco más (es cierto) por la sencilla razón de que, con el paso del tiempo, gradualmente, la economía (productiva) estadounidense está un poco peor. De modo que aprietan más el mismo torniquete (es una buena metáfora), que ya estaba puesto.
Ahora sí, vayamos a impactos geopolíticos. Alemania fue el motor de la UE (y su «pagafantas», por cierto). Pero lleva dos años con crecimiento negativo. Tener que adquirir gas natural a EEUU, en vez de a Rusia, ha encarecido la energía y, por ende, el precio de lo producido. Quizá por ello, pese a su discurso oficial, compre GNL ruso, previamente adquirido por Francia o Bélgica, para no tener que hacerlo, directamente, a Putin. Todo son problemas, hipocresías, mentiras y cambios de opinión (es lo mismo, claro). Más pinochos en la UE. Sin embargo, la indiscutible calidad de algunos productos germanos ha propiciado que todavía exporte, por ejemplo, coches de alta gama. Cuando EEUU (en la era Biden, por cierto) le dijo a Scholz que Alemania tenía que poner aranceles al coche eléctrico chino, igual que lo harían desde Washington, éste aceptó. Bueno, hizo lo que siempre hace: primero dijo que no y luego cambió de opinión. Entonces, algunos empresarios alemanes del sector del automóvil le recordaron que, si China respondía con la misma medida, dejarían de vender a los ciudadanos pudientes del gigante asiático, Audis y BMWs. Los chinos con dinero compran coches alemanes de alta gama, como elemento diferencial. Si la economía de Alemania no se ha hundido por completo es porque, pese al cierre de muchas fábricas de coches, ha oído vendiendo stocks, que le han permitido mantener un superávit comercial, incluso, por cierto, con EEUU.
Y esa buena noticia, también es mala (la economía es así). No le gusta a Trump. Si arrecia con aranceles agravados al coche alemán, EEUU va a dar el golpe de gracia a su aliado –que no «amigo»– alemán. Es más, como es posible que el capital no tenga patria (o solo cuando le conviene) puede suceder que algunas empresas alemanas pasen a fabricar sus mismos coches en EEUU. Es el sueño dorado de Trump. Pero reventar el motor económico de la UE, es hacerle un flaco favor a la UE, en conjunto (incluso más allá de Alemania). Cuando los historiadores, dentro de unos años, quizá décadas, expliquen lo acontecido al albur de la guerra de Ucrania, dirán, a buen seguro, que EEUU fue responsable de hundir a Alemania. Todo empezó con la destrucción del Nord-Stream –una obsesión de Biden, recogida en vídeos del momento– y fue rematado por la política proteccionista de Trump. Pero son dos caras de una misma moneda, o dos fases de una misma política exterior, si se prefiere una mirada más diacrónica que sincrónica.
Todo lo cual me lleva, casi por inercia, a una última reflexión, de alto voltaje académico. Durante años, nuestros profesores de derecho internacional, así como algunos de los pocos auténticos profesores de relaciones internacionales y geopolítica que hay en nuestro país (pues hace años se tomó la decisión de que las relaciones internacionales fueran explicadas por los juristas) han prescindido del realismo como fuente de conocimiento. Y han adoptado, por no citar otras teorías todavía más esotéricas, lógicas institucionalistas y social constructivistas. Qué sea cada cosa, lo expongo en mi libro, coeditado por la Universidad Francisco de Vitoria, ¿Cómo funciona el mundo? Una perspectiva desde la geopolítica (2023). Aquí no dispongo de espacio para explicarlo. Pero sí puedo dar alguna pincelada…
Karl Deutsch, padre del social constructivismo, apuntó la tesis según la cual la pertenencia a una misma Organización Internacional lograba que los países miembros crearan una auténtica «comunidad» (en términos de Ferdinand Tönnie), lo que implicaba que dejaban de lado los egoísmos y pasaban a tratarse como «amigos», a fuer de socios interesados. Lo de la «amistad» puede antojarse exagerado. Pero no lo es, en la lógica de los social constructivistas. Es el lenguaje empleado por quien, dentro de esa misma escuela, sigue las aguas de Deutsch, Alexander Wendt, en su obra Social Theory of International Politics (1999), cuando alude a la teoría de las tres culturas (hobbesiana, lockeana y kantiana).
Volviendo a la literalidad de la obra de Deutsch, en su libro Political Community and the North Atlantic Area (1957), de título muy significativo para nuestro artículo, defiende el argumento que acabo de comentar. Muy bien. ¿Cuál es el problema? Que es falso.
Regresemos a los hechos. La coacción de EEUU a Dinamarca (por Groenlandia) no es un buen adalid de la muy kantiana e institucionalista teoría de la «paz democrática»: las democracias comparten valores y no hacen la guerra entre sí (reza dicha teoría, en esencia). No, claro, si hacen lo que el primo de Zumosol, también democrático y, para más señas, inventor del eslogan del «orden basado en reglas», les exige. Si vende (aunque sea con una pistola en el pecho, o en la nuca) no habrá violencia.
¿Y qué hemos dicho, del proteccionismo de EEUU, y su impacto sobre Alemania, y, por extensión, sobre el resto de una UE que ha vivido mucho, del dinero alemán, aunque fuera para que les compráramos más coches, aires acondicionados y neveras? ¿Qué «comunidad» es esa? ¿Esa es la North Atlantic Area de la que habla Deutsch? Por supuesto. Pero no opera como él dice. Me queda añadir que no hay nada nuevo bajo el sol. No en vano… ¿Recuerdan el caso de la competición entre Holanda y Gran Bretaña, en clave histórica? Hasta las versiones más simples del realismo dan mejor cuenta de lo que ha sucedido, de lo que todavía está sucediendo, y, sobre todo, de lo que puede pasar en el futuro. Lo cierto es que, ya llevamos 23 años de UE. Pero hay que retrotraerse a 1951 para vislumbrar la CECA. Tratado precursor de la CEE que, como expone Tony Judt en su libro A Grand Illusion. An Essay on Europe (2011), tampoco fue fruto de ninguna amistad entre Francia y la RFA –más bien han sido casi siempre enemigos acérrimos– sino del interés galo por obtener carbón barato alemán, para producir acero en el país de los mosqueteros. Pero no es así como se suele explicar en clase, no. Se explica que estos tratados son fruto de valores compartidos por las democracias (yo explico la verdad, claro). Y llevamos 76 años de OTAN, de ese otro instrumento construido por y para la democracia, que casi desde su fundación contó entre sus miembros con la dudosa democracia turca (ingresó en 1952) y desde el principio, sin casi, con la indudablemente no democrática Portugal. Blancanieves y los siete enanitos…
No seamos más ingenuos de la cuenta. No sirve de nada. Cada Estado sigue persiguiendo sus propios intereses. Lo sorprendente es que a alguien le sorprenda. Pero, como quiera que así sea, es importante recordar ciertas cosas, de vez en cuando. Porque, de no tenerlo en cuenta, nuestros gobernantes se van a estrellar. Ya lo están haciendo…
Más nos vale ir recuperando el realismo, e ir abandonando lo cuentos de hadas. Con más realismo, nunca habría estallado la guerra en Ucrania. Con Peter Pan como héroe, la guerra ha llegado, y esta vez la va a ganar al Capitán Garfio (si no lo ha hecho ya). Campanilla no aparece. En la realidad, suele suceder…
Josep Baqués es investigador asociado del Centro para el Bien Común Global de la Universidad Francisco de Vitoria.