Cómo proteger tu salud del sol, la sal y la arena en la playa durante el verano
Ojos, pies, garganta, oídos, estómago… Nadie se libra de las agresiones imprevistas de una mala tarde en la playa
El verano abre muchas vedas, incluidas las que se ceban con nuestra salud sin casi darnos cuenta. El sol, la sal y la arena parecen inofensivos, pero tienen mucho que ocultar cuando se trata de cuestiones saludables. A veces pasan inadvertidos o no prestamos atención, aunque eso no significa que no están ahí.
Un día de playa podría convertirse en una pequeña tragedia en según qué niveles, pues los niveles de salubridad de arena y sal no son siempre los más altos. Todo ello sin dejar pasar por algo lo que el sol puede hacer —incluso más allá de la playa— y las prevenciones lógicas de evitar insolaciones durante alguna ola de calor.
El verano es, en esencia, una estación amable porque estamos disfrutando de nuestro tiempo de ocio, dejando al libre albedrío a ciertos avatares que pueden dinamitar nuestra salud. No olvidemos también que es el momento propicio para ciertos patógenos alimentarios. Es un terreno abonado para la gastroenteritis cuando se presenta acompañada de ciertos riesgos como la Salmonella o al temido anisakis, abundante en los pescados crudos.
A ello se suma una proliferación de infecciones, no siempre relacionadas con la salud sexual, que tienen orígenes víricos o bacterianos y que podemos coger, casi sin darnos cuenta, en playas, piscinas, estanques, lagos o ríos. Nombres como otitis, conjuntivitis o cistitis están en nuestro diccionario más habitual del verano.
Todo ellos se domina desde las alturas por la intensidad del ‘lorenzo’, donde el astro rey puede cebarse con nuestra piel, quizá el efecto más inmediato, pero cuidado: no viene solo. Y más cuando se suman a ciertas complicaciones que van más allá del factor de protección solar y que incluso pueden dañar nuestra salud ocular.
Cómo proteger tu salud del sol, la sal y la arena
No vamos a hacer hincapié en riesgos del verano de sobra conocidos. Ya hemos hablado en otras ocasiones de lo que pueden suponer para tu salud algunos excesos. Quizá el más habitual esté relacionado con los atracones veraniegos o con comer a deshoras, pero no son los únicos. En lo digestivo e intestinal también hay que prestar algo de atención al alcohol que consumimos, sin dejar de lado el conteo de calorías.
Al runrún sanitario de lo digestivo hay que también hablar de nuestra higiene del sueño. A veces pasa por alto, pero nuestra salud necesita que durmamos lo mejor posible, lo cual no es siempre muy veraniegamente aceptable. Las olas de calor, las noches tropicales y los cambios en nuestras rutinas son torpedos a la línea de flotación del descanso y eso, a la mañana siguiente, se nota.
Sin embargo, el sol, la sal y la arena pasan a un segundo plano. No así otro elemento clave del malestar veraniego, a veces salvación y a veces calvario, como es el aire acondicionado. En su justa medida es agradable, aunque el exceso de éste puede resecar ojos, provocar ciertas infecciones respiratorias o algún que otro catarro estival.
Sol y salud: una relación tirante
Una pizca de sol al día no solo nos alegra los días, sino que incluso es beneficiosa para la salud. Siempre hemos oído que la vitamina D necesita un poco de fotoabsorción para sintetizarse, aunque esto no signifique que debamos atiborrarnos de sol o hacerlo desprotegidos. No es mejor el sol de las cuatro de la tarde que el sol de las 10 de la mañana, pues lo que nuestro cuerpo percibe son rayos UV y no exige que sean más directos.
Además, no hace falta que sean horas, sino que será suficiente con un cuarto de hora al día. Amén de esto, hay que recordar que el sol si se toma en demasía es un envejecedor celular de primer orden, por lo que oxida nuestro ADN y acelera el envejecimiento. Por desgracia, no es el único problema que se asocia al sol.
Uno de los momentos en los que más desapercibido pasa es a la hora de cotejar nuestra salud ocular, donde una exposición prolongada a los rayos del sol —sin protección— puede acarrear queratitis o pterigion, además de provocar daños en la mácula o anticipar la aparición de cataratas.
Un daño que también puede tener otro factor diferencial en lo dermatológico, dando por supuesto el riesgo de quemaduras solares, aunque no es el único atentado contra la salud, pues pueden surgir ciertas reacciones alérgicas si utilizamos perfumes y luego nos exponemos al sol, apareciendo urticarias. En el lado positivo, si cumplimos con los cuidados habituales en la fotoexposición, podemos ver como la dermatitis atópica es menos molesta durante los meses estivales.
Sal y salud: dos elementos no tan compatibles
Mucho se ha hablado de los beneficios del agua de mar en relación a la salud, pero las demostraciones empíricas no avalan que sea un remedio natural para muchas enfermedades. La realidad es que el agua de mar, amén de su concentración salina, también es el hábitat de numerosos microorganismos, bacterias, virus y otros patógenos que podrían jugarnos malas pasadas.
Por este motivo además no se recomienda que abramos los ojos en el agua de mar —ni en el agua, en general— pues es un caldo de cultivo magnífico para la conjuntivitis. También sucede que nuestras manos no están lo más limpias posibles durante un día de playa, así que estamos multiplicando la irritación de la sal, la incidencia del sol y la suciedad que puede haber en la arena —de la que ahora hablaremos—.
También es evidente pensar que muchas de las otitis veraniegas vienen asociadas a ese agua de mar, salina, que se cuela en nuestros pabellones auditivos. Si no la sacamos a tiempo, lo que permite es que los microorganismos encuentren un alojamiento perfecto junto a la subida de temperaturas para empezar a proliferar.
Por último, hay que incidir en el hecho de que tragar agua de mar o consumirla no es beneficioso para la salud, pues su contenido en sodio es anormalmente alto y supondría arriesgar la función renal, siendo potencialmente fatal.
Arena y salud: la ventaja de pasar desapercibida
Sabemos que el agua de mar puede estar cargada de patógenos, pero la arena de la playa —o la tierra alrededor de una piscina— no están exentos de ellos. Es lógico, sobre todo cuando pensamos en la cantidad de personas que pasan al día por una playa, por los animales que ella transitan o por los depósitos que en ella se forman, como las algas. Si a la ecuación le metemos una pizca de incivismo con propietarios de perros, con fumadores o con aquellos que no tienen a bien recoger su basura, las cuentas nos salen: de incógnita hay poco.
A ello se suma la fauna y flora habitual de las playas, que pueden ser hongos y ciertas bacterias, como los estafilococos e incluso los anquilostomas, que son gusanos parásitos que suelen darse en zonas tropicales y húmedas en aquellas playas donde hay una defecación no higiénica y se mantiene el contacto de piel con la arena.
Por eso es relevante que tengamos en cuenta ciertas premisas cuando vamos a la playa y estamos en la arena. Lavar las toallas tras cada incursión; tener cuidado con dónde dejamos ciertos elementos (como las gafas); procurar que la comida no entre en contacto con la arena y, en el caso de que tengamos heridas abiertas, proceder a desinfectarlas lo antes posible, evitando caminar sobre terrenos cortantes o piedras y siempre con calzado. Aunque el agua de mar cree un efecto placebo sobre la herida al deshidratarla, es necesaria la desinfección para que no penetren bacterias o virus.