San Ambrosio por testigo
«Sacó la lengua y la apretó un poco más sobre mí, entrando entre mis labios y rozando por un segundo un extremo del clítoris»
Miré hacia arriba. La ermita estaba casi derruida. Quedaban algunas ventanas y las ramas de los árboles se habían bordado retorcidas, como doloridas, por los huecos que una vez albergaron una vidriera. Cuatro arcos apuntalados informaban de que aún, esas piedras, contaban con cierto interés. Me habían atado a los puntales y mis brazos se extendían a cada lado, abiertos de par en par, por obra y gracia del amarrador. Apenas me sostenía de puntillas cuando me puso una piedra grande bajo los pies.
El musgo espolvoreado sobre las rocas señalaba el norte. Yo, desnuda, elevada y en cruz apuntaba hacia el sur; y entre mis piernas, su cabeza a la espera. Quería soltarme de allí y enredarme en su pelo. Lo llevábamos igual y de lejos podríamos pasar por hermanas. De cerca, entre las dos, ofrecíamos una gran suma de elementos diferentes por los que ser sorteadas y compradas en un pack: la que podría parir, la que podría amamantar, la que cortaría las ramas altas, la que hipnotiza con sus ojos. Ambas éramos cultas, irónicas, ingeniosas y de voz firme; ambas éramos curiosas y lascivas por igual; ambas cumplíamos años en febrero y bebíamos vino blanco entre conversaciones interminables; y también ambas ahora estábamos allí desnudas, al atardecer, con rocas bajo los pies y rodillas, apetecibles al gusto por una capa fina de salitre en la piel. El olor a maresía llegaba hasta ese rincón de la montaña. Amanda, arrodillada sobre una fina tela negra, me miraba el ombligo, seguía a la espera. Estábamos muy incómodas aunque nuestros cuerpos respiraban calmados al unísono.
Su marido, Saúl, terminó de colocarnos. Se estaba yendo el sol y revoloteaba nervioso con el fotómetro midiendo como un loco aquí y allá. La foto era lo más importante y hasta que no la tuviera no iba a reparar del todo en la escena que tenía montada. «¡Amanda!», le voceó, «¡arquea más la espalda… eso el culo, el culo!». «¿Y tú vas bien? ¿Aguantas?». Sí, aguantaba, es más, me gustaba. Me excitaba la tensión lacerante de los brazos estirados, sujetos únicamente por la muñeca al sucedáneo de los pilares que sostenían lo que quedaba de aquel bien de interés cultural. La ermita de San Ambrosio nos acogía con majestuosidad.
Yo respiraba profundo con los ojos abiertos apuntando al cielo, soportando el dolor que comenzaba a aparecer
Amanda y yo nos miramos. Mientras lo hacía, sacó la lengua y me lamió una vez. Sonrió. Sacó la lengua y me lamió una segunda vez. Le sonreí. Sacó la lengua y la apretó un poco más sobre mí, entrando entre mis labios y rozando por un segundo un extremo del clítoris. Me estremecí. Saúl nos animó a lo lejos, «Amanda, sigue haciendo lo que sea en lo que estés», y comenzó a tomar fotos en la distancia. La animó a agarrarme de las caderas y a soltarme un rato después porque no funcionaba. Yo respiraba profundo con los ojos abiertos apuntando al cielo, soportando el dolor que comenzaba a aparecer. Sobre mi cabeza un arco del siglo VII, el cielo perdiendo su brillo y un baile de pájaros que despiden el día. Respiraba en profunda calma y excitación. Sentía la lengua viciosa de Amanda y su cariño, o al revés; cómo la extendía ancha sobre toda la superficie de mi coño sin prisa, amplia, húmeda, caliente, mullida, con ganas de mí.
Ahora más que antes, quería perderme en su pelo; cogerle del cuello y levantarla para tragarme su boca, su mirada impávida, su sonrisa cómplice. Cogerla en brazos para sostenerla sobre una pared y clavarle la rodilla entre los muslos, presionando su vagina intermitentemente para meterme en ella. Pronunciar su nombre muy de seguido al comerme uno de sus pechos y apretarle el culo, así con la boca llena, que es de mala educación. Sabía lo que hacía Saúl al secuestrarme las manos. Nos miraba de lejos, ya se había ido la luz y sentado, con el musgo a su favor, nos observaba incandescente.
Amanda tenía hambre de mujer y su Saúl le consigue siempre del cielo la Luna.