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Asuntos de tren

En pleno éxtasis niagaresco, la puerta comienza a deslizarse inesperadamente. Va en la dirección contraria a lo esperado y deseado. Deambula lenta, parsimoniosa. El chorro golpea imparable y fuerte

Asuntos de tren

La sombra de una silueta a través de la ventana de un tren | Craig Whitehead - Unsplash

Como en otras ocasiones, traté de posponer la visita al baño lo máximo posible. No sé bien de dónde me viene esta manía, pero el traqueteo del tren suma puntos y minutos para evitar, si puedo, la condena a la que los límites de mi carne me obligan ceder. Me levanto, camino hacia olores ajenos, emborrono la vista  y me entrego a la experiencia. No me queda otra, estaba a punto de estallar.

Ralentizo mis sentidos al ritmo de un koala, cuyo metabolismo no le deja más que aparentar un estado de embriaguez atolondrada constante. ¡Qué difícil es andar por los pasillos del tren!  Andaba pensando que quería ver lo justo y necesario, tocar lo menos posible y simular que es agua cualquier mancha adherida a las puertas, paredes y pomos del wc. 

«¿Qué es esto?». Ante mí, una puerta curvada de más de un metro de ancho me daba la bienvenida a los baños de un tren que mi bolsillo no suele poder pagar.  Alucino con el amable color de la madera. Invita a una experiencia bastante diferente a la de las  láminas plastificadas que yo conozco. La puerta tiene botones. Se me dan mal los botones, en general.  Es una de esas torpezas que intento ocultar. Botones, palancas… Mi mente diligente ordena los asuntos en una lógica, que de tan obvia que me resulta, me crispa que no coincida con la de los demás.  Las cosas tienen un sitio: el suyo, el que yo digo. Los botones tienen un orden: el suyo, el mío. Apreté el botón verde y,  de tan obvio que era, la puerta se abrió

«¡Cuánta gente habrá follado en este spa!». Era inmenso. No como para bailar un vals, pero sí como para que te cogieran con soltura contra la puerta que ya se estaba plegando. Había apretado el botón rojo de cerrar y la puerta se cerró. Tan obvio también que invita al sueño. 

Me recuerdo habiendo mentido a algunos Saúles, con unas fingidas ganas de montármelo a tope en un tren. O en un avión, o en el baño de un bar. No es que eso no haya ocurrido en mi animado paseo por la lujuria, pero nunca me ha estimulado tanto como para que formara parte de ningún plan. De vuelta en el asiento, me espera un Saúl que se desdibujó con el tiempo. Aunque allí, en el momento, iba a mear contenta por nuestro encuentro de caminos casuales. 

Me subo la falda, me bajo las bragas, y me dispongo en esa sentadilla sostenida y costosa que los coños requieren en la taza de cualquier retrete concurrido y forastero.  Las piernas bien ancladas, duras,  tensas, como cimientos sismorresistentes para la triple tarea de: apuntar y acertar, mantener el objetivo, y contrarrestar los golpes inesperados que el tren, con su poderío, ejecuta sobre mi culo desnudo y vulnerable en el excusado. 

Empiezo a mear desesperada. Caigo en una nube de algodones con sonrisa tonta de anuncio de cualquier cosa menstrual: «casi me muero, ¡qué gusto por favor!». El espejo coincide con mi mirada, y como va para rato, aprieto los codos como Betty Boop. Me gusta verme en el espejo en esa postura burlesca y picante, algo añeja y pasada de moda. Mi pecho se junta y desemboca en un canal. Qué gusto da relajar los músculos pélvicos. Qué gusto me da mirarme en el espejo en esa pose sugerente, preparada para un embate dorsal, con una lordosis acentuada que abre nalgas como las puertas de sésamo. 

«Bzzzzz». En pleno éxtasis niagaresco, la puerta comienza a deslizarse inesperadamente. Va en la dirección contraria a lo esperado y deseado. Deambula lenta, parsimoniosa. El chorro golpea imparable y fuerte. «Dios mío, qué es esto». Transita tan calmada que me da tiempo a decidir, a hacer punto de cruz, a terminar las páginas de un libro, a cocinar pasta, a esperar que llegue el autobús;  pero mi zumo natural no frena.  La puerta se desliza gradual e imparable: irremediable. 

Me rindo al destino que esta tarde de verano tiene escrito para mí, inmóvil, congelada. Levanto las cejas y miro impávida la puerta para ver qué depara este final.  Auguro un fallo en el sistema. Quizás solo es un error técnico en la nave de Alien; quizás consiga librarme de una muerte inesperada, por la mirada de cualquier octavo pasajero que penetre en mi camarote de intimidad. Parece un chiste de esos de «se abre el telón y aparece…».

Pues sí. «Y aparece»… un hombre relajado, expectante de su propio camino urgente. Imagino cómo yo le voy a aparecer a él. Como el premio de un concurso ochentero; un precio justo que adivinar mientras la plataforma gira.  En ella aparece un coche último modelo con una de esas chicas que no incluye pero aumenta y revaloriza  el circo visual.  «Hola», acierto decir a sus ojos escandalizados. Horrorizado escupe mil perdones mientras devuelve la puerta a su estado original. Yo me río; me descojono; me da un ataque de risa tan fuerte que pone en riesgo la robustez de mis rodillas y su trabajo firme de mantenerme inamovible en el lugar. 

«¡No te preocupes, a mí no me importaaaa!», le grito a pleno pulmón en los últimos segundos, en el clímax de esta película de la que espero que no haya segundas partes. 

Ya termino, estoy agotada. Mi culo desconcertado se pregunta qué acaba de pasar. ¿Estará esperándome fuera con un atisbo de erección que intenta ocultar?  ¿Quién es este hombre que ha renunciado al premio de observar por unos segundos más mi pecho apretado, mi culo expuesto y mis fluidos más íntimos rebotar?

Salgo y no está; se ha volatilizado. Miro la secuencia de botones que tanto aturde mi vida de siglo XXI. El tercero era una pegatina que, con el dibujo de un candado, indica que el que le sigue es el correcto para cerrar. No. Los majaderos que han diseñado las cosas como no son, según mi yo dictatorial, han novelado el mecanismo de la puerta diversificando los verbos: cerrar y bloquear. Maldito mi cerebro antediluviano, malditas las palancas y botones del espacio sideral. 

Más tarde, al salir del tren, coincidimos maleta en mano. Yo le miro, estamos unidos por las puertas automáticas, hemos compartido algo más allá. Busco sus ojos cómplices, busco algo diferente; ¡juguemos! ¡pongamos las cartas sobre la mesa! Me has visto meando, reconócelo: culona, indefensa, con escote apuntado a ti, despreocupada. ¿Cuánto de esta historia te atreverás a contar? No hubo respuesta, no hubo mirada. 

Me deleito en su vergüenza. Me gustan los hombres tímidos. Salimos como meros desconocidos del tren.  Mi acompañante, este Saúl futurizo, me grita que corra que perdemos el enlace. «Y este, ¿este  se correrá? ¿Me habré colado en alguna de sus fantasías?»  Me relamo antes de perderle le vista.  Salto al andén antes que él y me azoto el culo. « Adiós, desconocido tímido, en el próximo viaje te aguantarás el pis hasta reventar» . 

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