Grinch, un verdadero polvo de Navidad
«Se adivinaba el contorno de sus hombros y el bulto de sus pechos aplastados contra el borde. Algo la mecía hacia delante y hacia atrás; algo que pareciera azotarla fuerte y acompasadamente»
La calle al completo, a pesar de los numerosos transeúntes que entraban y salían de las tiendas haciendo sus compras de Navidad, lucía un semblante mohíno. Amanda, decepcionada por un cucurucho de castañas asadas que no se pelaban con facilidad, la observaba en cada paso. Los escaparates polvorientos y la pintura desconchada por el paso de los años izaban a Amanda a ese sentimiento nostálgico de los días muy nublados. Eso no parecía afectar a los turistas ni a los habituales de la zona que se agolpaban en todos los comercios con la mirada turbada que da una maratón de compras. El centro de Madrid siempre le pareció curioso; tiene ese aire señorial avejentado, como una fotografía arenada, que te traslada a una época de bajas glorias. Se combina con escaparates luminosos, kioskos que venden todo tipo de souvenirs y muñecos vivientes que hacen globos a los niños a cambio de la voluntad. El contraste deja un regusto espeso en la mirada; las castañas asadas, ya frías y algo crudas, se lo dejaron a Amanda en la boca.
Se paró al final de la cuesta a respirar. Allí se calentó las manos con el vaho de su propia combustión antes de tirar el cucurucho y ponerse de nuevo los guantes de lana. El sonido de la calle se colaba por sus oídos; frases a medias, el silbido acelerado de un semáforo de peatones, el rugido de los motores de coches y motos en acción. Un muñeco de nieve de plástico pide unas nuevas pilas con un sollozo distorsionado al compás de un villancico anglosajón. Todavía no sabe Amanda cómo en tal algarabía advirtió el tintineo de un cascabel que se agitaba rítmicamente unos cuántos metros por encima de su cabeza.
Y allí, con una máscara de Grinch y un gorro de Papá Noel una cabeza se asomaba por la ventana de un segundo piso. El cascabel pendía de la punta de la capucha rojiblanca y obedecía, en movimiento y sonido, a una cadencia que se le imponía desde otro lugar; uno invisible y que le empujaba desde atrás. Amanda se frotó los ojos como un limpiaparabrisas y enfocó la vista. Los brazos desnudos de una mujer menuda se agarraban al marco de la ventana. Se adivinaba el contorno de sus hombros y el bulto de sus pechos aplastados contra el borde. Algo la mecía hacia delante y hacia atrás; algo que pareciera azotarla fuerte y acompasadamente. Sus dedos se aferraban como garras al filo de la ventana y de vez en cuando volaban para posarse en la máscara. La colocaba de nuevo en su sitio, cerciorándose de que el hueco de los ojos coincidiera de nuevo con los suyos, para de nuevo asirse con fuerza a la ventana y seguir conteniendo el embate que la zarandea hacia delante y atrás. Un par de manos que triplicaban en tamaño las menudas pezuñas de la chica se apoyaron junto a ellas; grandes, peludas y sin tanta tensión, soportaban el peso de un cuerpo grueso que Amanda creyó vislumbrar en la oscuridad de la habitación. También creyó oír un gruñido; un gruñido entre doloroso y enfadado, amortajado por el latex verde. Grinch había bajado la cabeza que ahora, rendida, le colgaba. Unos suaves mechones pelirrojos se escaparon por el cuello al descender la máscara unos centímetros por la gravedad y en un abrir y cerrar de ojos, la abdujeron desde atrás. Asieron a esta menuda y descarada Grinch de la cintura, desapareció de la ventana, de la vista, de la vida de Amanda así sin más. Amanda tragó saliva. Tenía la boca seca y aún tropezaba con el sabor rancio que una de las castañas, podrida, le había dejado en la boca. Al llegar a casa, sin quitarse el abrigo, tecleó en el ordenador: intoxicación por castañas en mal estado. Nada en el buscador le negó que aquello que vio no fuera un verdadero polvo de Navidad.