Donde siempre
«Los amigos se apartaron, como todos hemos hecho alguna vez ante la tensión de dos que se buscaban y ahora se encuentran»
Inclinó el hombro derecho y la bolsa de viaje se deslizó hasta caer al suelo. «¡Ya estoy aquí!», vociferó hinchándose como el buche de una paloma. Se desperezó arqueando intensamente la espalda mientras un puñado de niños salían desordenados y enloquecidos para abrazarle, como un montón de canicas que chocan y rebotan entre sí. Al final del pasillo y no con menos entusiasmo, se le ofrecían brazos abiertos y saltos de alegría al ritmo de los masai. Un vaso de vino navegó hasta sus manos como fans deslizan en un concierto el lomo de su ídolo del rock. Pronto estaban comiendo apretujados alrededor de varios metros de mesa en una bacanal de excesos de carne y fino La Ina.
A lo largo de los años, este encuentro familiar se repetía del mismo modo una y otra vez mientras las nieves del tiempo plateaban las sienes de los comensales, como diría Gardel. Unos cuantos golpes de zambomba, pacharán y anís aflojaron poco a poco la velada hacia la despedida nublada de unos. Otros acudieron al llanto cansado y refriegue de ojos de esos que reclamaban leche y cuna. Saúl besó y sonrió a todos, antes de mirar el móvil y ponerse a fregar. Se duchó, se despidió con un «déjame las llaves, alégrate si vuelvo tarde, mamá» y cerró la puerta dejando un rastro de perfume que disimulaba sin éxito su aliento ebrio.
«Estamos donde siempre», rezaba un mensaje digital. «Donde siempre» era donde hacía más que mucho, pero la vuelta a la tierra de uno desdibuja la frontera de la temporalidad. «Donde siempre» respondía a la linealidad de un momento no pausado y eso es, según Saúl, sentirse en casa. La consciencia del presente se enturbia de sensaciones que acogen los recuerdos como mera realidad. Uno ahí quiere volver, volver aunque sea con la frente marchita. «Que es un soplo la vida, que veinte años son nada…», tarareaba Saúl nostálgico por el vino y pizpireto por las calles cargadas de recuerdos de sus otras vidas.
En cada paso, Amanda.
La recordaba por la calle mojada, corriendo, con la sonrisa ancha y la lluvia en el pelo. Es mentira, no la recordaba así, pero sí cómo le cantaba esto al oído que le aproximaba ella desde atrás mientras iban en la moto; una vespino amarilla que había que lanzar por una cuesta abajo para poderla arrancar. Eran tiempos donde la música y el dolor por Víctor Jara sonaban fuerte y Amanda en su canción le ayudó a Saúl a conquistarla con un par de acordes, su coleta y una noche de alcohol.
A «donde siempre» llegó a la hora también de siempre, una cerca de la media noche en la que se sorprendía estando sin sueño y vestido de calle. Estaban allí, ellos, ellas, todos los que fueron y ya no son pero están. En su cabeza la melodía iba por «errante en las sombras, te busca y te nombra…» y allí, donde siempre, a la hora de siempre, con esos de ya nunca pero imperecederos, ella.
Ella, Amanda, cómo no, como siempre.
Como en una película de Almodóvar, todo tomó otra tonalidad, esa de los vinilos. Ella apoyada en la pared, charlaba mascando chicle con alguien oculto a la cámara. El plano principal eran los ojos de Amanda clavados en los suyos, que avanzaban entre una nube densa de humo de cigarrillos Winston y Malboro americano saludando de soslayo a aquellos que le interceptaban en el camino hacia su meta.
«Hola, tú» , dijo él . « Hola, tú» , contestó ella. Y se rieron. Los amigos se apartaron, como todos hemos hecho alguna vez ante la tensión de dos que se buscaban y ahora se encuentran; un improvisado y perfecto mutis por el foro que les dejó solos con un nudo entre las manos.
- ¿Has venido en la vespino?
- ¿Quieres que haya venido en la vespino?
- Sí.
- Pues he venido en la vespino.
- Vamos fuera, pues. Me la tendrás que enseñar.
Amanda y Saúl salieron, y nadie les volvió a ver entrar porque «el viajero que huye, tarde o temprano, detiene su andar».