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El tango de Roxanne

«La imagen de una Amanda con tres culos tiene extasiado al público que lanza groserías como billetes»

El tango de Roxanne

Una mujer en una cama. | Unsplash.

Se terminó de cerrar la hebilla del zapato con los primeros aplausos. La muchedumbre, que chiflaba al escenario vacío, se calló de golpe cuando la luz iluminó una silla enclavada en el centro y comenzaron las primeras notas de El tango de Roxanne.  Amanda respiró tres veces tan fuerte como el resoplido de un caballo, se bebió un chupito de tequila barato de un trago y asomó la pierna derecha desde el bastidor. El impacto del foco sobre la pierna de Amanda, larga como el cuello de una jirafa, gruesa como el de un rinoceronte y ataviada con un finísimo nylon, arrancó un vitoreo enérgico que duró lo mismo que tardó en llegar el asombro y su silencio; un instante. 

Pisó con fuerza para mantener el equilibrio en los doce centímetros de aguja que la separaban del suelo, abrió los brazos para entregarse a la luz que la ciega y salió con una de esas bellezas rotundas que molestan. Amanda tiene los ojos grandes y expresivos. En la mano juega con un clavel. Interpreta a una Roxanne apasionada que acepta su destino desoyendo lo profundo de los placeres de los amores correspondidos. Atrapada en su sino, se araña las muñecas, el pecho y el rostro con el clavel hasta morder el tallo de lado y dejarlo allí, sostenido entre sus labios. Muerde el anhelo y el romance que para ella quedará atrapado en las fauces de la fortuna adversa. Amanda se mueve con elegancia pero su cuerpo voluptuoso encarniza al público con fervor.  Las medias terminan de oscurecerle la pierna hasta donde sus muslos se pronuncian en voz alta. Subrayados por ambos ligueros, la  carne blanca y oronda se asoma por los lados como dos pares de nalgas. La imagen de una Amanda con tres culos tiene extasiado al público que lanza groserías como billetes; ladrillos de burradas humectadas y lascivas como si llovieran tejas desde lo más alto del  remolino de un tornado.   

La corpulencia de Amanda no le resta agilidad. Baila y juega con la silla con destreza aunque no sea por lo que más la aprecian en este sitio. Lejos de apagarse, Amanda brilla con más intensidad. Se nutre de la mirada ajena y, sea como fuere, se las apaña siempre para dejar ojipláticos a todos los que se atrevan a cruzarse en su camino. Acaba de resbalar desde la silla al suelo con un perfecto spagat que le aplasta el clítoris contra la tarima. Su cintura rechoncha ha temblado por unos segundos como una gelatina de fresa ácida y nos ha dado a todos las mismas ganas de hincarle un diente; las mismas que dan por morder una goma de borrar nueva. Hace rato que se desprendió de la falda y dejó a la vista la ropa interior empedrada que relucía, como el diente del malo de la película, con cada uno de los focos.  

El sujetador triangular tenía truco. Más allá de sostenerle el pecho, de un tamaño desorbitado, guardaba un secreto vulgar en el diseño. Cada una de sus copas se bajaban como las ventanas de un tren y Amanda jugó con esto sin armonía. Desacompasada y excedida por el éxtasis de la exposición grosera que tanto le gusta, sube  y baja cada una de las persianas que esconden y muestran sus pezones amplios y rosados; vapulea los pechos con un mínimo movimiento de torso y enseña la lengua con el vaivén de un guardia de tráfico que te anima a apretar el paso.  

Saúl subió al escenario; uno de otros tantos que no se atrevieron. Le ayudaron a subir una rodilla empujado desde atrás y se arrastró, una vez arriba, a cuatro patas hasta el pezón enhiesto de Amanda. Se aferró fuerte con los labios bien fruncidos y se puso a chupar como un ciervo huérfano y muerto de hambre. El clítoris de Amanda se hinchó y se pegó al suelo aún más si cabe. Saúl le chupaba con empeño, enérgico, rústico, con los ojos cerrados y el cuello tenso; ella nota su lengua y sus dientes jugando con el pezón. El público entonces grita ordinario y chabacano y eso aumentó el gusto de Amanda por ser vista y manoseada por un desconocido.  Hete aquí a Roxanne, entregada al azar de sus placeres,  a su  gusto bizarro que esconde  tras la mesa de reuniones de la empresa familiar.  La canción estaba llegando a su elevación final y ya eran cuatro los que sobaban los pechos y la entrepierna de Amanda sobre las tablas y ante la atenta mirada de aquellos que se la sacudirían más tarde en sus casas, en la ducha, en el salón, en la cama, en… Así se alimentaba Amanda el resto del  tiempo, hasta que volvía a por una nueva dosis de su espectáculo inmoral. 

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