Aún tenía el gesto torcido cuando entré en la ducha. Saúl, sentado en la cama, se encorvaba sobre la pantalla del móvil que le iluminaba la cara. «Estúpido», escupió mi mente al verle teclear. Indiferente, inexpresivo y desnudo, pulsaba los botones como si nada hubiera ocurrido minutos antes de desplomarse sobre el colchón. «Este tío es idiota, de verdad. Y yo, ¿cuándo voy a aprender?» Saúl era como una mala resaca que te hace vomitar odio y placer a partes iguales. Como una continua promesa de veta de nuevas ingestas de sus juegos y crisis emocionales. «La imbécil soy yo, que he vuelto a caer». Me empecé a duchar con este pensamiento sentencioso.
Apretar los dientes durante largo rato y ese puñado de golpes que le había propinado a la almohada no habían terminado de liberar la energía que la ira había plantado en mí. Buscaba la salida. Necesitaba una salida. La frustración giró el termostato hacia la señal roja del grifo buscando una sensación extrema y masoquista con la que poder descargar. «¡Me cago en mi puta vida!», exclamé a pleno pulmón cuando el agua me quemó la espalda y resbaló hasta los tobillos. «¿Estás bien?», sonó al otro lado de la sala. «¿Y a ti qué mierda te importa?», le devolví tensando mis cuerdas vocales como una soprano. Gritar me sentaba bien.
Provocar y continuar el desastre calmaba mi mente enferma de cólera pero no soy ducha en estas artes así que deseaba que Saúl me hablara para gritarle con odio y sarcasmo cada respuesta. Pero Saúl no me hablaba. Tampoco venía, como era usual en él, a mirarme sentado desde el váter y adorar mi cuerpo enjabonado. Saúl y yo estábamos muy enfadados y yo no soporto ese estado más allá de unos minutos. Quería amarle o matarle. Amarle y matarle. Elegí asesinarle y castigarme a su vez por ello en un mismo acto de amor.
Por eso le llamé: «¡Saúl!». Le escuché acercarse arrastrando los pies por la moqueta y apareció su cara reflejada en el espejo que comenzaba a empañarse por el vapor. La cortina de la ducha se cerraba sobre sí misma como un acordeón y Saúl se apoyó en ella para mirarme desde ahí arriba. Sentada en el suelo, desde esa perspectiva, aún me parecía más alto. Estaba mojada, una imagen que me sugería indefensión, algo que quise contrastar con un golpe seco de poder y obscenidad. Abrí las piernas hacia él y sin dejar de mirarle, me acerqué la manguera de la ducha a la vulva. Un puñado de chorros sincronizados golpearon la carne suave de mis labios prominentes. Apoyé la espalda en la pared y sin dulzura ni gracia le dije que me follara la boca.
«Fóllame la boca », así se lo dije y la abrí.
Cuando Saúl llegó a mí su polla ya había enrojecido lo suficiente como para atorarme nada más entrar. La mantuvo dentro unos segundos y la sacó entera como el que desenfunda un sable. Esperó. Creo que andaba desconcertado. La bronca había sido grande, grave, fuerte y no suelo soportar una piel cerca en mis ataques de ira. Pobre, no sabía que había decidido atentar contra él, usarle como herramienta de castigo para calmar el tifón de odio que me abatía el corazón. No soporto una piel cariñosa en el clímax de mi huracán interno pero sí tengo ganas de pegar. Me pegaba a mí misma y usaba su polla para hacerlo. Le pasé la mano por debajo de la entrepierna y le agarré del culo empujándole de nuevo hacia mí. Los huevos quedaron en contacto con mi brazo. Una terrible tentación sostenida para no apretarlos hacia arriba con tirria y salir corriendo de allí. Aparté esa idea de la cabeza cuando volví a sentir la boca llena. Una mano mantenía el agua en la diana de mi placer personal y la otra le agarraba fuerte indicándole que me ahogara para, a los segundos, forcejear para que me la sacara. Le empujaba desde el culo, entra. Le pegaba en los muslos, sal. Saúl entraba y salía a mi ritmo de vals. Yo le miraba con odio.
Le odiaba y por eso le cogí las manos y las llevé a mi pelo, para que me agarrara la cabeza como una muñeca de trapo y me incrustara su polla crecida a su antojo. Eché la cabeza hacia atrás sacando la lengua larga. La saliva caía a borbotones. Me resbalaba por el pecho hasta desaparecer en la corriente del agua. Lloraba y gemía sofocada estirando la lengua todo fuera que podía y más. Miraba a Saúl retante. Él se acomodó flexionando un poco las rodillas, reubicó las manos en mi pelo y me penetró con la fuerza de un asno. Me embistió la boca como un animal de campo sin el brillo de la cordura en los ojos. La cabeza rebotaba sobre los azulejos. Su ritmo marcaba el compás de un martillo en pleno uso, dolía y me gustaba.
Era el único modo que mi instinto encontró para calmar mi odio: someterme. Lágrimas, saliva y agua. Se disipaban por el sumidero. Las arcadas resonaban en la acústica del baño. En los azulejos rebotan los gemidos que se amplifican y viajan por las paredes mojadas hasta desvanecerse. La imagen remanece. Es dura, violenta y agradecida. La necesito ahí como antídoto a mi dolor emocional, dolor carnal, dominación visceral.
Saúl para. O para él o no para nadie. No tengo la capacidad de controlar mis límites. O quizás es que sea extremadamente resistente. Saúl para y se aleja ligeramente. Mi coño, bajo la cascada, se engrosa y contrae. Estoy a punto de correrme, algo de aire ayuda a que vuelva a sentir la presión del agua sobre el clítoris. Necesito concentración pero es que no me interesa realmente terminar la escena. Le sigo odiando y mi única forma de agredirle es sorprenderle. «Méame», le pedí desde esa altura, mi cara enfrentada a su verga. Gané. Saúl no puede mearme. Nunca lo ha hecho, mucho ha jugado con esta idea pero nada más allá de una amenaza en un juego de sábanas limpias. «Méame, Saúl», le repito aguantándole la mirada y desplazándola hacia su glande. «Joder, tía, ahora no puedo» .
Me río. Me río de él, de mí. Me río de nosotros y de repente le vuelvo a querer. «Te has perdido el momento de tu vida», bromeo. «Anda, calla», me dice meneándose la polla. Abro las piernas y la boca, me voy a correr. Recibo su semen caliente en la cara. Intento cazar al vuelo algunas gotas para no decepcionarle. Le gusta que me lo trague y eso intento. A mí me pone lo que le pone. Me corro y tiemblo. Me contorsiono en el suelo enredada al flexo como una serpiente que muda la piel. Saúl me mira extasiado. Le vuelve loco verme así y fotografía cada instante en su memoria para hacérmelo recordar días después. Los espasmos me duran un rato y Saúl se sienta en la taza del váter sin perderme de vista. Retorcida en el suelo respiro con los ojos cerrados y busco a tientas el brazo de la ducha que apunta a cualquier sitio menos a mí y ya tengo frío. Ahora la que mea soy yo. Mientras me incorporo relajo la vejiga y dejo que fluya con el agua, que se desvanezca con mi orgasmo y mi rencor. Miro a Saúl y le cierro la cortina en la cara. «Odio que fumes en el baño», le tiento así el humor. «Cuántas cosas odias», me dice dándole otra calada y echándose hacia atrás.