Perra de dos patas
Lo veo por todas partes; en el ascensor, en los baños, en la mesa de la cafetería… Me obligaría a gatear por la sala desabrochando cremalleras
No siempre camina a cuatro patas la perra; también sabe caminar a dos pies y en ello se esfuerza cada día.
Cada día me disfrazo con faldas, camisas y zapatos de tacón para fingir una fuerza y serenidad en la toma de decisiones laborales que Saúl me borraría de dos cachetadas. Una por cada valor. ¡Se reiría tanto de mí al ver un corro de hombres y mujeres tomando notas y asintiendo sin rechistar a cada una de mis frases largas y enarboladas! «Ridícula», me diría, «calla esa puta boca de pesada que tienes y agáchate; venga, a chupar, que es para lo único que vales».
Lo veo por todas partes; en el ascensor, en los baños, en la mesa de la cafetería… Me obligaría a gatear por la sala desabrochando cremalleras y tragando carnes ajenas, flácidas y añejas. Saúl me libera del yugo estoico de un cotidiano exigente, altivo y voraz. Saúl acalla mi arrogancia; me libera de mí.
«Hasta el fondo, puta», me dice cuando introduzco un dildo anal en mi coño a expensas de lubricarlo con mis propios ungüentos. Puta me llama y puta soy cuando calzo el bipedismo obligado que embute a la perra salvaje de sociabilidad. «Eso no es hasta el fondo, puta», repite al observar desde su pantalla un trozo del plug que lentamente peleaba por entrar. Empujo el juguete con más fuerza y al colarse gimoteo con un lloro infantil. «No ha costado tanto, ¿ves? Eres una llorona. Venga ahora muévelo dentro y mójalo bien. Tiene que entrar ya en tu culo roto de puta. Date prisa, que sale el avión».
Desde mi cama, veo a Saúl azorado, mirando de lado a lado mientras anda por los pasillos del aeropuerto. «Sigue, zorra», susurra a la cámara acercando la boca al micro como si la acercara a la mía propia. Siento su aliento a kilómetros de distancia. La robustez de su voz me evoca el inefable sentimiento que me provoca su mano -y solo la suya- alrededor del cuello. Invierto la pantalla para mostrarle mi cara. Tengo la certeza de que mi gesto le pone aún más que cualquier otra parte de mi cuerpo. «Mira la puta, qué cara de salida. Bien, enséñame esa cara de guarra. Saca la lengua». Saco la lengua. «Más». La saco más. «Muévela como una cerda, como una puta callejera, como una obscena, como una demente. Muévela como sabes que tienes que hacer». Cerré los ojos y moví la lengua hacia arriba y abajo como en el peor de los chistes machistas, como una loca con camisa de fuerza y estereotipia lasciva, tal y como sabía que tenía que hacer. «Vete al baño Saúl», le pedí un par de veces en la súplica de que «por favor, necesito verte la polla». El avión estaba a punto de salir y aún así, Saúl me llevó con él a los baños. Nunca había visto a un hombre pajearse en unos baños públicos para mí. ¿Una meneada de polla exclusiva y en streaming para mí? Nunca.
Sonrió al cerrar la puerta del baño, se abrió la bragueta y asomó su trozo de carne erecta. La cogió y comenzó a sacudirla rápida y rítmicamente. Sentía su gusto a través de esta imagen sanguinolenta; un pene duro y tieso que se enrojecía cada vez más con cada sacudida. Le regalé de nuevo mi lengua loca. Me metí los dedos en la boca y la estiré de cada lado para quedar retratada como la imagen de un payaso cutre de otra época. Le enseñé las encías como se enseñan los dientes de un caballo en venta. Le mostré cómo desde la cama de mi casa se la podía chupar.
Saúl, ahora en silencio, había caído rendido a mi buen hacer, a mi buen amarle, a mi buena entrega de puta servicial. Yo había dejado de hacerme para hacerle a él. Incluso en silencio y en la distancia me desarma. Gracias Saúl por quitarme el poder. Rendirme, someterme y ceder; un abandono de mí sobre ti como sinónimo de descanso.
Saúl agitó su polla con velocidad. El silencio de aquel baño daba ganas de ser interrumpido con algún grito, un gemido, una palabra comprometida. Me gustaba tentar a la suerte y ese comportamiento no habría salido indemne en absoluto. Joderle la paja y dejarle expuesto ante los demás. ¿Me lo podía permitir? El miedo me tenta y la adrenalina sube a mi garganta para hacerme murmurar un «cerdo» tan bajito que no llegó a oírse. «¡Cerdo!», reincidí esta vez en un tono más valiente, pero Saúl agarrado a su polla no se percataba de nada. Volteé de nuevo la pantalla para ayudarle a soltar la leche. No podía perder el avión y desde una actitud de auxilio decidí apuntar de nuevo a mi coño y sacar lentamente el dildo que andaba en remojo en mi interior. Era muy grande y al comenzar a extraerlo mis labios se abrieron. Tiraba con ahínco y no lograba más que seguir tensando y abultando la carne hacia el exterior como un coño hinchado a punto de parir. Saúl aceleró su movimiento un poco más. Continué tirando hasta que comenzó a verse el tallo rojo de ese dildo inflable que colmaba mi coño. Brillaba. El diámetro más ancho de este cono bermellón emprendió su salida y uno de mis gemidos tragados coincidió con la fuente blanquecina que regó el suelo de Saúl. Los latidos de su polla expulsaron lefa fresca e intermitente durante unos segundos y yo me sentí orgullosa, mucho, de mi gran labor. Ahora llegaría una sonrisa de agradecimiento, pero siguió enfocando su cámara hacia una meada amarilla que rebotó en la loza del váter. Terminó; guardó su pene como el que mete las patas flojas de un pulpo en una bolsa de supermercado; giró la cámara y, muy serio, me soltó: «Prepara esa carita de puta, perra mía, me muero de ganas de volver para correrme en ella y mearte después». «¡Serás cerdo!», le grité en una risotada y Saúl abrió los ojos gesticulando un «Amanda, cállate» que me hizo taparme la boca implorando perdón. Nos reímos mucho Saúl y yo. Nos insultamos y reímos mucho, Saúl y yo.