Por qué la revolución sexual solo ha beneficiado a los hombres (pero a pocos)
La liberalización de las costumbres sexuales de los 60 cambió el mundo, pero no en el sentido deseado: más solteros involuntarios y feroz competencia femenina
«En un sistema económico perfectamente liberal, algunos acumulan considerables fortunas; otros se hunden en el paro y la miseria. En un sistema sexual perfectamente liberal, algunos tienen una vida erótica variada y excitante; otros se ven reducidos a la soledad». La teoría de Michel Houellebecq en Ampliación del campo de batalla (1994) ha demostrado, con el tiempo, ser verdadera. Lejos de ser una paradoja, se trata de una consecuencia necesaria: en nuestra sociedad, el sexo es más accesible y, a su vez, más restringido que nunca.
La revolución sexual de los años 60 (que no llegó hasta los 80 a nuestras fronteras) prometió el Nirvana, sobre todo para las mujeres, liberándonos de los prejuicios y de las tradiciones reaccionarias que nos estarían impidiendo disponer de más y mejor sexo. La omnipresencia de éste, en definitiva, como fórmula mágica de la felicidad.
Sesenta años después, el sexo está hasta en la sopa, en todas sus formas y supuestas transgresiones. Las prácticas sexuales han pasado a la luz de una manera tan abierta y pública que la filósofa Ana de Miguel Álvarez arguye que Michel Foucault «se quedaría bien sorprendido». Desde las tribunas más influyentes se observa una decidida y consciente voluntad por situar la sexualidad en un lugar cada vez más central de nuestra identidad y de nuestras vidas. Es el máximo objeto de deseo, aunque ya sabemos por Aristóteles que sólo se desea lo que no se tiene.
La sociedad hodierna, hipersexualizada, tiene cada vez menos sexo. Los datos no mienten. Estados Unidos, laboratorio de ideas y prólogo de todo lo que termina sucediendo en Occidente, atraviesa ya una crisis de sexualidad sin precedentes, especialmente acuciada por los más jóvenes: el 30% de los varones menores de 30 años admite que no mantuvo ninguna relación sexual en 2021, último año con datos de la Encuesta General Sobre Tendencias Sociales (GSS, por sus siglas en inglés).
En España el panorama tampoco es especialmente halagüeño. ¿Por qué? ¿No estábamos ya ante una juventud educada sexualmente, liberada de prejuicios y tradiciones reaccionarias? Los jóvenes han crecido con un acceso ilimitado a la pornografía, no han visto un cura ni de cerca y se les ha prescrito la idea de que deben concatenar la mayor cantidad de experiencias sexuales posibles. ¿Por qué sus vidas no son entonces, como se les prometió, un constante trasegar de fluidos genitales?
El psiquiatra Francisco Traver, experto en neurocultura, explica cómo «la revolución sexual no tuvo los efectos que pretendíamos los jóvenes de entonces, sino una fragmentación de las formas de vida que coexisten con bolsas de soledad, familas desestructuradas, anomia social, patología mental y sobre todo, otra cuestión que llama la atención: hogares monoparentales presididos por mujeres que viven solas, que tienen hijos a su cargo y con la ausencia de la figura paterna».
La sociedad «cad»
La revolución sexual ha supuesto que hayamos pasado de una sociedad «dad» («papá» en inglés) a una «cad». Estos términos se refieren a dos estrategias sexuales de apareamiento en humanos, y que implican tanto a los hombres como a las mujeres. La primera representa el emparejamiento monógamo tradicional, mientras que la estrategia «cad» se refiere a la promiscuidad sexual, sin compromiso ni ataduras. Esta última es la típica de las sociedades occidentales más opulentas, como la nuestra.
Esta distinción es relevante porque la tasa reproductiva -y de relaciones sexuales- varía en una sociedad u otra. En las sociedades «cad» sucede un fenómeno curioso, que es que la rivalidad de las mujeres por los hombres con mayor estatus social es feroz. Esto supone que muchos hombres se quedan solteros, fuera del mercado, y no se reproducen, mientras que los más solicitados acaparan más de una pareja.
El Principio de Pareto: la bonanza sexual no se distribuye equitativamente en todo el mundo. En Tinder, por ejemplo, hay estudios que demuestran que el 20% de los usuarios varones compiten entre sí por la atención del 78% de las féminas. Además, el 80% de los hombres «menos atractivos» se encuentra compitiendo por el 22% de las mujeres «menos atractivas», mientras que el 22% de estas se halla compitiendo por el 20% de los más deseados dentro de la plataforma. Hipergamia.
«No es que se tenga menos sexo, sino, principalmente, que este está concentrado en muchos menos. De facto, se tiene menos porque unos pocos tienen más que nunca, pero eso no compensa estadísticamente a todos los que no tienen», explica el filósofo Miguel Ángel Quintana Paz. Una teoría que también desarrolla Paco Traver, que explica cómo «paradójicamente, la liberación sexual ha deprivado a muchos hombres y ha generado enormes desigualdades masculinas», de modo que muchos se quedan solteros, mientras que los más solicitados concatenan relaciones.
La consecuencia inmediata es el resentimiento masculino respecto a los hombres más cotizados, pero también frente a las mujeres. Es lo que algunos autores han bautizado como «la conjura de los machos», «el desfallecimiento de la masculinidad» (Zimbardo) y «el declive de la masculinidad» (Tiger). Más recientemente, se usa el neologismo incel (célibe involuntario, en inglés). Pero, ¿y los efectos para las mujeres?
Las mujeres, perjudicadas
Tampoco parecen positivos. Irene González, jurista y analista política, cree que «la revolución sexual ha perjudicado a la mujer y ha beneficiado al hombre», pero sólo al exitoso. «Este cada vez ha ido teniendo más acceso a todo aquello que antes sólo era accesible a un hombre comprometido, pero sin compromiso: puede llamar a una mujer para que vaya a su casa como quien pide una pizza a domicilio».
Y es que si el efecto de la revolución sexual en los varones ha sido el agravio comparativo, en la mujer, ha sido la hipergamia. «Hay hombres que equivocadamente creen que no tienen el reloj biológico de las mujeres, así que no piensan en comprometerse hasta que quieren tener hijos. Para entonces las mujeres de su edad ya no pueden, con lo cual esas mujeres se quedan descolgadas. Ellos viven en el eterno Peter Pan y a ellas se les ha convencido de que así son los tiempos modernos. El abaratamiento del compromiso ha supuesto su desaparición», explica González.
El sociólogo Rubén Tamboleo arguye que estamos ante una «paradoja social», por cuanto «la gente está más rodeada que nunca y, sin embargo, más aislada»: «Es un fenómeno propio del siglo XXI y, sobre todo, de entornos urbanitas. Ya en los años 90 Pierre Bourdieu y Robert Putnam apuntaban a la destrucción del capital social. La intimidad se está rompiendo, y existe una falta de unión verdadera, de contacto real: la gente tiene amigos para tomar cervezas y salir de fiesta, pero no como apoyo».
Vivimos en lo que Zygmunt Bauman consignó como un «tiempo líquido» que se ceba especialmente con las mujeres, que compiten por bienes precarios (los machos mejor posicionados), y eso en muchas ocasiones deriva en comportamientos desordenados. El psiquiatra inglés Riad T. Abed, profesor de Honor de la Universidad de Sheffield, preconizó el concepto de «competencia desbocada» (runaway) para referirse a cómo los extremos de esta estrategia «cad» derivan incluso en trastornos alimentarios.
Así es como se cierra el círculo, explica Paco Traver, ya que la liberalización de las costumbres sexuales ha cambiado el mundo, sin duda, pero no en el sentido deseado, «dando lugar a nuevas lacras sanitarias y sufrimientos derivados de la escasez».