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La paradoja de ser un niño en España: abortar sin consentimiento, sí; comprar una cerveza, no

La actual legislación es paradójica en su trato al menor: con 16 años, se puede abortar sin consentimiento paterno, pero no comprar alcohol en el supermercado

La paradoja de ser un niño en España: abortar sin consentimiento, sí; comprar una cerveza, no

Ilustración.

¿Qué es ser un niño? La definición oficial, desde la Convención sobre los Derechos del Niño, en 1989, es la de «toda persona menor de dieciocho años». Desde la evolución psicoafectiva, no obstante, se entiende por éste aquel ser humano que aún no ha alcanzado un grado de madurez suficiente para tener autonomía. Con arreglo a estas dos definiciones, y teniendo en cuenta el impulso legislativo actual, se darán -y se dan- múltiples paradojas. Por ejemplo, que un menor de 16 años pueda abortar o cambiarse de sexo sin consentimiento paterno pero no pueda comprar una cerveza en un supermercado (en ningún caso) o hacerse un piercing (sin la venia de sus progenitores).

Estas contradicciones hacen necesaria una aproximación interdisciplinar a la concepción de la infancia, sobre todo teniendo en cuenta que en la sociedad coexisten diversas visiones del niño; algunas de ellas, incongruentes y excluyentes entre sí. Acaso porque, como advirtió Newman y Newman, «lo que piensa un grupo cultural acerca de los niños determina la manera en que los adultos interactúan con ellos, los ambientes que se les diseñará y las expectativas del comportamiento infantil».

Decía Philippe Ariès que la niñez es una construcción social con significados variables a lo largo del tiempo y del espacio. Así explicaba el historiador francés que en el siglo XVI, como acreditó a posteriori John R. Gillis, los niños «participaban de la vida adulta, llevaban la misma ropa, dormían con los adultos, trabajaban en las mismas faenas e incluso jugaban a lo mismo». En contraposición, existía también el concepto del infante como propiedad del adulto y como recurso económico. Sólo a partir del siglo XVII-XVIII se enfatiza su ingenuidad y bondad como caracteres innatos a preservar -una visión, por otro lado, profundamente cristiana: «si no os convirtáis, y fuereis como niños, no entraréis en el Reino de los cielos» (Mateo 18:3)-.

Las características del niño

La intención del artículo, por tanto, no es alcanzar una definición esencial (¿acaso es posible?), pero sí accidental. Es decir, reunir una serie de características que podamos atribuir de modo universal a aquello a lo que nos referimos cuando hablamos de un «niño». Dice Javier Urra, primer Defensor del Menor, que «un niño es un ciudadano de pleno derecho; no es el futuro, ya es el presente; es una esperanza de la especie humana; es la curiosidad; es lo que nunca dejamos de ser; es correr, gritar, jugar… es un quebradero de cabeza para los padres y la razón de ser de ellos». Un buen esbozo.

A este ramillete de atributos le acompaña, sí, la libertad, pero no irrestricta. «Un niño no es una cosa. No tiene mucho sentido pues la discusión sobre si los niños pertenecen al Estado, a los padres, al hombre del saco o al sursuncorda. Un niño no es poseído por nadie, un niño es. No tiene valor ni precio (atribuibles por otros y mudables), sino dignidad (algo que es independiente de lo que los demás puedan atribuirle y que permanece digan lo que digan los demás). En esto, claro, un niño es como cualquier otra persona», explica el filósofo Miguel Ángel Quintana Paz.

El director académico de ISEPP Madrid abunda: «La paradoja surge cuando, lógicamente, un niño no posee ese otro rasgo que sí solemos reconocer en las personas: la libertad. O, mejor dicho, no la posee en el mismo esplendor con que podemos reconocerlas en otras personas. Un niño es libre, sí (cualquier padre detecta enseguida las elecciones que hace su hijo), pero no podemos concederle tanta libertad como a un tipo de 40 años, porque no sabe lo que sabe un tipo de 40 años (esto, por cierto, abre a otro asunto interesante: el aprendizaje y conocimiento nos proporciona más y más libertad, así que a menor saber, menos libertad)».

¿Qué relación deben tener los adultos, entonces, con los niños? El filósofo y pedagogo Gregorio Luri considera que «por su propia naturaleza, un niño es un ser con mucha más energía que sentido común para controlarla. Por eso el papel de los adultos es poner el sentido común que falta, tarea que con frecuencia es agotadora». «Hay momentos en que uno acaba convencido en que no hay situación tan mala con su hijo adolescente que no la empeore el intentar dialogar con él. Pero para eso estamos, para actuar como adultos precisamente porque recordamos que fuimos niños, mientras que el niño no tiene una pre-niñez a la que recurrir en busca de experiencias. Cualquier proyecto que pretenda que los adultos deleguen su responsabilidad en la autonomía infantil descubrirá, tarde o temprano, que no hay autonomía sin orientación y que esto, su orientación es lo que está empezando a construirse el niño. De ahí que los adultos empeñados en adaptarse a los niños los priven de las dificultades que le permitirían disfrutar de su salida de los límites familiares». 

Estas reflexiones sobre la niñez chocan con el contexto actual. La nueva ley del aborto impulsada por PSOE y Unidas Podemos permite a las jóvenes de 16 años abortar sin el conocimiento de sus padres, y la ley trans, que se encuentra en tramitación parlamentaria, recoge que a esa edad una persona puede cambiarse de sexo por sí misma (de 14 a 16, con consentimiento paterno, y de 12 a 14, con autorización de un juez, que deberá examinar su «madurez»). ¿Pero es un niño maduro para ello?

¿Libertad para abortar o transicionar?

José López Guzmán, doctor en Farmacia y profesor del Departamento de Humanidades Biomédicas de la Universidad de Navarra, despeja cualquier incógnita: «Un menor de 14 años no está preparado para emprender un cambio de género. Para empezar, el diagnóstico para la transición de género se basa en el diagnóstico del propio usuario, podríamos plantearnos si un menor tiene suficientes elementos para saber discernir si es una persona trans. Transicionar de género va a producir efectos de diversa índole: cambios fisiológicos, psicológicos, problemas de salud, etc.».

Dicho esto, López Guzmán aclara que hay que tener en cuenta la edad y la forma de transicionar: «La prudencia deberá ser mayor en un prepúber que en un adolescente, tanto por las cuestiones fisiológicas (capacidad de afectar el desarrollo fisiológico del menor) como psicológicas (capacidad de decisión); en segundo lugar, habrá que considerar la intensidad de la transición, que puede oscilar desde las menos invasivas, como el cambio de nombre y/o forma de vestir, hasta las que recurren a la alternativa farmacológica (bloqueadores de la pubertad y/o hormonas cruzadas)».

Respecto a estas últimas, las basadas en medicamentos no recomendados por la Agencia Española de Medicamentos y Productos Sanitarios (AEMPS), advierte de que «ya se han detectado efectos a largo plazo en los menores (densidad mineral ósea y crecimiento, maduración cerebral, fertilidad, etc.). Sin embargo, en la cuestión farmacológica, solo contemplamos la punta del iceberg debido a dos hechos. El primero, que la aplicación de estos medicamentos es reciente. El segundo, que falta una investigación seria sobre los efectos de los medicamentos utilizados en transición de género, algo que no ocurrirá hasta que las agencias del medicamentos exijan a las compañías los estudios pertinentes de seguridad y eficacia».

Por eso Quintana Paz advierte de que, en nombre de la libertad, podemos condenar a estos niños: «El niño aún no es libre como un adulto, pero sí que es potencialmente un adulto libre. Ese rasgo nos permite ver que respetar la libertad del niño es sobre todo respetar su libertad futura: cualquier cosa que le hagamos (mutilarlo, apartarlo del saber) o que dejemos que él solito haga (acceder a bebidas alcohólicas, hacerse adicto a una droga, juguetear con un arma letal) será un atentado contra su libertad futura y, por tanto, en nombre de su libertad podremos prohibir que se le haga». 

Los expertos también prescriben que los padres «deben estar en la ecuación» en el caso del aborto por parte de un menor. Una niña puede quedarse embarazada con 13 años, «pero que pueda ser madre físicamente no significa que esté preparada cognitivamente ni emocionalmente», según Javier Urra, que cree que se habría de buscar el modo de «minimizar el número de niñas que se quedan embarazadas».

La familia o el Estado

La nueva legislación resultará paradójica en su trato al menor. Carlos Vidal, catedrático de Derecho Constitucional en la UNED, critica que un niño no puede entrar en corridas de toros ni en los casinos sin el consentimiento de sus tutores, e «incluso tiene que pedir permisos para ir de excursión con el instituto». El jurista recuerda que los padres siguen siendo responsables de sus hijos menores de 18 años si cometen un delito, y por eso considera que se está llenando de «incoherencias nuestro ordenamiento jurídico».

«Es totalmente ilógico que un menor no se pueda hacer un piercing sin consentimiento de los padres, no pueda decidir beber alcohol, etc. y, en cambio, se le otorgue la capacidad de elegir tratamientos e intervenciones quirúrgicas que tendrán una repercusión directa en su vida y en su futuro: salud, fecundidad, realización personal, etc.», complementa José López Guzmán.

La pregunta que cabría hacerse, en última instancia, es a quién beneficia toda esta legislación. El cui prodest aplicado al empoderamiento del menor. El politólogo argentino Agustín Laje baraja una tesis y lanza una advertencia: «El Estado está avanzando sobre el individuo y su libertad de tal manera que ahora considera que sus propios hijos son de su pertenencia. Entiendan, los defensores de la libertad, que la familia es una institución elemental para mantener el Estado a raya».

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