THE OBJECTIVE
Mi yo salvaje

Cuando ve un hombre de esos...

«Suma a su lista el arquetipo del fontanero, el electricista, el butanero o cualquiera de esas profesiones que llenan el silencio de las cocinas»

Cuando ve un hombre de esos…

«Albañiles, mecánicos, camioneros o conductores de cualquier tipo asaltan su mirada para convertirse en sujetos examinables, seducibles y deleitables» | Unsplash

Cuando Amanda ve un hombre esos, cómo la suliveyan. Suele cambiar su posición corporal cuando un hombre apuesto se aproxima a cualquiera de sus sentidos.  Es un acto reflejo que se escapa a los límites de su consciencia. Es más, suele cambiar su posición corporal cuando cualquier hombre que desprenda vivacidad anda por su periferia. 

Se dignifica. De repente, ande como estuviere, toma una inmediata consciencia de su corporeidad, del espacio que ocupa, de su presencia más tangible y la modula. Sus conexiones neuronales, con su innata propensión a los deleites carnales, le cambian el paso, la sujeción del talle, la inclinación de la barbilla, la languidez de la mirada y la indiferencia controlada. 

Se cruza con ellos, con un hombre de esos, en las aceras, en el ascensor, en la barra de un bar, en la gasolinera, el banco, el gimnasio… y tiene presente su otredad. No desea a ninguno; solo detecta la esencia lujuriosa que reside en cada uno de ellos. Otras veces, la descubre también inerte. Ésa también la ve. 

Me detalla Amanda que únicamente los observa, que no interviene, que los contempla y entonces su cuerpo reacciona. 

«Amanda se enciende ante la idea de un hombre hacendoso que a esa hora temprana cruza la puerta del salón que acaba de fregar»

Es una aficionada a la virilidad en su estado más añejo, más tradicional, a veces incluso ruín. Albañiles, mecánicos, camioneros o conductores de cualquier tipo asaltan su mirada para convertirse en sujetos examinables, seducibles y deleitables. Suma a su lista el arquetipo del fontanero, el electricista, el butanero o cualquiera de esas profesiones que llenan el silencio de las cocinas con el chasquido del metal de sus herramientas. Esos que llenan el vacío de las medias mañanas en las a una le da la tontuna porque nadie corre por casa ni hay tareas tan urgentes como para no pararse un rato a tomar un café de pie,  junto a la ventana.  Amanda se enciende ante la idea de un hombre hacendoso que a esa hora temprana cruza la puerta del salón que acaba de fregar. Huele rico, el salón; él no. Él huele a quinto sin ascensor y a caja de herramientas. Aspira sus feromonas como una raya de coca y ¡zas!, se le dilatan las pupilas y el coño.  

Amplía el elenco Amanda con una versión renovada de estos machos llama timbres matutinos:  esa creciente comunidad de repartidores mal pagados,  tan estresados que la proximidad femenina a la entrega del encargo no les mueven ni una ceja. « El estrés lo mata todo» , me revela Amanda, « la curiosidad, el juego, las ganas…», termina así  la frase en algo parecido a un suspiro. 

Dice que sea como fuere, que cuando abre la puerta de su casa y ve un hombre de esos, se tensa y hace la cuenta mental de qué lleva puesto, si tiene alguna miga en la cara y que se atusa el pelo como un gato mientras les observa. Que solo hace eso, los observa, a ellos y a su propia reacción: un calor ascendente que le indica rubor en el rostro, palabras tropezadas que estructuran bromas sin mucho ingenio ni sentido, ademanes que revelan su excitación nerviosa… 

Cada uno de estos hombres de esos, estos que la suliveyan, mantienen viva la esencia de su coqueteo porque la añoranza, dice,  encierra. Me cuenta Amanda que las puertas del deseo requieren de mantenimiento y reformas para que no se  atasquen y  que el único modo de que resistan a las inclemencias de la vida es la propia capacidad de juego de cada uno. Porque la existencia de los otros significa y ella hace tiempo que no encuentra al suyo. 

Me despido de ella y en el abrazo comprendo sus palabras.  Ahora mismo, en cualquier lugar, hombres y mujeres se cruzan unos con otros en las aceras y se miran durante un breve segundo; entran en  ascensores y  se huelen sus perjúmenes; rozan sus codos en los bares, la puntas de los dedos al recibir el cambio o los hombros al tropezarse en el metro. Hombres y mujeres que se acicalan cada mañana para exponerse a los demás, a los ojos de los otros o de sus otros, habitados en la inconsciencia de un cuerpo que reacciona sin avisar al mínimo atisbo de juego y encuentro. Vuelvo andando a casa, sin atajos, para que la prisa no condene mi mirada a mundos menos sensibles, sentidos y presentes. 

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