Los amantes de carne marmoleada
«Ella quiere morderle el cuello y penetrar sus orejas; chuparle cada lunar y cada pliegue»
Saltaba Amanda sobre el falo de Saúl que permanecía rígido ajeno al tiempo, al sudor y al hambre. Su trote sobre él podría haber marcado el «¡Corten!» de las cámaras que pretendieran grabar el goce fingido de dos para el disfrute de otros. No valía. Parecía un cabalgar frío, aburrido y ninguno de los dos hacían enormes muecas que mostraran demasiado. Es como si llevaran así más que horas, días. Amanda movía la pelvis sutilmente; tanto como para mantener al borde la explosión inminente de él, que nunca llega. Ambos respiran al unísono con los ojos encriptados dentro del otro.
Saúl le agarra de las caderas para acompasar el movimiento, imperceptible a cualquiera que no sea a esos dos enganchados el uno a otro por los genitales. No se atreve a hacer ninguna oscilación extra que le dispare a un lugar sin retorno. Si desfilara las manos por el contorno de la cintura de ella, la suavidad de sus curvas le lanzarían de lleno a las cosquillas amarradas al estómago que dan las montañas rusas. Si se aventurara a calibrar desde ahí abajo el peso y la textura de sus senos, la imagen de su blancura mórbida rozándole las mejillas que le apartan por un rato el aire de las fosas nasales le arrojaría sin remedio a un empuje rápido que culminaría con la leche de su polla desbordada hasta verterse dentro de ella. Y eso no es lo que quieren, aunque sea lo que más desean. Si intentara desplazar el tacto hacia lo mullido de sus nalgas, querría apartar una de la otra, tantear con las huellas dactilares la arruga de su ano hasta abrirse hueco dentro de ella por una vía más.
«Amanda le mira inexpresiva y se irgue sobre su columna vertebral como si fuera un hueso recto e inflexible»
La lubricidad a la que andan sometidos facilitaría el acceso y por eso, por fácil, Saúl se derramaría en el segundo que sostiene desde hace unas horas, más bien días. Si se besan, pasaría algo igual; por eso Amanda le mira inexpresiva y se irgue sobre su columna vertebral como si fuera un hueso recto e inflexible. A poco que la idea aparezca en las pupilas de uno de los dos, la vagina se le contraería espasmódicamente y la verga de Saúl vomitaría desde la convulsión. No, no pueden siquiera pensar en cruzar el tacto de sus lenguas evitando la línea continua de sus labios; en enrollarlas como persianas que suben y bajan enajenadas; en lamerse las papilas para destilar y guardar como un tesoro el gusto del y por el otro.
Amanda roza las manos de él posadas más allá de su cintura conteniendo el fervor por enredarlas en su pelo y desde ahí acariciarle el rostro con la ternura con que se miran a los desvalidos; con la piedad que se transforma en hambre caníbal fruto del dolor de los límites del cuerpo. Ella quiere morderle el cuello y penetrar sus orejas; chuparle cada lunar y cada pliegue; dentellearle el vello del pecho y llorar sobre él sin dejar de auparse una y otra y otra vez más.
Al borde, en el límite, por la frontera que se abre entre estar allí y no estarlo, contienen el anhelo de correrse, orgasmar y llenarse de líquidos que les mezclen de más para alejarlos luego a un a menos. Llevan así días, meses, es probable que ya sumen incluso años o un cúmulo de siglos. El vello les ha crecido, las articulaciones entumecido, el movimiento cada vez es más inapreciable a aquellos que les miran desde el otro lado; ni siquiera ellos mismos se perciben respirar. Pero no dejan de mirarse, ni de desear tocarse más allá de donde se tocan con las manos convertidas en piedra por fuera; en mármol dicen aquellos que no entienden de este sentir que les late desde dentro, de ese que les hizo esculpirse en el tiempo como más les gustaba.