Su flácido caramelo de media tarde
«Puede que Saúl acabe de eyacular abundantemente sobre el cuerpo de Amanda»
Las delicias del caramelo al que accede convertirse Saúl las sabe solo Amanda. Él complace su propuesta ofreciendo su pene flácido al juego goloso de ella y sin rechistar, por el gusto de ambos, ella hinca su cabeza entre las piernas de él para dar comienzo a su recreo. Puede que a Saúl le esté venciendo el sueño tras una jornada intensa de trabajo y tareas domésticas; «el perro y los niños no se pasean solos», suele decir con un suspiro que tiene más de costumbre que de queja. Puede que Saúl acabe de eyacular abundantemente sobre el cuerpo de Amanda y esto la dispara justo en el momento que pensaban ya abrazarse para descansar. También puede que acabe de tomar el postre y la digestión lo mantiene abatido con un ojo abierto y otro cerrado sin saber muy bien si anda aquí o en el más allá. A veces, solo basta que se siente en la silla del despacho con el ánimo de comenzar a trabajar para que a Amanda se le enciendan los carrillos y le entren ganas de chuparle entero. Es entonces cuando le mira con los ojos brillantes y con una sonrisa de urraca dispuesta a robarle los pantalones, bajarle los calzones y comenzar a jugar. «Qué te ocurre, ¿ya quieres tu caramelo verdad?», le adelanta Saúl, avispado y curtido por los años que le han llevado a conocer esa sonrisa de ave. Amanda asiente en silencio y siempre con cierto rubor. Esas tremendas ganas de mamarle como una cervatilla hambrienta no han sido nunca motivo de orgullo y que le pille Saúl su deseo al vuelo le desnuda parte de su intimidad. «Te sigue dando vergüenza que te ofrezca mi chicle», le enuncia Saúl para añadir mientras le ayuda a quitarle el pantalón: «venga, ven a por él, diviértete como quieras, yo no me voy a mover».
«La succiona con delicadeza y frena sus súbitas ganas de clavarle los dientes en la textura mordible del glande»
Amanda le mete la mano en el calzón como la que busca a ciegas un objeto en un bolso; encuentra la polla de Saúl tranquila, apaciguada, dormida; justo como la esperaba, como le gusta. Tira de esa piel colgante por encima del elástico y la deja pillada a medias allí. Se acerca con la boca y comienza a darle besos pequeños en la cabeza, como a un animal desvalido, hasta que la succiona con delicadeza y frena sus súbitas ganas de clavarle los dientes en la textura mordible del glande que anda lleno de su amor por Saúl. Decide acariciarle con los labios las líneas de su tronco, desvelar la prominencia de sus venas, balbucear imitando los patrones del habla pero sin llegar a decir nada. Lo que quiere Amanda es que su lengua sea capaz de aprenderse la disposición de cada uno de sus poros, lunares y vellos. Que sus carrillos detecten cada cantidad adicional de sangre que le inunda los tejidos y también la que los vacía. Quiere olerle el sudor nuevo de las ingles y el anterior que se haya quedado impregnado en los pelos de su pelvis; también sentir como los testículos de Saúl acolchan cada movimiento de su barbilla y cómo la blandura se le escurre de la succión para volver a sorberla dentro y fuera una vez más. Quiere su caramelo, su chicle, un chupete de infinitas posibilidades que la lleven al descanso de saberse enternecida por él; de saberse amante, amada y amable. Amanda le lame ensimismada y dulcemente cuando todo él cobra fuerza en la inconsistencia de una erección que no llega y que si llega, hará lo posible para que vuelva a desaparecer… o no.